¿Donald Trump es un fascista?
Esa palabra con “F” ha hecho una aparición espectacular en la campaña electoral americana. El 23 de octubre, la rival de Donald Trump, Kamala Harris, calificó al candidato de “fascista”. El término fue pronunciado poco después de las revelaciones de Jeffrey Goldberg en The Atlantic sobre los comentarios positivos del ex ocupante de la Casa Blanca sobre Hitler, y su pesar por no poder contar con “generales como los suyos”, entiéndase a su servicio y no leales a la Constitución.
En un país cuya victoria sobre el fascismo es fuente de orgullo patriótico, y que contribuyó a su hegemonía sobre el sistema internacional después de 1945, esa acusación tiene una carga simbólica. No es una acusación nueva: ya en 2016 arreció la polémica tras la llegada de Trump a la presidencia. Y en 2021, la revista académica Fascism publicó una colección de ensayos en los que se debatía la conveniencia de atribuir la etiqueta de fascista al presidente derrotado y a su movimiento.
El último mes, a medida que nos acercamos al final de una reñida contienda electoral y el propio Trump acumula una serie de declaraciones alucinantes, los intelectuales, atemorizados por la perspectiva de su victoria, no se lo toman a la ligera.
“Habla como Hitler y Mussolini”, dice la escritora Anne Applebaum. “Trump y Vance están llevando a cabo una campaña fascista”, escribe el historiador Timothy Snyder en su boletín. Y Robert Paxton, reputado experto en la materia, acaba de reiterar que el trumpismo le recuerda “a los fascismos originales” del periodo de entreguerras.
“Desde los años 30, el término ‘fascista’ no había ocupado un lugar tan destacado en el debate americano”, señala el historiador Romain Huret, director de estudios de la EHESS. “Hay muchas similitudes para explicar este regreso: un contexto internacional brutal, el debilitamiento de las clases medias, la aparición de nuevos medios de comunicación incontrolados, demagogos que se hacen pasar por ‘hombres fuertes’... Y en 2024 hay un nuevo factor importante: la hipermilitarización de la sociedad americana. Incluso hace noventa años, no había una población tan grande de personas entrenadas con las armas y dispuestas a utilizarlas”.
La ausencia de una dimensión belicista y revolucionaria
Si Trump fuera elegido, la extrema derecha estaría al frente de la primera potencia mundial, y eso ya de por sí es aterrador. Pero, ¿significa eso que el fascismo habría entrado en la Casa Blanca? Aunque la polémica tiene una dimensión académica, con su propio valor, también tiene una dimensión estratégica. Para combatir un fenómeno político, es necesario identificarlo con precisión, a fin de evitar una serie de escollos: subestimar el peligro, no comprender sus causas o emplear medios anacrónicos para combatirlo.
En este caso, hay dos actitudes que estructuran el debate sobre la realidad del fascismo trumpiano. La primera es mantener una definición estricta de fascismo, considerando que su dimensión belicista y revolucionaria es distinta de otras formas de extrema derecha o autoritarismo, por detestables que sean. La segunda es argumentar que el fascismo debe ser visto de una manera más flexible, como un proyecto de jerarquización y homogeneización del pueblo que siempre puede resurgir a través de los tiempos.
Consideremos la primera aproximación con la ayuda de varios historiadores. Según Nicolas Lebourg, la diferencia específica del fascismo podría recogerse en la siguiente definición: “Un partido-milicia que quiere construir un hombre nuevo mediante un Estado totalitario en el interior y una guerra imperialista en el exterior”. Philippe Burrin va en la misma dirección, hablando de “etno-nacionalismo imperialista” y de un “deseo de movilización total de la sociedad según una ideología exclusiva”.
Pero muchas de las condiciones que permitieron al fascismo surgir de esta manera en los años veinte y treinta han desaparecido. Así lo sugería Emilio Gentile en una entrevista concedida a la revista L'Histoire en 2022, cuando afirmaba que “el fascismo ha terminado, si conservamos la precisión histórica necesaria para esta palabra, aunque existan movimientos neofascistas y neonazis”. “La extrema derecha contemporánea es otra cosa, parte de otra época, y hay que definir su propia identidad”, afirmaba también Olivier Forlin en nuestras páginas.
El nacionalismo de Trump parece más retrógrado y aislacionista que revolucionario y expansivo. Y aunque haya milicias en Estados Unidos, no dependen de una cadena de mando del Partido Republicano, que estaría dispuesto a subordinarse al ejército y a la esfera económica. “Juega la carta de una retirada americana, y no estamos asistiendo a una movilización de masas en torno a valores heroicos o de sacrificio”, comenta el filósofo Jean-Yves Pranchère.
Dos acontecimientos, la revuelta del Capitolio y la publicación del “Proyecto 2025”, han hecho cambiar de opinión a personas que se resistían a utilizar la etiqueta de fascista
Roger Griffin, un profesor emérito de la talla de Paxton, señala la heterogeneidad de las tribus ideológicas reunidas por el candidato, y el carácter excesivamente inestable, desordenado e impulsivo de su pensamiento, para estar en condiciones de sentar las bases de un “nuevo orden”. Incómodo con la analogía con el fascismo, que atribuye al "estrés postraumático colectivo” engendrado por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, Griffin ve a Trump más bien como el representante de una “derecha paranoica”.
El filósofo Mark G. E. Kelly cree que el uso de la palabra fascismo enmascara tanto la novedad del peligro –un “tecno-neoliberalismo” en el que el espacio público plural tiende a ser aplastado por los intereses de las grandes empresas digitales– como el hecho de que los aspectos más detestables del trumpismo hunden sus raíces en una historia americana impregnada desde siempre de racismo y puritanismo religioso, sin que el fascismo haya estado al mando.
Sin embargo, dos acontecimientos, la insurrección del Capitolio y la publicación el año pasado del "Proyecto 2025” han hecho cambiar de opinión a los reacios a utilizar la etiqueta de fascista. En el primer caso, grupos de extrema derecha intentaron interrumpir por la fuerza la alternancia. Esto es lo que hizo cambiar a Robert Paxton, que identificó en ese entorno radical y violento el tipo de bases que ha permitido a los propios líderes fascistas prosperar en la historia.
En el segundo caso, un think tank próximo al Partido Republicano, Heritage Foundation, elaboró cientos de páginas en las que asume el imperativo de una “contrarrevolución” para salvar a la nación americana de una multitud de enemigos que se oponen a la dominación blanca, cristiana y patriarcal. En ellas se describe la colonización metódica del aparato estatal. Es “el plan estratégico de un movimiento neofascista”, escribió el activista de izquierdas Jerry Harris, que se mostraba más prudente en un artículo de 2017.
El fascismo como proceso
Los impulsos de monopolización del poder y de regeneración identitaria que pueden verse en el movimiento trumpista son realmente preocupantes. Bill Fletcher, uno de los coautores de Jerry Harris en 2017, escribe que “el movimiento MAGA ha evolucionado de un movimiento populista de derechas a un movimiento fascista. Quiere derribar los legados del siglo XX, aboga por un nuevo apartheid, es anti-científico, se apoya en una masa de clases medias blancas desheredadas pero también en sectores del capital, y cuenta con grupos armados dispuestos al terror.”
Jean-Yves Pranchère señala que “existe el peligro de pensar que el fascismo es algo ya acabado”, y matiza el rechazo a priori del término. “Puede haber procesos de fascistización que no adopten la forma del fascismo clásico, o que sólo muestren sus efectos una vez tomado el poder”. Y Nicolas Lebourg explica por su parte que “una definición de fascismo pretende necesariamente captarlo en su duración, pero pasa por diferentes fases antes de llegar al poder, y luego varía una vez en el poder”.
Si Robert Paxton ha revisado su posición es precisamente porque en su obra ha intentado distinguir entre el fascismo como “movimiento” y el fascismo como “régimen”. También ha propuesto diferenciar cinco etapas en el desarrollo del fascismo, desde los primeros tiempos exploratorios, en los que las lamentaciones por un vigor nacional perdido encuentran su plenitud sobre un telón de fondo de desilusión con la democracia, hasta el pleno ejercicio del poder estatal, que puede radicalizarse en una dirección totalitaria o normalizarse en un régimen autoritario más clásico.
Jason Blakely va más allá. Para él, no tiene sentido elaborar una lista de los rasgos intemporales del fascismo. Las ideologías deben entenderse de una forma mucho más fluida, sin núcleos ni fronteras intangibles. Y si los fascismos contemporáneos son menos fáciles de detectar que las reencarnaciones puras de Hitler o Mussolini, es precisamente porque se fusionan con otras corrientes ideológicas.
Fundamentalmente, explica Blakely, el fascismo puede identificarse por su deseo de liquidar las instituciones existentes para reconstituir jerarquías que pongan en su lugar a los extranjeros, las minorías y los legalistas. Dependiendo del contexto, esta ideología se encuentra igualmente a gusto con el imperialismo o con el aislacionismo, con el Estado social o con el mercado, siempre y cuando el grupo étnico de referencia salga reforzado frente a sus enemigos internos y rivales externos.
El movimiento MAGA mezcla temas fascistas con culturas de derecha conservadora y libertaria
En pasajes que recuerdan a los espectáculos trumpistas más recientes, describe cómo los mítines fascistas suelen adoptar la forma de exhibiciones de fuerza, masculinidad tóxica y crueldad cínica, con oponentes escarnecidos y dejados a merced de la multitud.
“El movimiento MAGA”, escribe, “mezcla temas fascistas con culturas conservadoras de derechas y libertarias.” Sin negar las muchas diferencias con los fascismos del periodo de entreguerras, sostiene que el trumpismo es una especie de híbrido entre una lógica fascista y una cultura neoliberal de empresario fascinada por la celebridad y conchabada con una base evangélica ultrapuritana.
“El fascismo, incluso en su forma clásica, es un híbrido extraño y explosivo de temas modernos y reaccionarios”, admite Jean-Yves Pranchère. “Su originalidad reside en su rechazo de un tipo humano mediocre, hecho de empatía y compasión, de un deseo de corregir la injusticia, al que opone perspectivas grandiosas. En el siglo XXI esto puede lograrse más por lo aeroespacial que por la conquista armada, y existe una clara conexión entre Trump y Elon Musk, el propietario de SpaceX”.
A fin de cuentas, aunque uno quiera ceñirse a una definición de fascismo que lo distinga de otras variantes de la extrema derecha, es difícil no ver, dentro de la galaxia trumpista, la presencia de elementos propios de la doctrina, la cultura o el estilo fascistas.
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El universo “MAGA-Land”, por abigarrado que sea, alberga una dinámica fascista. Por incompleta que sea, forma parte de un amplio proceso de dinamitación de la República estadounidense, de la que los Padres Fundadores temían más que ninguna otra cosa que fuera capturada por un tirano. No hace falta gritar sobre el regreso de las SS y los Camisas Negras, pero ésas son las preocupantes coordenadas a las que debemos hacer frente.
Traducción de Miguel López