‘Bird’, realismo mágico en Inglaterra con Barry Keoghan derrochando carisma

Nykiya Adams y Barry Keoghan en 'Bird'.

En los minutos finales de American Honey no había un reencuentro romántico como tal entre los personajes de Sasha Lane y Shia LaBeouf. De hecho la protagonista no sabía cómo sentirse frente a aquel hombre por cuyo amor había recorrido tantas carreteras estadounidenses, confusión que se acrecentaba cuando sin mediar palabra el personaje de LaBeouf le regalaba una tortuga. Más tarde Sasha Lane llevaba la tortuga al río, y tras liberarla se daba un agradable baño nocturno. Andrea Arnold concluía así una road movie de casi tres horas, irritando a gran parte de la crítica pero proponiendo un bello enigma para quienes quisiéramos desentrañar el significado de este gesto.

Si esas tres horas habían podido ser frustrantes se debía, fundamentalmente, a lo errático de los movimientos previos de esos chavales, deambulando por EEUU vendiendo revistas y escuchando rap. Probando, si acaso, a ensayar una vida comunitaria —tanto con la geografía como entre ellos mismos— que continuamente era entorpecida por sus pulsiones frívolas y egoístas. Arnold parecía haberse inspirado más en Jack Kerouac que en John Steinbeck para cartografiar este viaje, solo que su América no era la reluciente tierra indómita de En el camino sino un paraje histérico y cutre, que a cada rincón te golpeaba con su realidad ideológica. La tortuga y el baño posterior supondrían en American Honey otro intento de fuga. Y, por más que cerrara una película, no iba a ser el último. 

Bird es una continuación perfectamente orgánica de American Honey. Desde EEUU nos volvemos a la Inglaterra natal de Arnold, manteniéndose tanto los baños catárticos —el póster muestra la escena central en la que Nykiya Adams logra un momento de quietud sobre las aguas— como los animales en los que personas extremadamente desorientadas vuelcan sus esperanzas. Hasta el punto, en Bird, de asociarles propiedades mágicas. Barry Keoghan, interpretando a Bug, tiene que hacerse cargo de dos hijos adolescentes, solo que prefiere centrarse en su boda inminente con una chica a la que acaba de conocer y, sobre todo, en un sapo que bien podría hacerle rico. 

Lamer la baba que supura este sapo puede suponer el colocón del siglo pero hay una condición: el sapo solo será capaz de generarla si escucha una canción “honesta”, como no tarda en descubrir Keoghan. A través de este sapo la compleja expansión de los presupuestos de American Honey se concreta. Su aliento poético se transforma en directamente realismo mágico. Este realismo mágico conduce a su vez a una escena donde Yellow, de Coldplay, apunta a ser el tema que podría conmover al dichoso sapo. Con lo que hablamos de un realismo mágico muy particular, desafiante y al borde del ridículo, sobre el que Arnold ha de hacer un peligroso ejercicio de equilibrismo.

Ocurre entonces que Bird no puede ser una película, en ningún caso, 100% funcional. No va a ser redonda, no va a erguirse sobre un cálculo meticuloso, porque su vocación es la misma que impulsaba a Shia LaBeouf a regalar la tortuga y a Sasha Lane a liberarla. Esto es, la exigencia de un salto de fe. Una coyuntura que por lo demás no es completamente ajena al cine de Arnold —al margen del mastodóntico manifiesto de American Honey, los minutos finales de trabajos tempranos como el cortometraje Wasp o su debut Red Road también dependían de una emotiva suspensión de incredulidad—, pero que nunca antes había sido abrazada de forma tan frontal. 

Bird toma el título del personaje de Franz Rogowski, una misteriosa figura que irrumpe en la convulsa vida de Bailey (la citada Nykiya Adams, en su primer papel para el cine). Los extraños rasgos de Rogowski sirven para canalizar las inquietudes de la protagonista: por un lado está marcado por un pasado de familias disfuncionales y desatención paterna que resulta ser el presente de Bailey —su irresponsable padre está demasiado ocupado organizándole fiestas al sapo—, y por otro es, de alguna forma y dejándonos de rodeos, un pájaro. Bird observa a Bailey desde las azoteas de los edificios, y Bailey a su vez no deja de mirar las aves del barrio, fortaleciendo una afinidad que a medida que avanza la película irá deparando más y más estampas de pura fantasía.

El simbolismo, por otra parte, es tan obvio como una pegajosa canción pop: imaginarse volando como los pájaros es una válvula de escape para Bailey, con la que alejarse de sus penosas circunstancias vitales. En este ámbito la puesta en escena de Arnold, la forma en la que configura su mirada, sigue siendo modélica. No es necesario dar nombres de ciudades o especificar opresiones económicas, porque la descripción del entorno de Bailey es lo bastante detallada como para que identifiquemos sus distintas lógicas y los motivos por los que esta niña ansía echar a volar. Son dinámicas observadas e interiorizadas junto a los personajes, que pueden conducir por ejemplo a que, pese a su negligencia idiota, el personaje de Keoghan nos caiga hasta simpático.

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Ayuda por supuesto la memorable interpretación de este actor —volcado a un naturalismo juguetón mucho más potente que aquellos excesos que le llevaron a ser nominado al Oscar por Almas en pena de Inisherin—, aunque sean verdaderamente la escritura y la cámara las que se encargan de esto. El aparato audiovisual de Arnold acostumbra a ser sumamente hábil para describir sentires entrelazados: pese a que su montaje fragmentado y su insistencia en seguir estrechamente a los intérpretes le vinculen con un cine social europeo algo más monolítico, esta cineasta termina encontrando “aire” y dándole grosor colectivo a las vivencias individuales.

En el caso particular de Bird, la construcción de la protagonista y de quienes les rodean —personajes perdidos condenados a repetir y agigantar errores— es impecable, y su choque con las pequeñas disonancias fantasiosas mayormente efectivo. Esta comprensión del realismo mágico —como recurso en fin para mostrarnos una “realidad” fuera de los cerriles condicionantes de Lo Real— posibilita grandes hallazgos como el espontáneo cuerpo justiciero con chavales del barrio, o la costumbre de Bailey de grabarlo todo para poder entenderse a través de estas imágenes.

Solo que también puede ser un arma de doble filo. La dualidad Bird/Bailey implica una suerte de destino firme, opresivo, para cada habitante de la película. Este determinismo fuerza a ver Bird como una película paradójicamente cerrada —justo lo que no era, ni por asomo, American Honey—, y a que se divisen asomos de cálculo subrepticio entre sus atolondrados mecanismos. Lo que por otra parte encaja con la problemática de Yellow y los hits comerciales que le dan a escuchar al sapo. ¿Es realmente honesta la canción de Coldplay, o solo puede serlo la forma en la que nos sentimos frente a ella? Tal es el dilema de Bird, y es un dilema que en cualquier caso merece la pena afrontar.

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