Letras de América, entre el dragón y la serpiente
Ya sabemos que el mercado editorial insiste hace tiempo en direcciones que pueden parecer agotadas. Por ejemplo, ese ensimismamiento —tan tedioso como narcótico— de la autoficción, que con su individualismo impenitente atomiza la sociedad y su fuerza, y nos adormece frente a la superficie plana y narcisista de un espejo de plasma. O la no-ficción, que nos embute realidad pedestre mientras nos aleja de los poderes transformadores de la imaginación y la poesía —la cual, como recordaba Bolaño, puede anidar también en la novela—. En ambos casos, con su tanto de morbo, además. Memoria, poca, no sea que nos pongamos a pensar. Inventiva, poca, por si nos da por soñar un mundo mejor que este. Eso, cuando no deciden recuperar el marbete caduco del "realismo mágico", tan comercial. ¿Echaba usted de menos la fantasía?, no se preocupe, ahí la tiene también, y no deje de entretenerse en el scrolling del "más de lo mismo". Dicen los científicos que el scrolling pudre el cerebro, pero bueno, nada es perfecto, además ya está la inteligencia artificial para pensar por usted.
El balance del Año del Dragón en América arroja, no obstante, y una vez más, un puñado de títulos que confirman que la literatura es ese ave fénix que se resiste a cualquier hoguera, real o figurada. La potencia creadora de las letras hispánicas tiene en su granero americano un tesoro de luz incesante. De ese lujo nos beneficiamos especialmente en este tiempo bastante desértico, dominado por la plutocracia y sus algoritmos. Desde esa otra orilla nos siguen llegando valiosas contribuciones de poesía y narrativa, aunque del teatro no parecen ocuparse mucho las editoriales, lástima.
Por estas fechas llega siempre, sí, la costumbre de los balances. Sana costumbre. Las selecciones, más que hacerse, se cometen, pero ayudan a elegir. Por otra parte, las listas tienen algo de íntimo: recordamos los libros que pudimos leer, y evocamos así el año vivido, con los momentos y lugares donde anclamos cada lectura. Y, además, encontramos una invitación a revisar lo que nos perdimos. A darle marcha atrás a los relojes, y recoger esas flores del camino antes de seguir adelante con el 2025, que asoma ya con su cincuentenario de esta era democrática que disfrutamos en nuestro país. Será el Año de la Serpiente. Con su promesa de renacer, de futuro, de esperanza. A ver si hay suerte.
Entre los poemarios hispanoamericanos publicados en 2024, sobresale especialmente El río de los derrotados (El Arco y la Flecha), del poeta cubano Sergio García Zamora, que reside en España desde hace algunos años. Un libro luminoso y sombrío a un tiempo, transido de nostalgia y escrito en estado de gracia, con el fulgor de los gestos inútiles que consagran a los quijotes, y un asordinado tono elegíaco por lo perdido en la distancia. Se publicó en México, auspiciado por el premio José Carlos Becerra, aunque es fácil hallarlo en la red. También ha visto la luz, ya en diciembre, el último de la uruguaya Cristina Peri Rossi, con un título bretoniano y hermoso, Fata Morgana (Visor), y su poesía otoñal y sarcástica, reflexiva y agridulce, que sin abandonar el humor nos habla de la levedad del ser y del tiempo, del deseo y su inapelable condición mortal, de las heridas abiertas y de la propia poesía ("El eco es un espejo / repite la soledad del grito").
Fabio Morábito, María Negroni y Eduardo Milán son otros nombres destacados que también nos han acompañado este año con nuevas entregas poéticas. Y reseñables son igualmente algunas recopilaciones de versos, tres al menos indispensables: la de Piedad Bonnet, La oscura disonancia (Ediciones Universidad de Salamanca), al cuidado sabio de Francisca Noguerol, publicado con ocasión del XXXIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana para la escritora colombiana; la del hispanomexicano Ramón Xirau Gradas / Graons (Galaxia Gutenberg), que nos devuelve otra voz del exilio —son muchas nuestras voces perdidas y su recuperación es siempre un acto de justicia y celebración—, con traducción y prólogo del poeta canario Andrés Sánchez Robayna; y el primer tomo de la obra completa del malogrado poeta peruano Eduardo Chirinos, Cuaderno rojo, poemas de 1978-1998 (Pre-Textos).
La narrativa, por su parte, nos ha traído una vez más una amplia cosecha. Entre sus frutos destaca especialmente el guatemalteco Eduardo Halfon con Tarántula (Libros del Asteroide), entre lo mejor del año. Una novela deslumbrante y sobrecogedora, con su habitual formato breve, de prosa tersa y lúcida, honda y directa a un tiempo, y desde la ficcionalización de sus propios recuerdos. En su contrapunto entre el presente y el pasado iremos descubriendo un episodio de su infancia en Guatemala, cuando los niños judíos son invitados a un campamento que se va a convertir en una experiencia monstruosa. La irrupción de lo siniestro y lo abyecto viene de la mano de un miembro del servicio secreto judío, y el protagonista se encuentra entonces entre los dos rostros de un historial amargo: de un lado, el que representa su propio abuelo huido de Auschwitz, y de otro, el de la intoxicación sionista y su incitación al odio. Sin ningún maniqueísmo, con elegancia y sutileza, Halfon pone sobre la mesa todas las cartas. Y elige en determinado momento para su personaje, con descuido solo aparente, el nombre de Juan Sandía —una fruta de nombre prohibido a menudo, por representar alegóricamente a Palestina— y enlaza aquella experiencia antigua con la actualidad más candente.
En esta línea autorreferencial (en grados diversos) cabe destacar al argentino César Aira —En El Pensamiento (Random House), con su usual forma de novela muy breve, correcta, juguetona y un tanto banal (aunque sin el tono errático y frustrante de sus primeras entregas), donde destaca la conversión de una locomotora en personaje—, el salvadoreño Javier Zamora —Solito (Random House), escrita en inglés (y traducida por José García Escobar), sobre la odisea dolorosa y emotiva de un niño de El Salvador que viaja a Estados Unidos en busca de sus padres—, la nicaragüense Gioconda Belli —Un silencio lleno de murmullos (Seix Barral), donde la protagonista, Penélope, viaja a Madrid tras la muerte de su madre, alter ego de la autora, y con sus temas bandera: poesía, política, amor y sexualidad—, o el mexicano Hiram Ruvalcaba —Todo pueblo es cicatriz (Random House), novela negra y en primera persona que señala la violencia, asesinatos, masacres y secuestros en su país—.
Como novelas de formato más clásico, es decir, ficción ajena a las modulaciones del yo, varios títulos merecen recuerdo. Es el caso de La lealtad de los caníbales (Anagrama), del peruano Diego Trelles, donde un enjambre de personajes se encuentran y cruzan en una taberna limeña, hasta configurar un fresco multitudinario que deja entrever el lado oscuro de esa sociedad con su lacra de violencia y corrupción. Obra polifónica, sus personajes están vivos, respiran, y su prosa es la de la oralidad, con toda su gracia y su ritmo.
También merece recuerdo la novela de la costarricense Andrea Aguilar-Calderón Una asesina en el espejo (Alfaguara), con sus monstruos de la vigilia: a pesar de la apariencia de género negro, es lo fantástico y lo siniestro lo que vertebra sus páginas. La trama, que apela a nuestra inteligencia para su desciframiento, se nos queda grabada como una cicatriz tras la lectura —en especial, las páginas dedicadas a una violación—, por su dimensión existencial y por su señalamiento de la abyección. En su contrapunto, la dominicana Rita Indiana nos regala con Asmodeo (Periférica) un soplo de aire fresco, y una celebración de la inventiva, con su cascada de sensualidad y gracejo, y toda esa fantasía onírica que se anuncia desde el título, nombre de un diablito maltratado por brujas, circunstancias y maleficios.
Pero hay mucho más que vale la pena leer. Por ejemplo, Tesis sobre una domesticación (Tusquets), de la argentina Camila Sosa —una historia contada por una actriz transexual, en la estela del humor, la sensualidad y el sentido crítico de la aclamada Las malas—. O Carnada (Tránsito), primera novela de la uruguaya Eugenia Ladra, que vuelve sobre ese gran tema que es la violencia. Y también Mecánica popular (Anagrama), del cubano Pedro Juan Gutiérrez, una colección de diecisiete relatos que radiografían la vida cotidiana en La Habana, Matanzas y Pinar del Río, con personajes que enlazan las distintas piezas. Erotismo y desparpajo se dan cita en un libro desenfadado, con un aparente trasfondo autobiográfico y momentos realmente hilarantes. A esos libros se pueden añadir también las entregas de los chilenos Diego Zúñiga y Cynthia Rimsky, el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa o la argentina Mariana Enriquez. No tanto la de María Gainza, que tras dos novelas deslumbrantes, nos trae en Un puñado de flechas una autoficción que no llega para nada al nivel de lo anterior.
Rita Indiana, el verbo hecho música
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En esta lista no falta el reportaje, con libros como La llamada. Un retrato (Anagrama), de la argentina Leila Guerriero, fruto de una amplia investigación en torno a una militante montonera represaliada durante la dictadura en su país, cuya peripecia vital —que incluye torturas y violaciones— se desgrana en sucesivas entrevistas. También está anclado en la realidad el inclasificable Ir a La Habana (Tusquets) del cubano Leonardo Padura, un recorrido por una ciudad mítica a través de un ángulo personal y de los propios textos —en una fórmula ya transitada por otros autores, como Juan Villoro para México con El vértigo horizontal—. Concebida como un canto de amor y también un modo de elegía, en su estructura de collage Padura incluye fragmentos de obras suyas y fotografías para intentar retratar esa "urbe suntuosa y coqueta", ajena y hostil a veces, pero que "figura entre las dotadas de alma propia".
El balance podría seguir extendiéndose, y muestra que la fecunda calidad de las letras de América vuelve a colmarnos de dones un año más. Sin olvidar ese regalo póstumo que ha sido el inédito de Gabriel García Márquez En agosto nos vemos (Random House), que a pesar de ser fruto de sus últimos días, ya enfermo, vale la pena sin duda. En definitiva, es evidente que la nave va.
* Selena Millares es escritora, sus últimos libros son 'Lámpara de madrugada' y 'Matrioska'. También es autora de las novelas 'El faro y la noche' y 'La isla del fin del mundo'.