Librepensadores
Qué bello tu nombre, eutanasia
Quién la encontrare. La buena muerte siempre ha sido una aspiración de la humanidad. Todo ser inteligente desea tener una buena muerte. Durante siglos atenazados entre la ignorancia y la superstición que promovían las religiones, la muerte se convirtió en un trance que podía durar inútilmente largos períodos de tiempo en los que el agonizante sufría interminables días o años su enfermedad, soportando la vergüenza de no estar muerto ni vivo, sino a merced de las despiadadas leyes de la biología, imposibilitado por la pérdida de funciones elementales, atormentado por el estado de dependencia al que el azar genético, médico, fisiológico condena sin remisión, entregado a la ferocidad de un virus, una bacteria, una mutación, un accidente que se ceba indiscriminadamente en niños o ancianos, madres jóvenes, hombres robustos que de buenas a primeras se convierten en anfitriones involuntarios de crueles huéspedes parásitos que ejercen una brutalidad ciega sobre la persona y su entorno afectivo que asistían impotentes al ritual de la mala muerte. A la ceremonia sádica y sin sentido de la agonía, el largo y doloroso estertor del adiós a la vida.
Este es el año en que los españoles podemos dejar de temer los réditos de las inútiles agonías y a sus endemoniados defensores. Los rentistas del dolor, el miedo, el horror. Aquellos residuos de un pasado de ignorancia en el que con la prosopopeya de quienes “dominan” los misteriosos resortes de la muerte, el averno y la oscuridad convirtieron en oro la agonía de los humanos, intercediendo a cambio de herencias, óbolos y caridades que llenaron la bolsa de quienes se inventaron la representación de la voluntad del altísimo que atormentaba inclemente los cuerpos de los que hasta ayer fueron bendecidos por gracia divina con modestos o copiosos bienes y que hoy, en el lecho del dolor eran sometidos a prueba por la inextricable providencia del excelso para decidir sobre la eternidad a la que destinarles según la generosidad que manifestaren los detentadores de patrimonios convencidos a través de la angustia, el desconsuelo, el acoso irreductible de llagas, ulceraciones y tormentos por medio de los cuales la divinidad expresa sus preferencias. El presagio mediante el que sólo aquellos iniciados, consagrados clérigos psicopompos, mediadores con los habitantes de la bóveda celeste, persuadían a los cuitados en el potro del tormento y que tan sólo con un gesto pondrían fin a la interminable tortura de la que sólo la muerte piadosa les liberará en este mundo…
Quienes hablan de campos de exterminio respiran por la herida, se duelen de la pérdida del poder que tantos patrimonios atrajo al haber de la Iglesia romana, promotora del temor al trance. Que se especializó en rentabilizar la asistencia a moribundos atormentándoles con los argumentos que sus manuales (véase Fray Luis de Granada) prescribían para llenar de congoja a quien sabe que nada se ha de llevar de este mundo y al que amenazan con la presencia, en unos minutos ante la divinidad que será benévola para los generosos arrepentimientos con la iglesia o inflexible para quien le niegue a los representantes del crucificado ciertos proindivisos, posesiones o bienes patrimoniales que ya no podrá disfrutar y que significan la prolongación del horror que vive para toda la eternidad, o el fin del tormento de una cruel agonía y la felicidad de una oportuna y generosa donación… Quienes se desempeñaron en la oscuridad de la humanidad con provecho, aquellos príncipes de la iglesia romana que hoy se revuelven por el fin del reinado del terror, del dolor, del miedo que alimentó sus caudales están sobrados de motivos y de desvergüenza para reclamar la vuelta a la tiniebla a las largas, angustiosas y productivas agonías que les proveen de ocasión de medrar y continuar capitalizando el dolor y el temor a la muerte de sus semejantes. Eutanasia, qué bello nombre. Bendita seas que nos libras de los horrores del azar y la rapacidad humana.
Fernando Pérez Martínez es socio de infoLibre