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Confinamiento

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Luisa Vicente

Quiero compartir lo que sentí un día de pandemia al recorrer algunas calles desiertas de Barcelona. Mi intención fue plasmar aquel mal sueño en unas fotos y desear que jamás volviera un episodio tan trágico y desolador como este.

Al traspasar el umbral de casa para salir a la calle me sentí totalmente desorientada. Un chorro de luz brillante, o eso me pareció, me cegó al impactar contra mis retinas. Caminé unos pasos y enseguida el poco ruido de la calle me despertó de aquella perplejidad. Percibí que el corazón de Barcelona latía muy despacio, diría que a menos de 60 latidos por minuto.

La ciudad se había desangrado por todas las vertientes urbanas que recorrían su cuerpo. Seguía siendo aquella ciudad dentro de una compleja y laberíntica geometría de sube y baja, pero no la reconocía. A pesar de todo, no me iría a vivir a ningún otro lugar, tenía decidido pasar aquí el resto de mi vida y nada cambiaria mi decisión. No soportaba verla vacía, sola, muerta, sin sangre en sus arterias. Barcelona sin nuestra gente no era mi ciudad, o mejor dicho, podría ser cualquier otra ciudad del mundo, menos la mía.

La imagen de guerra color plomizo que la impregnaba, aunque hiciera sol, quedó aferrada a mi memoria como la piel a los huesos. Algunos pedacitos de su historia habían rodado cuesta abajo hasta pellizcar mi estómago, otros quedaron en la partitura silenciosa de un pentagrama casi militar que desgarraba mi seca garganta, igual que los arbustos del parque desgarraban el manto gris que me cubría. La ciudad me asediaba de forma silenciosa. Una especie de almas deambulaban volátiles sin agitar apenas el aire. Ni un soplo de viento movían los columpios del parque infantil solitario por donde caminaba sin rumbo fijo. La avenida Gaudí aparecía igualmente solitaria y vacía. El paseo cuajado de hojas amarillentas habían caído al no soportar el peso de la gravedad. El olor húmedo que impregnaba la avenida me recordaba el que tienen los cementerios de los pueblos pequeños. La calma era infinita. Una grúa parada al otro lado de la avenida estiraba sus brazos hacia el nuevo edificio que quedó a medio construir en medio de la nada.

El duelo colectivo acompañaba el paso lento de la poca gente que pasaba cabizbaja por los alrededores de la basílica de la Sagrada Familia. Los acontecimientos más escabrosos sucedidos durante tantos meses de pandemia, yacían bajo tierra a modo de un décimo de lotería con una cifra de cinco números: 45.784. Cuarenta y cinco mil setecientos ochenta y cuatro muertos por Covid a fecha de aquel día. No le tengo miedo a los difuntos, pero sí a la soledad que les acompañó hasta su tumba. Si hubiéramos dado la vuelta al mundo habríamos visto el mismo cuadro, las mismas formas, y los mismos colores que tenía Barcelona aquella mañana.

En todas partes del globo el pulso latía lento y apagado, igual que el de los enfermos que se agarraban a la vida intentando respirar con un respirador en los hospitales. Al entierro diario al que asistíamos sin entender nada, se sumaban los otros muertos, los familiares y amigos que no veíamos ni abrazábamos desde hacía tiempo, mientras los que habían perdido el ánimo, la ilusión, el trabajo, la esperanza y la salud esperaban en el corredor de la muerte.

Todo se había vuelto incertidumbre con el paso de las semanas. Aparecían situaciones difíciles de convivencia en las propias casas, donde se mascaba la soledad aunque vivieran en compañía. La soledad de los ancianos que habitan solos en sus casas es distinta, esa soledad de miedo y honda tristeza se agarra al desconchado de las paredes en habitaciones oscuras que no pintan desde hace mucho tiempo, tanto que ya ni recuerdan para poder contarlo, en dormitorios llenos de recuerdos y fotografías amarillas y desgastadas de seres queridos que no ven desde hace años, pero que siguen a la espera al menos de alguna carta, alguna llamada porque aún viven en su recuerdo.

Respeto a los que han fallecido, a las personas que amamos y más nos importan, y esperanza de poder expresar la calidez de la cercanía con abrazos, sonrisas sin mascarilla, caricias, conversaciones frente a frente, miradas a los ojos, a las que devolveremos los mismos abrazos, las mismas sonrisas, las mismas caricias, las misma palabras, y las mismas miradas.

Habrá tiempo para que la tragedia que estamos viviendo se nos quede dentro sin herirnos demasiado, como ocurre con esas pérdidas que nunca olvidamos y nos acompañan durante toda la vida.

Luisa Vicente Santiago es socia de infoLibre

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