Sobre algunas prendas

Mercè Carandell

He visto los premios de infoLibre y me he asombrado al ver, entre los premiados, a una mujer con hiyab, esa pieza de ropa destinada a tapar una pecaminosa parte de su cuerpo: su pelo —bueno, su pelo, sus piernas y no sé qué más—.

Soy devota admiradora de Najat El Hachmi y de la ya fallecida Fatima Mernissi. De la primera, que está vivita y coleando, no me pierdo ninguno de sus libros, agradezco lo que nos cuenta y aprendo muchísimo de ella. La escucho cuando nos advierte de la infinita confusión de la izquierda europea, aparentemente tan respetuosa con las costumbres de otros pueblos. Y de como hemos —han, porque yo no— mordido el anzuelo de los islamistas más extremos. 

El hiyab es tan costumbre para las musulmanas como la mantilla lo es para mí. ¡Claro que mis antepasadas la llevaban! ¡Claro que yo también me la he puesto durante el poco tiempo que fui a misa! Teníamos a Franco, a los vengativos curas susurrándonos, entre calentorros y cabreados, lo pecaminoso que era nuestro cuerpo; a la Sección Femenina preparándonos para ser buenas esposas y devotas madres. A mí todo eso me duró poco. Un día, cuando tenía quince o dieciséis años, en la puerta de mi casa —volvíamos de misa con mi madre y mis hermanos pequeños— declaré antes de entrar:

—No pienso pisar una Iglesia nunca más.

—¡PLAF! 

La sonora bofetada que mi progenitora me arreó —tal vez la primera de mi vida— resonó en todo el edificio, pero desde entonces quedó claro que la función se había acabado: los domingos me dejarían en paz. 

La chica que limpia mi piso, una gran amiga con la que me he ido de vacaciones, es marroquí y lo tiene clarísimo. He hablado muchas veces con ella. Deberíais oír lo que opina del velo. 

Jamás tendría en mi casa una mujer cubierta con el hiyab. Nunca. Como tampoco, si tuviese un perro de compañía, le pondría un bozal. No sin ningún motivo más que una creencia absurda que ni siquiera está en el Corán. Primicia: la mantilla tampoco figura en la Biblia. Y aunque figurase, tampoco la llevaría, hasta aquí podíamos llegar.

Jamás tendría en mi casa una mujer cubierta con el hiyab. Nunca. Como tampoco, si tuviese un perro de compañía, le pondría un bozal. No sin ningún motivo más que una creencia absurda que ni siquiera está en el Corán

La primera vez que fui a Marruecos con mis hijos gemelos, en el año 1985, no vimos ni a una sola mujer con el maldito velo, aparte de viejas vestidas de negro, que se podían contar con los dedos de una mano, en todo el país. Qué cabreo tuve entonces, tanto que les hubieran gustado a mis niños y nada de nada. Qué cabreo tengo ahora cuando a los de mi misma opinión —eso sí, hombres— se les cruzan los cables y confunden el culo con las témporas.

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Mercè Carandell es socia de infoLibre.

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