Juan Cárdenas se encontraba la semana pasada en Madrid ultimando los detalles de la exposición que ha comisariado a medias con Daniel Silvo: Acorazado Patacón. La muestra, abierta en la Tabacalera de Madrid hasta el 12 de abril, plantea un repaso visual por lo más nuevo de la creación colombiana, país del que él es originario. De la mano de 14 artistas, quiere bucear en la identidad nacional a través de la idea de la “alegoría platánica”: madre del patacón, una tostada frita que se come tanto dulce como salada, la propuesta busca transformar, como se transforma esa fruta, “lo simbólico en alimenticio, lo naturalizado en artificio dialéctico, lo instrumental en herramienta de pensamiento crítico, lo mítico en lo popular”.
El mismo Juan Cárdenas se encontraba la semana pasada en Madrid presentando su última novela, Ornamento (Periférica), el relato de un científico que consigue dar con la fórmula de una nueva droga sintética, de consecuencias relajantes y erotizantes y sin efectos secundarios, salvo uno: solo funciona en las mujeres. Casado con una artista plástica, el protagonista emprende los preceptivos tests para probar el narcótico en cuatro sujetos, todos femeninos. En un espacio literario donde lo lisérgico se entremezcla con lo fantasmagórico y lo real, una de esas mujeres, la número 4, empieza a intimar con el investigador, hasta formar un trío con él y su esposa. Esta, en paralelo, se sumerge en su propia creatividad, cada vez más diluida en esa indefinida atmósfera alucinógena.
Como en otra relación a tres bandas, la del también traductor Cárdenas con el arte como comisario y como autor de una artista imaginaria, el joven escritor (Popayán, 1978) se erige en exponente de una cuestión de actualidad estos días: la de la vitalidad de la escena artística contemporánea en Colombia, país invitado de esta edición de Arco, que abre sus puertas este miércoles 25. También es prueba viviente de la efervescencia literaria del país latinoamericano, si bien vista desde la perspectiva de los emigrados: aunque a día de hoy vive a caballo entre su país y Ecuador, el escritor se convirtió en tal en el mismo Madrid por el que transitaba estos días, y en el que vivió durante 15 años. Una coyuntura que, señala, comparte con muchos de sus colegas y compatriotas, los anteriores y los contemporáneos, que tradicionalmente han dado forma a las letras colombianas desde la distancia.
Pregunta. Este es un libro al que atraviesa un concepto de fondo, la idea de lo femenino: cómo viven las mujeres hoy en contraste con los hombres, y todo contado desde el punto de vista de un hombre.
Respuesta. Yo siempre he creído que más allá de los que puedan pensar desde la ortodoxia de la corrección del lenguaje, hablar de cosas delicadas, de minorías, de género, de este tipo de cuestiones sobre las que siempre hay un especial cuidado a la hora de tratarlas, me parece que en realidad tenemos ese problema porque ese lenguaje no existe. No existe un lenguaje donde podamos realmente evitar la discriminación, la misoginia o el racismo. Por tanto, tratar de generar artificialmente las condiciones de ese lenguaje –en la vida cotidiana, ya no hablo solo en la literatura-, me parece un despropósito político, porque es un mecanismo por la vía de la represión, más que por la vía de la construcción de un lenguaje.
Entonces, yo creo que la literatura puede hacer eso: la literatura sí puede instalarse en una región difusa, en la que todas esas paradojas ideológicas salen a la luz. Obviamente este es un libro sobre la misoginia, pero es inevitablemente un libro misógino. Estoy hablando todo el rato de la misoginia, pero no puedo escapar de los condicionamientos que están produciendo ese lenguaje. Y sin embargo, trato de encontrar un punto de fuga. Esa es la lucha del libro. No hay un lenguaje que nos permita dejar de ser misóginos, y eso me parece sumamente interesante, y creo que si existe un espacio en el lenguaje de lo literario es precisamente para instalarse allí, para tratar de crear esos nuevos lenguajes. O al menos para acotar los territorios en los que esos lenguajes se moverían.
P. Planteas, además, una relación profunda entre el sueño, el arte y la droga.
R. Si te fijas bien, es muy interesante el modo en que el arte y la droga en las sociedades capitalistas contemporáneas entran en juego. No es casual que los ambientes del arte estén llenos de droga, como me imagino que en el mundo circense también, o en la propia medicina, que son los mayores yonquis, los médicos. No digo que sea especialmente yonqui la idea de arte, pero creo que sí es interesante el paralelismo porque te está marcando un esquema de deseos que tiene la sociedad actual, en la producción de imágenes y en la producción de experiencias. El capitalismo lo ha hecho tan bien que es una gran máquina de negar experiencias. Parece que estamos viviendo todo el rato experiencias, pero es al revés, nos las suprime, no tenemos experiencias. No sabría ni siquiera cómo llamarle a eso que vivimos cotidianamente. El arte es uno de esos pocos territorios donde podría atisbarse una simulación de la experiencia, aunque sea un atisbo, un punto de perspectiva en el horizonte.
Con las drogas pasa lo mismo: las drogas te están haciendo todo el rato esa promesa de que vas a vivir una experiencia que no has vivido. Y me parece bien sintomático que esas dos cosas discurran todo el rato en el arte. Yo vengo de un país donde curiosamente esas dos cosas son muy importantes: el arte es muy importante en la historia, y eso apenas se viene a saber en el resto del mundo. Hace relativamente poco, pero nosotros tenemos una tradición plástica importante en las últimas décadas, una escena muy vital. Y por otro lado, en paralelo, está la droga, que atraviesa la historia de Colombia y la parte en dos. Entonces, yo quería escribir sobre esos temas, pero en realidad no es que me planteara escribir sobre esos temas, es que te empiezas a plantear problemas de índole narrativa, y acaban necesariamente en esos lugares que te obligan a una toma de posición: a pensar en esas cosas, a informarte, a leer, a estudiar.
P. Precisamente quería preguntarte por el papel del arte en Colombia, que ahora está muy de actualidad como país invitado de Arco.
R. Esto viene ya de hace décadas. Hace poco contaba que en un periódico de Colombia hace un tiempito salió en la página de avisos un listado enorme, que ocupaba una página entera, de bienes de arte incautados a los narcotraficantes por las autoridades colombianas, y que salían a remate. Esa página del periódico ya era casi por si sola como un ready-made, una obra ya hecha, no hacía falta agregarle nada, y era una radiografía de lo que había sido el arte en los 80 en Colombia, y su vínculo perverso y terrible con el fenómeno del narco. Se generó una burbuja especulativa increíble que generó una auténtica industria de falsificadores de obras de Botero, Obregón… Para nosotros, ese tipo de marcas son tremendas.
Por supuesto, habrá quien quiera evadir estas cosas y creer que el arte está allá en una esfera superdistinguida, pero no, el arte está en la calle, y el arte está sucio, dentro de la suciedad de la historia, el hollín de la historia ensucia el lienzo. Y eso en Colombia es muy llamativo. Y creo que el arte contemporáneo colombiano, al menos el más potente, es un arte que tiene una relación interesante con todo ese legado. Se sabe parte de una serie de problemas, y eso se nota. Aunque luego, las soluciones formales de cada uno son distintísimas, muy variadas.
P. Respecto a las drogas, que construyen el relato, he percibido una crítica a la no legalización, ya que si se legalizaran se perdería un gran negocio.
R. Yo nunca quiero plantear un mensaje ni quiero plantear una crítica. Te hablaba antes de la necesidad de construir lenguajes que todavía no existen, y al hacer eso, hacer una crítica creo que es una cosa inocua, no sirve para nada y de hecho casi como que está fuera del juego formal que yo estoy planteando. Obviamente, lo que yo pueda opinar con respecto a eso como ciudadano es otra cosa. Dentro de la novela creo que no hay una intención de que salga una denuncia o mensaje, nunca en ninguno de mis libros esa ha sido la intención. Las cosas salen, obviamente. El ciudadano autor aparece y se cuela por todas partes, pero es accidental. Ahora, si me preguntas por lo que yo opino, obviamente soy un partidario acérrimo de la legalización. Hace falta ser un idiota o un cínico para no darse cuenta de que si Colombia está metida en una guerra hace décadas es por culpa en gran medida de la política antidrogas marcada por EEUU.
P. No hay denuncias, ni criticas, pero sí comentarios, también sobre la diferencia de clases: la novela habla de cómo se perciben unas personas a otras en relación con el puesto que ocupan en el escalafón social.
R. Eso es una cosa que ya vengo trabajando desde los libros anteriores. Y me interesa mucho precisamente porque pertenecer a una clase no es solamente gozar de determinados beneficios o carecer de ellos, sino que es acceder a un tipo de experiencia vital o no acceder a ella. Entonces, yo te diría que la diferencia entre unas clases y otras es a veces de índole ontológica, epistemológica. Hay una incapacidad de parte de ciertos estratos elevados en una sociedad tan llena de castas y subcastas como Colombia para acceder a lo que sería la experiencia de otra casta. Hay una dificultad casi ontológica de acceder a esos espacios, y sin embargo, como al final no se trata más que de un ejercicio de represión, mi tesis –y es algo que vertebra casi todos los libros- es que uno lleva en el cuerpo y en la memoria las marcas de toda esa fractura. Y la ficción arranca por ahí: por la necesidad de tratar de acceder a esos espacios que te han sido vedados y que no puedes conocer, a esas cosas que no puedes sentir.
P. Por lo que explicas, hay una solución de continuidad en tu obra: ¿es algo que vas a mantener?
R. Yo empecé unas novelas que todavía no sé cuándo van a acabar. Empecé con Zumbido, que es mi primera novela, y en las otras novelas se tocan desde distintos ángulos cuestiones muy similares, con variantes. Yo diría que en algún momento, cuando decida terminar el ciclo de novelas, querría meterlas todas en un volumen, porque son todas novelas cortas. Me gusta más ese género, porque te da todo el punch y la contundencia que puede tener un poema o un relato y además tienes la posibilidad de explayarte y de perderte un poco en determinadas zonas. Te da la posibilidad de la digresión y por otro lado tienes toda la contundencia poética y de imágenes y de espontaneidad. Sí hay una continuidad. Las tres novelas que llevo publicadas hasta ahora son muy distintas la una de la otra pero sí forman parte de un proyecto más grande.
P. Otro gran tema que tiñe esta novela es la oposición entre razón y conciencia, algo que citas explícitamente: ¿es también una constante en tu obra?
R. Sí, la realidad como constructo o como cuento, la realidad como un cuento que estamos tejiendo todo el rato entre todos. Eso está ahí, pero me da risa lo de la conciencia y la razón porque yo generalmente contrabando en los libros: por un lado no menciono nunca nombres, no hay referencias explícitas a nada, sin embargo voy dejando caer pequeños trozos que vienen de ensayos, poemas, textos filosóficos, o incluso canciones populares, que me suelen gustar mucho, y cuyos estribillos me parecen muy graciosos. Entonces, los meto por ahí en medio y los dejo que hagan cosas. Y eso de la conciencia y la razón es de una canción de salsa, que a mí no me gusta la canción propiamente dicha, pero me parece gracioso que la letra en un momento dado diga eso: no se ponen de acuerdo la conciencia y la razón. Hago ese tipo de juegos todo el rato, de meter citas perdidas. El que lo pilló, pues bien, y si no, no pasa nada tampoco.
Juan Cárdenas se encontraba la semana pasada en Madrid ultimando los detalles de la exposición que ha comisariado a medias con Daniel Silvo: Acorazado Patacón. La muestra, abierta en la Tabacalera de Madrid hasta el 12 de abril, plantea un repaso visual por lo más nuevo de la creación colombiana, país del que él es originario. De la mano de 14 artistas, quiere bucear en la identidad nacional a través de la idea de la “alegoría platánica”: madre del patacón, una tostada frita que se come tanto dulce como salada, la propuesta busca transformar, como se transforma esa fruta, “lo simbólico en alimenticio, lo naturalizado en artificio dialéctico, lo instrumental en herramienta de pensamiento crítico, lo mítico en lo popular”.