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La película que se adelantó medio siglo al #MeToo reaparece manteniendo toda su rabia y angustia

Fotograma de 'Not a pretty picture'

Hace unos cuatro años, entrevistado por Francesc Miró, el veterano director José Luis Garci aseguraba sin despeinarse que “en España no saldrá nada de #MeToo”. El firmante de El crack respondía así de atolondradamente —“nunca he visto nada eso en nuestro cine”, insistía— a un malestar sociocultural que a nuestro país no le quedaba otra que importar de EEUU En Hollywood, desde 2017, había venido teniendo lugar una serie de acusaciones y denuncias contra figuras poderosas de la industria, cuyo resultado palmario fue el definitivo arresto y condena del productor Harvey Weinstein. Garci, por su parte, no pensaba que algo así pudiera ocurrir en España. Y es cierto que no ha ocurrido, todavía.

Pero quizá está empezando. Luego de un escándalo sexual durante la gala de los premios Feroz del año pasado, las primeras semanas de 2023 han conjurado una tormenta perfecta que bien podría suponer el inicio de algo: una historia alternativa a la que contarían personas como Garci. En enero tres mujeres acusaron a Carlos Vermut de violencia sexual dentro de un reportaje de El País, para que acto seguido otro director español, Armando Ravelo, se retirara al admitir haber incitado sexualmente a una menor de edad. Lo ocurrido en los últimos días de febrero ha seguido una sintonía similar, incluyendo nuevas acusaciones contra el director de Magical Girl. El día es largo y oscuro era una película de Julio Hernández Cordón que iba a proyectarse en el Festival de Málaga. Tras darse a conocer denuncias por violencia de género contra Hernández Cordón, la proyección se ha cancelado.

La resonancia de estos acontecimientos ha ido más allá de lo industrial, o lo meramente noticioso. El 21 de febrero Jara Yáñez firmó un rotundo editorial en calidad de directora de Caimán Cuadernos de Cine, principal publicación sobre crítica de cine en España. Yáñez reclamaba entonces un compromiso contra la violencia sexual ejercida desde el poder que trascendiera el pensamiento cinematográfico y las propias películas: una crítica politizada que reivindicara “la potencialidad del cine como herramienta valiosa para explorar lo complejo, para abrir el debate, hacer avanzar el pensamiento y, sobre todo, para colaborar a romper con la indiferencia, el silencio o el olvido encubridor y cómplice”. 

En su texto, Yáñez reparaba además en la cercanía del estreno de Not a pretty picture. Un documental que vio la luz originalmente en 1976, cuya reaparición viene a culminar esta tormenta perfecta. O más bien a seguir preparando el terreno para que, finalmente, cale.

Algo cambió en los 70

El mismo título lo dice, Not a pretty picture. No cabe esperar aquí una “película bonita”

El título formula un acto de negación, que empezó a materializarse en el momento en que Coolidge pudo ver… No Lies: un cortometraje del 73 donde una joven le contaba al director Mitchell Block su experiencia con la violación. A Coolidge le irritó lo sensacionalista del planteamiento, al tiempo que era empujada al recuerdo de una experiencia similar que había sufrido con 16 años. Esa fue la semilla para dirigir Not a pretty picture, que hoy Atalante Cinema trae a salas españolas en versión restaurada.

Not a pretty picture no pudo disfrutar originalmente de un recorrido comercial. Financiado por una subvención del American Film Institute, pudo verse en escenarios del estilo del Festival de Cine de Utah (renombrado poco después como el Festival de Sundance), para que, según Coolidge fuera consolidándose como directora comercial, cayera en el olvido. Luego de Not a pretty picture Coolidge pudo tener una carrera sólida, entre éxitos populares (como La chica del valle, que dio a conocer a Nicolas Cage en 1983) y abundantes telefilms. El “redescubrimiento” de Not a pretty picture llegó en 2022, a través de una oportuna restauración a manos de la Film Foundation liderada por Martin Scorsese.

Un año más tarde fue seleccionada por la directora Céline Sciamma (Retrato de una mujer en llamas) para una proyección especial en el Festival de Berlín. El presente se ha visto obligado a reclamar Not a pretty picture, como en su día la obra de Coolidge estuvo marcada también por ese tiempo verbal. Y es que, aunque la historiografía oficial haya convenido en olvidarla, Not a pretty picture no estuvo sola en su génesis. La película tomó forma en medio de un terremoto global que aglutinaba estética y política, y de hecho pudo verse en paralelo al estreno (también en 1976) de Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles. La que hoy está considerada, acaso oficialmente, mejor película de la historia.

Sight & Sound así la nombró a finales de 2022, en una lista que causó agudas disensiones entre la cinefilia. Los votantes reunidos por la prestigiosa publicación británica coincidieron en celebrar el valor transhistórico de la película de Chantal Akerman, y la crítica Laura Mulvey estuvo encargada de escribir el texto correspondiente. Una designación que no era casual pues Mulvey, un año antes de la confluencia de Jeanne Dielman y Not a pretty picture, había escrito un influyente ensayo titulado Placer visual y cine narrativo. Donde, en sintonía a Akerman y Coolidge, sancionaba una ideología omnipresente en el cine convencional, que había que criticar y atacar con urgencia. La ideología que primaba la mirada masculina.

“Si se trata de desafiar a la corriente cinematográfica dominante y el placer que proporciona, es necesario minar estos códigos y la relación que mantienen con las estructuras externas”, escribió Mulvey en 1975. La opresión patriarcal estaba implícita en el modo en que el público siempre se había relacionado con el cine, y Mulvey pasaba a denunciar subrepticiamente —en torno al sujeto-mujer que solo aparecía en pantalla para ser mirado— una posible cultura de la violación. Coolidge, por su parte, lo pudo denunciar de forma más frontal en Not a pretty picture. Pero, al partir de sus propias vivencias —y dejar parte de sus resultados a disposición del experimento y el azar— logró algo más vívido que un ensayo riguroso, o programático. Por eso es una película tan impactante de ver a día de hoy.

La verdad que queda entre la ficción y la realidad

El propósito inicial de Not a pretty picture era recrear la violación que Martha Coolidge había sufrido en 1962. Para ello Coolidge recurrió a la actriz Michelle Manenti —que también había sido violada cuando estaba en el instituto— como alter ego, y a Jim Carrington para interpretar al agresor. Pero el film no se compone únicamente de una dramatización de los sucesos, entrecruzando diálogos escritos e improvisaciones, sino que el metraje también deja hueco al proceso por el que se obtuvieron esas imágenes. Los ensayos, las conversaciones de Coolidge con los intérpretes, los estremecimientos de la directora cuando ve a Manenti pasar —aunque sea ahora de forma simulada— por algo parecido a lo que ella pasó.

Not a pretty picture es, pues, tanto una película como su making of, y teje sus ideas entre las correspondencias de la ficción que se está creando y las condiciones de su producción. Percibimos, entonces, el proyecto de Martha Coolidge como algo que se construye sobre la marcha, y a cuyo comienzo la directora y guionista no parece tener muy claro qué quiere conseguir. A posteriori, la misma Coolidge afirmaba que el proceso en sí —y no la planificación original— le había ayudado a afrontar el trauma. “Fue bueno usar ese formato, porque significó que debía entenderlo más claramente para mí misma”, ha explicado recientemente. “Tenía que ser capaz de explicar lo que me había ocurrido a otras personas”. 

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En este proceso era clave hablar con los intérpretes, de forma que Coolidge pudiera generar una complicidad con Manenti al tiempo de, sobre todo, discutir con Carrington. Puede que las conversaciones con este actor integren los segmentos más significativos de Not a pretty picture, por la confusión que Carrington manifiesta al ejecutar esa violencia, extrapolándola a su propia educación de género y las ambivalencias sobre el consentimiento. Carrington llega a justificar ciertos comportamientos, algo que Coolidge no censura abiertamente por haber dejado hueco al diálogo y la duda. Y por hallarse ella misma, también, en plena interiorización de lo que implican estas conversaciones y performances coordinadas.

“Cuando los actores hacen algo todo se vuelve más real que repetirlo en mi cabeza”. Coolidge entendió algunas cosas con Not a pretty picture, confrontando sus recuerdos con el simulacro de la ficción y repasando, de paso, una familiar trayectoria de sucesos más allá del crimen. En sus segmentos ficcionados la película también rastrea consecuencias: el estigma y vergüenza que sufrió Coolidge tras lo ocurrido, la búsqueda de alguien con quien compartirlo en confianza —su antigua compañera de escuela, Anne Mundstuk, accedió a interpretarse a sí misma—, y siempre desde esa voluntad espontánea, indagando en un misterio que aún no tenía suficientes herramientas (teóricas, legales) para aclarar.

Not a pretty picture carece de catarsis: es tan anticlimática como la vida misma, como esa violencia estructural y cotidiana que es incapaz de producir sentido”, ha escrito Noah Benalal del film. “No trata de buscarlo, no hay mayor teatralidad que el compromiso de la recreación de una escena”. El film solo deparó entonces un autodescubrimiento íntimo, sin intención de sentar cátedra, al que el devenir histórico ha convertido en una presencia tan visionaria como incómoda. Todo está ahí, si nos atrevemos a mirar. Martha Coolidge se atrevió, y ojalá haya sido suficiente medio siglo para aprender de esa mirada.

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