Comparar el feudo cinematográfico entre Marvel y DC Comics con la carrera espacial es estirar demasiado la metáfora. No solo porque no representen dos bloques de geopoder distintos –en todo caso, lo yanqui y lo más-yanqui-todavía–, sino porque ni siquiera es una carrera con riesgo real: un contendiente va de forma sistemática y perenne por delante del otro. Flash, la película de DC con Ezra Miller que se estrena esta semana y venía a reparar el honor de una marca siempre a la zaga, ha salido rana y no hace más que confirmar su inferioridad. Si revoluciona algo, es el sentido de la propia competición: está más claro que nunca que ambas partes se han olvidado de hacer películas y se han retirado al negocio de los juguetes.
Así lo sugiere Michael Shannon, uno de los intérpretes del filme, al describir su experiencia durante el rodaje en una entrevista: “No voy a mentir, no fue demasiado satisfactorio para mí como actor. Estas películas de multiversos son como si alguien se pusiera a jugar con muñecos de acción”. En esta última, Shannon da vida de nuevo al villano alienígena Zod, al que interpretó en El hombre de acero en 2013. Así es Flash: una excusa dramática para justificar un repaso onanista por la biblioteca de adaptaciones cinematográficas de los superhéroes de DC, siempre ambivalente entre la autoparodia y el ladino autohomenaje.
La excusa, en concreto, es Maribel Verdú. La actriz madrileña interpreta en Flash a la madre de Barry Allen, el justiciero corredor que da título a la cinta. La mujer fue misteriosamente asesinada cuando este era un niño, dejando a su padre como el único sospechoso y condicionando que el joven adquiriera luego en un accidente el poder de la velocidad. Ya veinteañero, más o menos acostumbrado a llevar el disfraz rojo y amarillo y convencido de la inocencia de su padre —que está a punto de ser condenado por el crimen—, Barry decide viajar al pasado para salvar la vida de su madre. Al correr de vuelta al futuro, descubre que su ¿presente? ha cambiado más de la cuenta.
Esa, decía, es la excusa dramática que abre las compuertas del cosmos cinematográfico de DC para que entre el multiverso a plena potencia. Indiscutible concepto de moda en el cine espectáculo contemporáneo, el torrente de las dimensiones paralelas no remoja más que mínimamente a un público entumecido cuya capacidad de sorprenderse ante este tipo de pantomimas no deja de decrecer. El agua fresca se empantana rápido y forma un cenagal de dos horas y media capaz de tragarse cualquier idea apañada.
Flash llega aquí encandilada por la jugada multiversal que la casa competidora lleva practicando con mejor suerte un lustro. Por esas fechas, DC se atrevía también con un evento similar en la serie The Flash y, de hecho, fue esta editorial y no la de Stan Lee quien introdujo el tropo del viaje a Tierras paralelas en la historieta de superhéroes mainstream. El tebeo, de 1961, era precisamente uno del corredor. Sin embargo, con Marvel Studios capitaneando durante décadas el sector del cine-cómic y los intentos serios de llevar a cabo una película de Flash sucediéndose sin éxito desde 2004, la oportunidad de DC de apropiarse del truco del multiverso a través del velocista se ha ido anquilosando.
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La de Ezra Miller es la película con la que se intenta consumar el enésimo reinicio del universo DC. O encarrilarlo, más bien, buscando que se parezca a Marvel en lo bueno —la rentabilidad económica y la identidad de marca— un guirigay corporativo cuya breve historia puede trazarse hasta el nacimiento de la visión megalómana para una saga de sagas desplegada por el cineasta Zack Snyder, que se estrelló de frente con las ambiciones planas de Warner Bros. Su conflicto culminó en la revuelta digital del #SnyderCut —no hay líneas suficientes en este HTML para explicar aquello— y el remontaje de La liga de la justicia, que había querido ser la Vengadores de DC, en un mastodonte de auteur de cuatro horas. Flash son los escombros de todo ello.
La película ejecuta su pirueta multiversal en tres niveles: primero, introduciendo, con la excusa de los mundos paralelos, nuevos personajes que son versiones alternativas de otros conocidos; segundo, recuperando la continuidad de los filmes más recientes de la marca para tratar de dar fuste a semejante enredijo; y tercero, alargando el brazo nostálgico hasta límites insospechados para sobornar al espectador con algunos de los guiños, referencias y guest starrings más lastimeros que se han visto en toda la historia del cine de superhéroes.
Flash, que tiene sus pocos destellos de inventiva puestos todos en la gracia innata de Miller, está dirigida por el argentino Andy Muschietti, llegado a Warner desde el cine de terror y las adaptaciones de Stephen King. No obstante, la dimensión de su ridículo se mide mejor atendiendo a los créditos del guion, que firman Christina Hodson y Joby Harold. Ellos, curiosamente, han escrito las dos últimas películas de la saga Transformers, capaz de hacer de unos juguetes convertibles material de blockbuster. La intuición de Michael Shannon en aquella entrevista fue infalible. O tal vez el actor fuera consciente de la conexión y, en consecuencia, de la debacle de un papel que una vez creyó profundo y complejo. En cualquier caso, Flash ha terminado por tirar el cine de encapuchados al baúl de los juguetes. No creo que nadie, niño o adulto, vuelva a sacarlo de ahí.
Comparar el feudo cinematográfico entre Marvel y DC Comics con la carrera espacial es estirar demasiado la metáfora. No solo porque no representen dos bloques de geopoder distintos –en todo caso, lo yanqui y lo más-yanqui-todavía–, sino porque ni siquiera es una carrera con riesgo real: un contendiente va de forma sistemática y perenne por delante del otro. Flash, la película de DC con Ezra Miller que se estrena esta semana y venía a reparar el honor de una marca siempre a la zaga, ha salido rana y no hace más que confirmar su inferioridad. Si revoluciona algo, es el sentido de la propia competición: está más claro que nunca que ambas partes se han olvidado de hacer películas y se han retirado al negocio de los juguetes.