Hace unos meses Sean Price Williams abrió un melón muy saludable, de esos capaces de plantear giros fructíferos en la conversación cinéfila: ¿y si A24, la productora independiente que está sacudiendo Hollywood, fuera en realidad un timo? Williams, que ya había proyectado The Sweet East en la Quincena de Realizadores del anterior Festival de Cannes, se preguntaba hasta qué punto podíamos considerar alternativa la producción de esta empresa. “A24 no es indie. Es un estudio, una fábrica. Y sus películas no son películas, sino fórmulas matemáticas”, aseguró. Había quien podía considerar este aserto como hipócrita –el mismo Williams se había beneficiado del impulso de A24 al firmar la fotografía de Good Time, de sus colegas los hermanos Safdie–, pero igualmente servía como llamada a la prudencia en lugar de festejar acríticamente su labor.
El entusiasmo colectivo por A24 es inseparable del momento actual de la industria de Hollywood, polarizada entre películas de altísimo presupuesto –vinculadas en general a las propiedades intelectuales– y películas de presupuesto ínfimo. En esta división A24 promueve esas películas de presupuesto medio de toda la vida, pero con una porción de mercado tan concreta que ha conducido bien a la sobreabundancia de sus títulos –solo en lo que llevamos de año han llegado a España La zona de interés, Dream Scenario, El clan de hierro, Sangre en los labios y Civil War–, bien al inevitable perfilado de una fórmula, que sin importar el director ya conduce al cinéfilo avezado a identificar fácilmente la etiqueta A24. Williams parece creer, entonces, que no hay tanta diferencia entre A24 y el blockbuster de IP, y aboga por un cine independiente distinto, en los márgenes que habrían dejado el reinado noventero de Miramax y las circunstancias actuales.
¿Cuáles son esos márgenes? Pues unos que no apuntan a ser capaces de superar el estilo mumblecore de los 2000 y 2010 –llamado así por sus balbuceos y diálogos inaudibles–, y que participan de una escuela casi tan delimitada como la de A24 y la élite hollywoodiense. Es un movimiento independiente, en resumen, donde todo el mundo se conoce y comparte proyectos, a poca distancia de los entornos académicos. Con The Sweet East sucede por ejemplo que su guion está firmado por Nick Pinkerton, crítico de cine que ha escrito en The Guardian o Sight & Sound, mientras que el productor es Alex Ross Perry: referencia indispensable del actual indie estadounidense, cuyas películas se han beneficiado puntualmente de la ecléctica fotografía de Williams. De modo que Perry ha querido ayudar a este fiel colaborador en su debut como director.
Esta genealogía, combinada con la antipatía que transmiten ciertos códigos de The Sweet East –en demasiadas ocasiones parece una broma entre colegas, más irritante cuanto más listos se creen los colegas susodichos–, podría condenar la película a un nicho ingrato y aislado del mundo. Y no obstante, el currículum de Williams es lo bastante heterogéneo como para haber retenido las energías más valiosas de sus antiguos empleadores. Williams, como comentábamos, ha trabajado con los Safdie. También se hizo cargo de la fotografía de la enigmática Zeros and Ones de Abel Ferrara, una intriga inseparable de la confusión pandémica. De ambos cineastas Williams ha recogido su capacidad para coreografiar el shock, para insertar una tensión en sus imágenes que expresaran una nueva forma, la más frenética y angustiosa posible, de estar en el mundo.
La noción de shock resulta básica para comprender la propuesta de The Sweet East porque es una película que habla de los EEUU y, desde hace ocho años por lo menos, los EEUU están sumidos en el shock. El país más poderoso del mundo lleva ya casi una década anclado en una crisis de relato e identidad –algo catastrófico por cuanto la misma idea original de su nación descansa sobre una narrativa con la que se ha comunicado frente al mundo y frente a sí mismo–, y no es ninguna casualidad que la trama de The Sweet East dé comienzo con uno de los episodios inaugurales de esta crisis. Esto es, la teoría del Pizzagate que durante las elecciones presidenciales de 2016 desembocó en tiroteos y acoso a varios establecimientos del país, bajo la sospecha de que integraban una red de pederastia vinculada al Partido Demócrata. Del Pizzagate al asalto al Capitolio un lustro después solo hubo un paso, que Williams cifra en torno a la idea troncal de The Sweet East.
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Esta sería, básicamente, entender los actuales EEUU como un conglomerado de distintas sectas: grupos alterados y neuróticos que frente a la incertidumbre contemporánea se han anclado a unas creencias rocambolescas, cerradas, crecientemente paranoides. Así que The Sweet East, titulada así porque el viaje de la protagonista Talia Ryder se desarrolla a lo largo de la Costa Este, es un desfile de retratos de estos distintos grupos. Los pizzagaters, los Antifa, la progresía cultural que de forma arrogante se lleva sus diagnósticos sociales a la creación cinematográfica –donde se dejan caer los ahora tan de moda Ayo Edebiri y Jacob Elordi–, los colectivos islámicos o los supremacistas blancos. La caricatura que practica The Sweet East, sin embargo, es algo más esquiva de lo que sugiere el planteamiento, y la mejor prueba la encontramos en estos últimos, los supremacistas blancos. Que representa Simon Rex, en racha desde la formidable Red Rocket.
La estructura episódica de The Sweet East es deudora de Alicia en el país de las maravillas según los encuentros de la protagonista, siendo el profesor filonazi de Rex la creación más hilarante con diferencia del guion. La dureza de su discurso fascista contrasta con la vulnerabilidad que siente ante el personaje de Ryder y es la mejor cara del artefacto diseñado por Williams y Pinkerton, presto a calibrar el patetismo consustancial a estas formas desesperadamente rígidas de calibrar el presente de la nación. De la atención por este patetismo nace el tono de The Sweet East, ágil y juguetón, con una ligereza que descarta el ánimo tajante de, por ejemplo, el cruel capítulo de South Park que en ocasiones apuntaría a querer emular.
The Sweet East es más atolondrada y, sobre todo, más distante a la hora de comunicar posturas. Su estupenda factura, con un grano remitente al cine de los 70, no deja de fortalecer este impulso por retroceder ante cada mínima posibilidad de decir algo arriesgado, de sacar conclusiones inesperadas. The Sweet East resulta pues una película capaz únicamente de emitir confusión y risa incrédula, no tan ensimismada como Civil War –la versión A24 de esta fractura estadounidense–, pero igual de perezosa. Que, aún así, insinúa un camino. Una mirada no tan programada que quizá, cuando EEUU se haya convertido finalmente en un cráter, parecerá más pertinente que ahora.
Hace unos meses Sean Price Williams abrió un melón muy saludable, de esos capaces de plantear giros fructíferos en la conversación cinéfila: ¿y si A24, la productora independiente que está sacudiendo Hollywood, fuera en realidad un timo? Williams, que ya había proyectado The Sweet East en la Quincena de Realizadores del anterior Festival de Cannes, se preguntaba hasta qué punto podíamos considerar alternativa la producción de esta empresa. “A24 no es indie. Es un estudio, una fábrica. Y sus películas no son películas, sino fórmulas matemáticas”, aseguró. Había quien podía considerar este aserto como hipócrita –el mismo Williams se había beneficiado del impulso de A24 al firmar la fotografía de Good Time, de sus colegas los hermanos Safdie–, pero igualmente servía como llamada a la prudencia en lugar de festejar acríticamente su labor.