‘Borderlands’ es un nuevo síntoma de la degradación de Hollywood

Fotograma de 'Borderlands'.

El cel shading, o sombreado plano, fue una moda muy bonita dentro del diseño de videojuegos que, como toda moda, resultó pasajera. Consistía en aplanar las texturas de personajes, objetos y fondos de forma que remitieran a la animación en dos dimensiones, y su uso estuvo muy extendido durante la primera década de los 2000. Jet Set Radio, Zelda: Wind Waker o los juegos de Dragon Ball —ajustándose a sus orígenes anime— cultivaron esta estética con tal avidez que no se tardó en detectar algo de saturación, evidenciada por las ventajas facilonas que parecía implicar este cel shading. En el momento en que los desarrolladores se despreocupaban de detallar la superficie de sus diseños —no solo por las texturas, sino por cómo podían reaccionar a la luz— se chocaba con una suerte de techo técnico, a partir del cual parecía difícil avanzar. La búsqueda del realismo se congelaba gracias a un agradecido, y acaso monolítico, estilo cartoon

Superada esa década ocurrió algo curioso. Videojuegos como Ni No Kuni, un incomprendido Prince of Persia o el primer Borderlands habían llevado el potencial del cel shading a sus últimos estertores: en el caso del título de Gearbox Software que ahora salta al cine, combinando la aspereza de un first person shooter con la seducción comiquera de los dibujitos. Por mucho que Borderlands tuviera secuelas y se hayan dado éxitos tardíos como Hi-Fi Rush, el videojuego de gran presupuesto se apartó de esta estética al mismo tiempo que, glups, el cine de animación de gran presupuesto la acariciaba, y hallaba así una forma de renovarse. El cel shading murió al tiempo que en 2012 renacía como animación NPR (non-photorrealistic rendering) en un corto de Disney, Paperman, que anticiparía las películas del Spiderverso, Ninja Turtles o la serie Arcane

El gran cine de animación actual, ahora mismo y tal como sucedió en el videojuego dosmilero con el cel shading, cree que el NPR es un gimmick lo bastante poderoso como para prescindir del cuidado de otras áreas. Parece asumirlo como una cima en sí misma, donde para avanzar solo cabe aumentar la escala —como sucedió en Cruzando el multiverso, mucho más espectacular que la anterior Spider-Man a fuerza de esclavizar a los animadores— y ubicar una misma e infalible fórmula en los contextos que vaya tocando. Borderlands, la película que ha producido Lionsgate sobre esos videojuegos de Gearbox, se sustenta en esta misma estrategia. Solo que aquí no hablamos de estilos de animación tendentes a la pereza creativa, sino de retóricas blockbuster

La promoción de Borderlands no ha dejado lugar a la duda —y por si aún así quedaba alguna ha hecho sonar a la ELO en los tráilers— para que el público se imagine una nueva Guardianes de la galaxia. ¿Y qué asociamos a Guardianes de la galaxia? En primer lugar el rodillo de Marvel: homogeneidad de las formas y los argumentos. Pero en segundo lugar algo más específico: sobre la compleja genealogía que en su día edificó La guerra de las galaxias —y, por tanto, el blockbuster fundacional—, James Gunn añadió unas dinámicas particulares, pulidas según una ostensible simpatía hacia personajes pretendidamente outsiders que marcaba la diferencia. Como Gunn, además, viene de unas ligas gamberras similares a las de Eli Roth —él con la Troma, Roth con el torture porn de Hostel—, el encaje de Borderland en la fórmula parecería más orgánico que el de otro pálido clon como la reciente Dungeons & Dragons. Pero nada más lejos de la realidad.

Un año después de que Guardianes de la galaxia: Volumen 3 culminara el apasionado proyecto de Gunn y D&D fuera capaz de generar fandom, Borderlands demuestra que a esta moda le ha pasado lo mismo que al cel shading que definió los juegos en los que se basa. Nos lo hemos pasado muy bien con ella, Gunn ha hecho unas películas estupendas, pero esto simplemente no da más de sí. Hollywood no puede pretender que sigamos viendo esta ecuación como humana y amigable —por mucho que discutan estos personajes, por mucho descaro con el que empleen la violencia, por mucho Mötorhead que suene—, y sobre todo no puede pretenderlo si pone a los mandos a alguien como Roth: un cineasta que siempre ha sido un incompetente total y solo ha hecho carrera en Hollywood por una mezcla de bro culture y valores misántropos, que siempre cotizan al alza.

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El desprecio por la humanidad que espoleaba los primeros films de terror de Roth —en aciaga conjunción con los valores sionistas de los que no ha dejado de alardear durante la última crisis entre Israel y Palestina— no parecía en definitiva un buen precedente para que alguien se creyera Borderlands, y desde luego no hay quien se la crea: esta película de ciencia ficción ambientada en un planeta desértico llamado Pandora, donde criminales galácticos de la más baja calaña se disputan los recursos, nunca logra ni por asomo fingir que le espolea el afán juguetón de un Gunn. Ni siquiera de unos John Francis Daley/Jonathan Goldstein, que dentro de lo igualmente genérica que fuera Dungeons & Dragons sí parecían disfrutar moderadamente de lo que estaban haciendo. Es mucho más de lo que se puede decir de Borderlands: un subproducto desalmado que a duras penas parece que lo dirija alguien, y no solo porque esté incluso peor realizado que la media de Roth.

Ateniéndonos al historial de reshoots que ha experimentado Borderlands —con un montaje desastroso y la alta probabilidad de que Tim Miller haya venido a última hora a intentar salvar los muebles— ni siquiera sería lícito echarle toda la culpa a Roth. Como sucede con los últimos blockbusters (los buenos como Twisters y los malos como Deadpool y Lobezno) no dejamos de hablar de imaginarios estancados que tratan de prosperar tímidamente en una época ciertamente precaria para Hollywood. Solo que el caso de Borderlands es especialmente lamentable por el talento desperdiciado —el carisma de Cate Blanchett, la verborrea de Jack Black como un robot reminiscente al C-3PO de turno— y por el puente que establece con una época que parecía superada: aquella en la que era imposible llevar satisfactoriamente un videojuego al cine.

Sí, antes de The Last of Us, Fallout o la misma Super Mario Bros. donde Black también puso voz —producciones solventes, con un aparataje industrial bien afinado a la hora de administrar el reconocimiento del público gamer—, hubo unos años en los que las películas basadas en videojuegos acostumbraban a ser “malas”. No había un libro de estilo, no había un modelo asentado por el que se rigieran los directores y guionistas de turno, pero ahora sí lo hay. Y esta es justamente la última y principal desgracia que marca Borderlands: una película tan carente de personalidad, tan ortopédica e inane, que obliga a echar de menos hasta las mismísimas basuras de Uwe Boll. 

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