El estreno de Quién lo impide en 2022 puso a crítica, público e industria en un brete a la hora de categorizarlo: ¿se trataba de un documental o una ficción? Previamente, antes de darle la forma de esta obra de casi cuatro horas de duración, Jonás Trueba había sido algo más transparente: en su concepción original Quién lo impide constaba de cuatro mediometrajes donde parecía sencillo distinguir qué era qué, pero al ser ensamblados en una misma película estas divisiones quedaban inoperantes. La Academia, en cualquier caso, lo tuvo suficientemente claro como para darle el Goya a Mejor documental, asumiendo los dilemas de sus protagonistas como propios de personas “reales”, registradas tal cuales eran por la cámara de Trueba. Y aún así Quién lo impide, su retrato coral de la adolescencia, sostenía que forjarse una identidad era lo mismo que construir una ficción.
Trueba registraba el proceso según el cual varios chavales —representativos o no de una generación, en principio eso no era relevante— entendían quiénes eran por la adscripción entusiasta a una ficción construida en común. Con un enfoque tan particular no quedaba otra que desdibujar las barreras entre el documental y las narraciones que él venía tejiendo, aunque por otro lado dichas barreras ya estuvieran bastante maltrechas de serie. Así que no era descabellado considerar Quién lo impide una cumbre para Trueba, o desde luego un punto de inflexión que confirmó su siguiente trabajo, Tenéis que venir a verla. En sus últimos minutos, remitiendo sin sonrojo a El sabor de las cerezas de Abbas Kiarostami —cuyo modo de rodar y pensar es casi tan influyente en Trueba como el de Éric Rohmer—, Tenéis que venir a verla mostraba su propio making of, interrumpiendo bruscamente la narración para desnudar el artificio correspondiente.
¿Cuál era el motivo de esta brecha? Quizá el mismo que justifica que, durante Volveréis, el personaje de Itsaso Arana —actriz que introducía el giro susodicho en Tenéis que venir a verla— sea mostrado manipulando el montaje de una película cuyos fotogramas parecen ser los de la propia Volveréis. El trabajo que realiza junto a su compañero editor llega a intervenir en tiempo real en la película que vemos —a través de la música o del retoque de escenas—, con lo que no es tan sencillo como suponer que Alejandra (así se llama su personaje) esté exportando dramas íntimos a su labor profesional. Es decir, desde luego que sería inevitable que ocurriera eso porque Alejandro, su pareja, es uno de los actores de esa película ficticia. Pero no es una cuestión dramática o psicológica, sino discursiva. La manifestación reiterada de unos principios artísticos.
La constante evidencia de asistir a una representación autoconsciente aparece en otros rincones de Volveréis como la presencia de Francesco Carril interpretando a un actor amigo de la pareja, que resulta encontrarse rodando una serie real de próximo estreno —Carril llega incluso a describir su argumento—, y todo esto… podría llegar a estorbar. Ocurre que Volveréis es el mejor guion de Trueba, o si acaso el más satisfactorio desde los ángulos más convencionales posibles. Los dos protagonistas (interpretados por Arana y Vito Sanz) se llaman prácticamente igual, Ale y Alex, como apunte de ligero distanciamiento que retrotrae a la muy reivindicable Lo que sucede después, también estrenada en 2024: como esta comedia romántica revisionista, Trueba quiere darle un giro a las típicas exaltaciones amorosas, y se imagina a dos personas que quieren convertir el hecho de separarse tras 14 años juntos en una gran fiesta. Como una boda pero al revés, no dejan de decir.
Este punto de partida tan estimulante nunca llega a diluirse: todos los acontecimientos y giros conducen a la fiesta absurda, y la mayoría de las conversaciones giran en torno a su organización. Como es natural, durante dicha organización van explotando ordenadamente las tensiones consiguientes: desde luego que Ale y Alex lo han dejado de mutuo acuerdo, pero eso no limita ni las discusiones más terrenales —qué pasará ahora con su casa, qué pasará con el trabajo que comparten, qué harán con sus recuerdos—, ni las aparejadas directamente a su excéntrico plan —dónde harán la fiesta, a quién invitarán—, confluyendo todo en estallidos de dolorosa gravedad, más efectivos cuanto mejor ha pulido Trueba su oído para los diálogos. O, más bien, su capacidad para extraer la autenticidad de unos actores con los que lleva ya una década trabajando.
En sus inicios, cuando convino que el póster de Todas las canciones hablan de mí se pareciera tanto al de Manhattan, el referente estrella de Trueba pasaba por ser la tragicomedia urbana de Woody Allen. Felizmente la rigidez que esta deuda le otorgaba a su debut fue pronto dejada a un lado, y por eso sorprende en especial la madurez narrativa que ha alcanzado en Volveréis. La inmersión en las dinámicas de la pareja (¿o expareja?) es modélica, la progresión a lo largo de los últimos días de verano que culminarán en la fiesta está cuidada al milímetro, y aún así todo parece fruto más de una espontaneidad mágica que de una meticulosa escritura. Por eso, volvemos a ello, los mecanismos que explicitan su carácter de ficción parecen una adenda tan innecesaria.
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Y sin embargo. Ciñéndonos al argumento, el objetivo de esta pareja no deja de ser el mismo que el de los adolescentes de Quién lo impide. Ale y Alex se pasan toda la película comunicándole la noticia a sus allegados, para acto seguido intentar convencerles con la salmodia todo está bien/ha sido de mutuo acuerdo/¿queréis venir a la fiesta? Ale y Alex están emitiendo una ficción determinada frente a sus seres queridos y, por supuesto, intentar convencerles a ellos viene a ser similar a intentar convencerse a sí mismos. Es lo que necesitan hacer para cubrir esta angustiosa fase de reconfiguración vital por la que están pasando. Necesitan a los demás, y necesitan relacionarse con ellos según una ficción determinada, un relato que depare sentido.
La ficción como campo semántico se expande caóticamente por toda Volveréis y dota de fuerza inaudita no solo los pasajes más centrados en los avatares parejiles. La energía romántica de Trueba estalla del todo en una escena prodigiosa donde Arana graba a Sanz para una prueba de cásting —confirmando el empeño de Volveréis por hacer confluir todos los verbos del amor y del cine—, pero a la hora hablar de una energía universal, más amplia por cuanto más íntima y cercana resulta, hemos de reparar en el encuentro de Arana con el personaje de Fernando Trueba.
Sí, el padre de Jonás tiene un papel en Volveréis, concretamente como el padre de Alejandra. La conversación que comparten cruza a Kierkegaard con el potencial inspirador del cine clásico de Hollywood, y se pregunta por nuevas formas de hacer filosofía. Pero esto solo en la superficie, como todo el esqueleto narrativo de Volveréis. Lo que late al fondo no es más que el amor de un hijo por su padre, como lo que late debajo de Volveréis no es más que la alegría de filmar y de negociar así la existencia. Cuando vio Los ilusos —la obra con la que este cineasta comprendió qué quería exactamente del cine—, Jordi Costa escribió que Jonás Trueba no había hecho una película, sino que había “salido a buscarla, y lo que ha encontrado es algo valioso”. Ese hallazgo ha dado con su forma definitiva, más pura e insoportablemente hermosa, en Volveréis.
El estreno de Quién lo impide en 2022 puso a crítica, público e industria en un brete a la hora de categorizarlo: ¿se trataba de un documental o una ficción? Previamente, antes de darle la forma de esta obra de casi cuatro horas de duración, Jonás Trueba había sido algo más transparente: en su concepción original Quién lo impide constaba de cuatro mediometrajes donde parecía sencillo distinguir qué era qué, pero al ser ensamblados en una misma película estas divisiones quedaban inoperantes. La Academia, en cualquier caso, lo tuvo suficientemente claro como para darle el Goya a Mejor documental, asumiendo los dilemas de sus protagonistas como propios de personas “reales”, registradas tal cuales eran por la cámara de Trueba. Y aún así Quién lo impide, su retrato coral de la adolescencia, sostenía que forjarse una identidad era lo mismo que construir una ficción.