CINE
‘Veneciafrenia’: Álex de la Iglesia contra el turismo nocivo
Los jóvenes de hoy en día “solo pueden pagarse piso en Airbnb durante unos pocos días de borrachera en una ciudad extranjera, lo que hace, entre otras razones, que no puedan hacerlo en la suya propia, reservada como está para los Airbnb”. Esta lúcida frase no es mía sino de un periodista y crítico mejor que yo, Luis Martínez, que la escribió en una crónica de Cannes en El Mundo hablando de PARÍS, Distrito 13. Pensé en ella viendo Veneciafrenia, una película bastante menos lúcida (aunque divertida) que convierte el turismo en un slasher (película de terror con muchas cuchilladas).
Un quinteto de españoles treintañeros hacen un viaje low-cost a Venecia para celebrar la despedida de soltera de una de ellos. Van con ganas de fiesta, claro, uniéndose a un océano de turistas molestos, irresponsables y destructivos que están hundiendo (literalmente, en algún que otro caso) la ciudad más bonita de toda Italia. Los venecianos están enfadados y claman venganza como el Rigoletto de Verdi.
Las películas de Álex de la Iglesia tienen varios ingredientes que suelen repetirse, entre ellos una buena premisa, un par de escenas muy potentes y un desenlace que descarrila, aunque incluso descarrilando De la Iglesia suele ser muy entretenido. Veneciafrenia cumple todos esos requisitos, pero diría que descarrila desde bastante antes que el desenlace. Máximo exponente del desmadre y el barroco en nuestro cine, el director y su co-guionista de confianza Jorge Guerricaechevarría embarullan un maremágnum de ideas que se van desdiciendo y acaban anulándose las unas a las otras.
La película empieza como un slasher al uso que recuerda a ese dulce momento en el que España se quiso sumar a la moda del cine de terror de los 2000 con títulos tan icónicos y ridículos como Tuno negro, Más de mil cámaras velan por tu seguridad, School Killer y El arte de morir. De la Iglesia lo mezcla con la espectacularidad y la pomposidad del estilo barroco veneciano que baña la película de una plasticidad que el bilbaíno había perdido en su cine reciente tras Balada triste de trompeta y Las brujas de Zugarramurdi. Los trajes y máscaras diseñados por la jovencísima Laura Milan (aunque conociendo a De la Iglesia y su mente desbordante, seguro que él metió mucha mano en los bocetos) son la parte más memorable y conseguida de la película, sobre todo ese bufón enmascarado que parece salido de un giallo.
Como en todo buen slasher, los protagonistas son extremadamente estúpidos y sobreactuados, y está claro que Álex de la Iglesia les mira igual que los ciudadanos de Venecia: con miedo, rencor y aprensión, ve sus trabas como algo molesto e infantiloide, sus fiestas son nidos de mal y peligro. Tristemente el director no se decide entre observar a estos cinco turistas desde ese punto de vista, como el agente extraño e invasor que son, y retratar a los venecianos como una sociedad peligrosa, amenazadora y sibilina, y acaba haciendo las dos cosas.
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Es una pena porque hay un instante muy interesante en el que Veneciafrenia cuenta una especie de conspiración invertida en la que las víctimas son merecedoras del castigo que van a recibir. Pero después De la Iglesia cae presa de su propia inclinación a quemar trama y avanzar a toda velocidad y acaba desvelando demasiado de lo que hay tras la cortina, algo que le quita toda la gracia a cualquier thriller. En ese sentido era mucho más acertada Bacurau, ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes en 2019 disponible ahora en Filmin, fábula híperviolenta en la que una aldea brasileña se defendía de unos estadounidenses que también invadían sus tierras con un turismo bastante nocivo, contada desde el punto de vista de los lugareños (no diré más, mejor vedla).
Como slasher, Veneciafrenia también se antoja un poco insuficiente: tiene muy pocos asesinatos y solo algunos de ellos son imaginativos. Digo esto conociendo la capacidad del director de El día de la bestia y La comunidad para idear momentos de violencia icónicos, a veces inolvidables. Aunque están lejos de las cimas (o más bien azoteas) del director, tiene un par de imágenes bastante memorables que no desvelaré para no arrebatarles el factor sorpresa.
De toda la amalgama de ideas que Álex de la Iglesia acaba tirando a la basura en pos de un supuesto divertimento que acaba no siendo tan divertido como debería, me quedo con esa imagen de una ciudad convertida en parque de atracciones, inhabitable, explotada y que acaba devorando a los turistas. Aunque sea un poco corto de miras culpar de la problemática a esos jóvenes turistas precarios. A quienes deberían devorar las ciudades es a los empresarios y dueños de los fondos buitres y a los políticos que las venden al mejor postor.