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“Conservándote, no se gana nada. Eliminándote, no se pierde nada”

Víctimas de Pol Pot en el centro de tortura S-21, hoy Museo de los Crímenes Genocidas Tuol Seng.

Antonio G. Maldonado

De los dramas contemporáneos, ninguno tan olvidado como el cometido por los jemeres rojos de Pol Pot en Camboya entre 1975 y 1979. “Entraron en la capital el 17 de abril. Cuando fueron derrocados por las tropas vietnamitas se contabilizó la cifra de 1,7 millones de muertos, lo que suponía casi un tercio de la población del país”, escribe el cineasta camboyano Rithy Panh en su libro La eliminación (Anagrama), escrito con la colaboración del escritor francés Christophe Bataille.

El delirio Jemer Rojo estuvo inspirado en un maoísmo extremo mezclado con un culto al campesino e ideas nacionalistas milenarias que su líder, Pol Pot, había adquirido en su juventud al visitar los templos de Angkor, cumbre de la civilización camboyana: “Si nuestros antepasados pudieron hacer esto, podemos hacer cualquier cosa”, dijo entonces. Tras sus estudios en París, regresó en los años 1950 a Camboya, donde se unió al Partido Comunista y a su guerrilla. Francia, potencia colonizadora, había dejado el país en manos de un rey que se convertiría en presidente, y contra los que Pol Pot y sus jemeres rojos batallarían hasta hacerse con el poder tras la toma de la capital, Phnom Pehn, en 1975.

Rithy Panh era entonces hijo de un funcionario del Ministerio de Educación y de una ama de casa. Clase media camboyana criada en la cultura jemer pero que había asimilado ciertos hábitos europeos e ilustrados impuestos por la colonia. Todos hubieron de abandonar Phnom Pehn, en un éxodo obligado por los jemeres rojos sin organización ni orden, lo que supuso la muerte de miles de personas que vagaban por los campos hambrientos y desorientados, pagando el precio de la obsesión campesina del líder.

Además del abandono de la “burguesa” capital, los jemeres rojos trasladaron al campo a cerca del 40% de la población total del país, según consigna Panh en este libro estremecedor. “No tuvimos tiempo de sentirnos fascinados ni siquiera convencidos. Fuimos desplazados de inmediato. Condenados a morir de hambre. Separados. Aterrorizados. Privados de palabras y de cualquier derecho. Nos rompieron. Nos ahogaron con hambre y miedo”, escribe. Todos debían ser campesinos y cultivar arroz, en busca de la autonomía que traería un futuro de tres raciones de comida diaria.

"No creo en la reconciliación por decreto"

“A los trece años perdí a toda mi familia en pocas semanas. Mi hermano mayor, que se marchó solo a pie hacia nuestra casa de Phnom Penh. Mi cuñado, médico, ejecutado en una cuneta. Mi padre, que decidió no seguir alimentándose. Mi madre, que en el hospital de Mong se echó en la cama donde acababa de morir una de sus hijas. Mis sobrinas y mis sobrinos […]. Me quedé sin familia. Me quedé sin nombre. Me quedé sin rostro. Y fue así como seguí con vida, porque me había que dado sin nada”, dice Rithy Panh.

Treinta años después de la caída de los jemeres rojos tras la invasión vietnamita, Panh comenzó a visitar en su celda camboyana al torturador de uno de los campos de “reeducación” más temibles, el S21, y comenzó una suerte de indagación sobre la psicología del personaje y sus motivaciones. A veces recuerda a la Hannah Arendt de Eichmann en Jerusalén, y otras a Martin Sheen hablando con el atribulado teniente Kurtz en Appocalypse nowAppocalypse now.

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“No creo en la reconciliación por decreto. Y todo cuanto se resuelve muy rápido me asusta. Es la pacificación del alma la que conduce a la reconciliación, y no a la inversa”, escribe sobre el torturador y el juicio que le espera. Es este un libro sobre la imposibilidad de la superación, que tiene en la metáfora del suicidio de Primo Levi décadas después de recobrar la libertad, su metáfora más certera. Solo es posible salvarse (que no superarlo) tratando de comprender y saber, algo que el autor facilitó con películas como La gente del arrozal, Bophana, una tragedia camboyana, S21, la máquina roja de matar y Duch: el maestro de las forjas del infierno.

Porque Rithy Panh denuncia lo poco que se ha hablado de la Camboya de los jemeres rojos (que la renombraron Kampuchea Democrática) y las complicidades personales (como la de Noam Chomsky) e institucionales que tuvo. “Lo que hiere es el silencio. El silencio acerca de las extracciones de sangre, las vivisecciones o los niños asesinados. El silencio acerca de las violaciones: cuando se vive en la crueldad, incluso las relaciones sexuales son crueles”.

Pol Pot, como tantos otros dictadores, murió en 1998 en la cama, sin haber pagado penas. En este caso en una estera en medio de la jungla camboyana, adonde se había marchado tras la caída de su régimen. No manifestó nunca contrición ni pesar. Su régimen acabó en cuatro años con casi un tercio de la población de su país, y marcó de por vida a unos supervivientes que, como Rithy Panh, lo cuentan en libros estremecedores como este. Las causas de las muertes fueron variadas, pero, en palabras del autor, “en determinado grado de hambre, de miseria y de tristeza ya no se sabe de qué muere uno”.

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