No se les veía, se les sospechaba. Pero estaban ahí. Fotografiados por Gabriel Casas en los cabarets barceloneses de los años treinta. En los cuidados femeninos de las imágenes del XIX y XX recuperadas por la artista Carmela García en su obra Mentiras. Anonadados ante el descaro de Almodóvar y McNamara, marcando pluma en la televisión pública y animándoles a sacar la suya. Maricas, bolleras, trans, desviadas, de la cáscara amarga, de la acera de enfrente. La muestra Nuestro deseo es una revolución, en el CentroCentro —es decir, en la sede del Ayuntamiento de Madrid y en el corazón del recorrido del Orgullo LGTBI—, recorre la huella que han dejado en la cultura.
"Queríamos hacer algo rememorativo, casi un poquito enciclopécico", cuenta Juan Antonio Suárez, comisario junto a Juan Guardiola. La exposición se enmarca dentro de El porvenir de la revuelta, un ciclo organizado por el consistorio que incluye exposiciones, talleres y seminarios para celebrar el World Pride, edición mundial de la fiesta, que este año tiene lugar en Madrid. Si las muestras Archivo queer y Anarchivo sida recuperaban una fracción de la lucha por la liberación sexual, esta quiere hacer lo propio en el terreno de la cultura y la representación. Se trata, explica Suárez, de "dar cuenta de los cambios que el deseo y la corporalidad" de las subculturas gay, lésbica o trans han ido provocando en el imaginario y el arte. Un viaje que va desde la cultura más popular a la creación más vanguardista y que comienza en 1977, fecha de la primera manifestación del colectivo en España, en la que se pedía la derogación de la Ley de peligrosidad.
Así que no falta Ocaña, pintor y performer, capaz de abrir en dos las Ramblas travestido y sin ropa interior. Pero tampoco el rompedor arte antisida de los noventa. Ni los últimos trabajos sobre identidad, deseo e Internet. El recorrido, que ocupa el laberíntico sótano del centro, comienza con lo que los autores han llamado el "archivo intermitente". Se refieren a esos flashazos de imaginario queer décadas antes de que el colectivo se organizara en España. Los "travestidos" —así se conocía hasta hace no tanto a la comunidad trans— retratados por Casas a lo largo de casi dos décadas eran dueños de la noche barcelonesa. Las drag queen actuaban ya vestidas de gitana. Joan Colom capturaba con su cámara a los homosexuales de las Ramblas y Miguel de Molina, gay reconocido y reconocible, marchaba al exilio.
La manifestación de 1977, que Ventura Pons, Pedro Ortuño o J. R. Ahumada recogen en sus documentales, saca a la cultura del armario. O así lo han decidido los comisarios, reticentes a incluir obras ambiguas o a resignificar aquellas que vengan de otras tradiciones. Todo lo que hay aquí es abiertamente gay, lésbico, trans. Para ello hay, claro, que mirar al underground: a la Actuación d'Ocaña/Camilo filmada por Video Nou en un blanco y negro borroso que no enmascara el sexo explícito. O a Arrebato, película de Iván Zulueta estrenada en 1979 y que, pese a ser considerada un clásico del cine español, no solo permaneció casi olvidada hasta su reestreno en los noventa, sino que fue todo un escándalo y acabó con la carrera del director. La declaración de la propia homosexualidad o su representación explícita —aquí se sumaban, además, las drogas— no habían dejado de suponer un riesgo. Lo suponen todavía.
Esa mezcla entre folclore y subversión del género impregna el imaginario. En su Abecedario para mariquitas, el dibujante Nazario recoge en 1977 y sin pudor alguno la J de Juana Reina, la Q de Quintero, León y Quiroga y la V de Virgen del Rocío junto a la P de paja —el Ayuntamiento insiste una y otra vez en que "algunas de las secciones de la exposición no son aptas para menores de 18 años"—. "Ha habido una mezcla de conocimiento y desconocimiento", reflexiona Suárez, "porque la copla sí se ha considerado muy mariquita, muy expresiva, pero no se ha analizado tampoco su alcance. Ni se reconoce habitualmente la influencia de lo LGTB en la cultura popular". Ahí, a unos metros de Nazario, cantan Almodóvar y McNamara en La edad de oro: "Satanasa, Satanasa,/ yo te invoco, yo te invoco". Aquellos dos señores maquillados, culmen de lo camp y obviamente homosexuales, estaban en Televisión Española solo cuatro años después de que se se eliminara la homosexualidad de la Ley de peligrosidad.
A partir de los años noventa, la muestra pierde su eje cronológico para dividirse en salas temáticas: el arte sobre el VIH, las "guerreras y bolleras", el desarrollo de la identidad sexual en Internet, la cultura trans. Este es el reino del arte contemporáneo, más alejado de la cultura pop. "En los setenta y ochenta hay un underground muy vinculado las culturas del rock y al cómic. Ahora también los hay, como pueden ser Francesc Ruiz, Azucena Vieites o el colectivo Jeleton. Sí es verdad que no han tenido el eco mediático de aquella ola. Quizás sí que haya un divorcio entre estos artistas y la cultura popular, muy a su pesar", explica el comisario.
Eso no significa que la cultura LGTBI de los noventa y los dos mil no haya tenido influencia más allá de sus límites impuestos. "El tipo de trabajo sobre el sida, por ejemplo, se ve como algo del pasado", dice Suárez. "Pero sus estrategias artísticas se colocaron a pie de calle y han tenido una relevancia grande. Los happening y las performances se han reactivado más allá de la lucha del colectivo. Cambia el contenido, pero ellos fueron los pioneros." Este tipo de obras, sin embargo, tienen menos espacio aquí que en otras muestras, como Archivo queer.
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Otra ausencia parcial: la de las mujeres y las personas trans. Mientras el deseo gay está presenta en la inmensa mayoría de las salas de la exposición, esos colectivos tienen que repartirse dos espacios. En la sala dedicada a la intimidad y al cuerpo, el sexo masculino y entre hombres es el único representado. En la bautizada como "Cíbercuir", las mujeres y las personas trans apenas aparecen. Suárez se justifica: "Teníamos claro que debían tener presencia. Pero muchas mujeres encauzan su lucha a la militancia a través de la escritura, por ejemplo. A partir de los noventa sí están más presentes".
¿En qué capítulo está ahora el imaginario LGTBI? "Hay varias vías de trabajo, pero una es sin duda volver atrás la mirada para aprender de la historia", asegura el comisario, que parafrasea a Gabriel Celaya con un "La historia es un arma cargada de futuro". La exposición es un ejemplo de ello, junto a la tímida y lenta creación de archivos queer que en países como Estados Unidos son ya numerosos. "En el fondo", añade, "tiene mucho que ver con la relectura general de la Transición". ¿Para qué? ¿Qué queda por hacer, casi medio siglo después de Stonewall? La argentina Florencia Aliberti lo refleja bien en su Coming out, una pieza de 2015. En ella, unos jóvenes se graban saliendo del armario con sus familiares cercanos. Las respuestas: "¿Estás seguro?", "Es solo una fase, tú no eres gay", "¿Cómo puedes saberlo?", "¿Me estás tomando el pelo?", "No quiero que seas infeliz". Los jóvenes suspiran.
No se les veía, se les sospechaba. Pero estaban ahí. Fotografiados por Gabriel Casas en los cabarets barceloneses de los años treinta. En los cuidados femeninos de las imágenes del XIX y XX recuperadas por la artista Carmela García en su obra Mentiras. Anonadados ante el descaro de Almodóvar y McNamara, marcando pluma en la televisión pública y animándoles a sacar la suya. Maricas, bolleras, trans, desviadas, de la cáscara amarga, de la acera de enfrente. La muestra Nuestro deseo es una revolución, en el CentroCentro —es decir, en la sede del Ayuntamiento de Madrid y en el corazón del recorrido del Orgullo LGTBI—, recorre la huella que han dejado en la cultura.