El cuento de todos
Agendas
Sobre el escritorio está la nueva agenda. Sus tapas impecables son como el frente de una casa recién construida aún deshabitada. Las líneas en sus páginas sugieren caminos que no se sabe a dónde llevarán. Las fechas en el ángulo superior remiten a sucesos del pasado porque aún no tienen memoria propia: hibernan en espera de que la vida cronometrada se aloje en su blancura.
Tapas, líneas, fechas suscitan curiosidad, incertidumbres, temores, esperanzas.
En el cajón del escritorio se acumulan agendas de años anteriores. Tienen las cubiertas maltratadas y las abultan los papeles guardados entre las hojas llenas de números, nombres, direcciones, frases incomprensibles, tachaduras, iniciales, reflexiones, desahogos: “1º. de abril: En resumidas cuentas, no sé cómo resolverlo.” “Julio 12: Me dio pena confesar que nunca he sacado un pasaporte.” “Octubre 31: Valió la pena.” “Diciembre 11: Otra vez me tocó hacer la lista del intercambio de regalos. ¡Ni modo!”
De entre las viejas agendas Ella selecciona una al azar. “1999”. La hojea de prisa. Aunque no alcance a leerlas, sabe que las anotaciones en cada página corresponden a momentos de su vida. No logra recordar ninguno en especial, ni siquiera está segura de que en ese año haya viajado a Cancún para la boda de Lourdes, su mejor amiga. La anotación inicial en su libreta 2015 podría ser: “Llamar a Lulú para felicitarla por el año nuevo”.
Eugenia retrocede a la primera página. Allí siguen escritos sus propósitos para el año 1999 que hoy considera remotísimo. Pronto verá del mismo modo el 2015 que tiene algunos días de comenzado. Reflexionar sobre la fugacidad del tiempo la incomoda y opta por leer la lista que escribió con muy buena letra y tinta violeta hace 16 años (¡quién lo diría!): “Huir de los recuerdos tristes. Reconciliarme con mi hermana Carla. No esperar a que las soluciones me caigan del cielo. No perder el tiempo en reuniones que no me interesan. Pedir que me aumenten el sueldo. Salirme de la casa de mis papás y alquilar mi propio departamento. Poner orden en mis cosas. Menos tele y más lectura. Aceptarme como soy (subrayado tres veces). Hacer ejercicio, aunque sea en la casa”.
Esa aclaración le recuerda a Eugenia su mala racha del 99 que la obligó a renunciar al gimnasio y sustituir las rutinas bajo supervisión profesional por caminatas en los andadores de la colonia. Recorrerlos a buen paso era grato a pesar del pavimento desigual, los ciclistas en contrasentido, la suciedad de los perros, el desenfado de los menesterosos drogándose en las bancas, las bolsas negras desbordando basura y la triste imagen de los pepenadores hurgando en ellas.
Entre ese grupo había una mujer pequeña, musculosa, acompañada de tres perros flacos y largos. Obedientes y fieles, se echaban a los pies de su ama para verla saltar sobre las latas de aluminio con una furia sólo comparable a la del Arcángel Miguel en su lucha contra el Maligno.
Eugenia se pregunta qué habrá sido de ese personaje y del hombre altísimo, con lentes azules, que paseaba a un perrito nervioso. ¿Y la señora que leía ávidamente sin dejar de comer la ensalada de atún que sacaba de un tóper? Por el uniforme blanco se veía que era una de las enfermeras del hospital de rehabilitación vecino del expendio de llantas.
*Cristina Pacheco es escritora y periodista. Su último libro, Cristina PachecoEl eterno viajero (Océano, México, 2016).