El rincón de los lectores
Big Bang del cuento (II). Las aventuras de ese momento: 11 cosas sobre Sherwood Anderson
1. Resulta que Sherwood Anderson (Camden, Ohio, 1876-Panamá, 1941) escribió otros relatos además de los de Winesburg, Ohio (Acantilado, 2009). Felizmente Lumen los recuperó no hace tanto tiempo (Cuentos reunidos, 2009, con traducción y prólogo de Vicenç Tuset), y todavía puede vérselos por ahí en la edición de Debolsillo (2010). Tras décadas de penuria en las que no había otra cosa que echarse a la boca que malas traducciones y textos dispersos en antologías inencontrables, sucedió –sigue sucediendo– el Big Bang de ediciones decentes cuentísticas completas, o casi: las de Dorothy Parker (Lumen, 2003), Truman Capote (Anagrama, 2004), Flannery O’Connor (Lumen, 2005), Ernest Hemingway (Lumen, 2007), Carson McCullers (Seix Barral, 2007), Katherine Ann Porter (Lumen, 2007), Eudora Welty (Lumen, 2009), Amy Hempel (Seix Barral, 2009), Annie Proulx (Lumen, 2011), Lydia Davis (Seix Barral, 2011), Bernard Malamud (El Aleph, 2011), William Goyen (Seix Barral, 2012), Nikolái Gógol (Nevsky Prospects, 2015) o Cynthia Ozick (Lumen, 2015).
2. ¿Queréis aprender a escribir cuentos? Leed a Sherwood Anderson. Faulkner, Hemingway, Saroyan y Richard Ford lo hicieron. Pero como siempre nos faltaron traducciones, llegamos a creer que Hemingway había sido el creador ex nihilo del cuento moderno norteamericano. En absoluto: detrás de su concentrada expresividad, detrás de sus elipsis y su despojamiento acechan las enseñanzas del viejo maestro Anderson: el antiintelectualismo, la luminosa simplicidad del estilo, su extraordinario oído para captar los ritmos y respiraciones del lenguaje hablado, la cruda ingenuidad con que se abordan los conflictos.
3. Miro fotografías de Sherwood Anderson: un John Steinbeck sin apostura, un Walt Disney triste, un Theodore Dreiser autodidacto y algo chabacano. Cuando ríe se acentúa su carácter filisteo, como de vendedor de crecepelos enriquecido por el largo y exitoso deambular por los poblachones del Medio Oeste. Si aparece serio, refulge su enorme inteligencia de ojos apretados y escrutadores, pero también algo de su resentimiento, una turbiedad como de estar pensando en otras cosas, cosas suyas, todo el oscuro venero de sus mejores relatos.
4. Siempre me ha fascinado la muerte de Sherwood Anderson, contrapunto burlón de sus existenciales desvelos en vida: se tragó un palillo de dientes mientras hacía un crucero por Panamá. El palillo viajó por el interior de su intestino: peritonitis. La suya fue una muerte casi tan estúpida como la de Roland Barthes (atropellado por una furgoneta de reparto en un inofensivo paso de cebra), aunque no tan estrambótica como la de Esquilo (un águila le lanzó desde los cielos una tortuga, confundiendo su calva cabeza con una piedra). Como en uno de sus relatos, parecía que la vida de Sherwood Anderson consistía en pugnar por alcanzar cierta clase de problemática dignidad, hasta que de pronto la muerte tan chusca, tan poco noble, puso las cosas en su sitio…
5. William Faulkner: “Yo vivía en Nueva Orleans, trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de dinero. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si esa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que tocó a mi puerta –era la primera vez que venía a verme– y me preguntó: ¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo? Le dije que estaba escribiendo un libro. Él dijo: Dios mío, y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro. Yo le dije: trato hecho. Y así fue como me hice escritor”.
6. Cesare Pavese: “Sherwood Anderson ha visto toda la vida de Estados Unidos de la época de Theodore Roosevelt. Sumergido en ella desde su juventud, la ha vivido y sufrido –la ha amado–, y ha procurado zafarse de ella de muchas maneras, hasta el día en que advirtió que desde los años de su infancia, desde el padre holgazán y fabulador, desde la abuela, italiana resuelta, tierra y sangre, bebedora y centenaria, él había sido siempre un fugitivo, un soñador, un hacedor de relatos. Decidió entonces no hacer otra cosa que relatos, su vida, deplorando solamente no ser un cantor de viva voz, y llegó a esta reveladora definición del estilo: todos los esfuerzos del que escribe intentan reproducir los gestos y las expresiones del que narra de viva voz. Y los relatos que escribió son siempre el mismo relato: la historia de quien vive sofocado por el ambiente de Ohio (la provincia, el Medio Oeste), por el ambiente de las fábricas, del puritanismo y de la literatura, y que, o bien sigue hundido allí, o bien consigue librarse, y esta fuga es la imaginación, la libertad interior, la sinceridad”.
7. Yo añadiría algo más: todos sus cuentos, sus mejores cuentos, surgen de una inadaptación de los narradores (que suelen ser también los protagonistas). Una mengua, una falta, algo (burdo o sutil) que no funciona bien en su mecanismo interior, en sus cuerpos/almas. Los narradores de los cuentos de Anderson son siempre zurdos contrariados, inocentes que han sufrido una violencia en su ser más íntimo y sincero, y que por tanto arrastran una ausencia, una herida que no cicatriza, y eso es lo que los convierte precisamente en narradores, en observadores perplejos de la vida y de sí mismos.
8. Lo que menos me gusta de sus cuentos: cuando asoman el lirismo o el simbolismo, cuando asoma alguna admonitoria reflexión sobre los grandes temas de su época, cuando trata de ponerse vanguardista, onírico. Cuando hay subrayados.
9. No dejéis de leer un puñado de obras maestras: “Quiero saber por qué”, “El huevo”, “Soy un idiota”, “El hombre que se convirtió en mujer”. Todo es sincero en esos narradores protagonistas, lo que dicen, lo que ocultan. Se exponen ante el lector con una ingenuidad conmovedora, ponen delante sus historias epifánicas aunque no sepan exactamente qué es lo que revelan (eso lo dejan al lector). Por ejemplo en “Soy un idiota”: el narrador, un Pijoaparte del Medio Oeste rural emigrado a la ciudad, utiliza la mentira con el propósito de acercarse al objeto de su deseo, la chica urbana de clase media, pero lo único que consigue el mecanismo de la mentira es precisamente lo contrario, que la chica se aleje de él para siempre. Cuento magistral en el uso de la tensión narrativa: toda la gracia está en el anhelo del narrador de ser otro, alguien grande e importante (alguien que no es ni será). Para compensar lo que cree sus carencias, empleará una sarta de fatales mentiras que nos mantienen en vilo: estamos seguros de que aquello no puede acabar bien, y nos disponemos a esperar cómo sucederá.
10. Las historias de esos narradores heridos y perplejos se cuentan en oleadas, avanzando en espiral, volviendo una y otra vez sobre lo mismo antes de continuar la progresión hacia el meollo de lo que quieren contar y aún no han contado, con constantes digresiones que nunca aburren sino que fascinan, como fascinan las historias digresivas de Las mil y una noches, con el efecto hipnótico de los buenos narradores orales, esos que vuelven una y otra vez sobre algo que parecen que van a contar y no acaban de contar del todo, que hacen decir al escuchador, pero bueno, cuéntalo de una vez, estoy en ascuas, y no lo dejan moverse de la silla ni perder un solo instante la atención, y luego se escapan y acaban contando otra cosa, y esa otra cosa que cuentan puede ser una turbiedad, un ansia, algo quizá oscuramente sexual que no se atreven a nombrar, y que ponen con ingenua delicadeza delante de los lectores para que sean estos quienes se tomen el trabajo de interpretar.
11. Y, claro, los cuentos metaliterarios, reflexiones ficcionalizadas sobre la escritura. En “Ciertas cosas perduran” el narrador le da vueltas a la obsesión por escribir un libro y a las mil y una formas en que intenta escribirlo, tantas como rompe lo escrito. Al final llega a la conclusión de que tenía que haberle pasado algo en su vida o no estaría en absoluto obsesionado con escribir ese libro. “A cierta hora de cierto día y en cierto lugar, sucedió algo que cambió el curso entero de mi vida. Lo que hay que hacer es empezar mi libro contando tan claramente como sea posible las aventuras de ese determinado momento”.
*Jesús Ortega es es escritor y editor de Jesús OrtegaProyecto Escritorio (Cuadernos del vigía, 2016).