El rincón de los lectores
Big Bang del cuento (III). Edgar Allan Poe y la flecha en el blanco
¿Puede decirse sobre Edgar Allan Poe algo que no se haya dicho, o decirse de otra manera? "La verdad es que con Poe todos tendríamos de sobra". La frase es de Roberto Bolaño y conforma el punto nueve de sus "Consejos sobre el arte de escribir cuentos", con los que el narrador chileno se sumó a la tradición hispánica de mandamientos irónicos sobre el arte de la narración breve iniciada por Horacio Quiroga. Descontando el homenaje al tantas veces considerado Dios Padre (en el punto siguiente del dodecálogo, Bolaño insiste en volver a pensar en Poe "de rodillas"), la frase parece aludir a la condición genesíaca de la cuentística del norteamericano, derramada –desde el origen mismo del género– sobre "todos", es decir, sobre el conjunto de los escritores de cuentos. El propio Quiroga, en su "Decálogo del perfecto cuentista", aludió a Poe como a un maestro en el que había que creer como si fuera Dios. La idea se ha repetido: "Todos somos descendientes literarios de Poe" (Jorge Volpi / Fernando Iwasaki).
Pero la importancia de Poe no radica en que escribiera algunos de los primeros cuentos literarios de la historia, puesto que no fue el inventor del género ni el único en practicarlo a comienzos del siglo XIX, sino en haberse dado cuenta de que tenía entre manos algo nuevo, con unas características propias y diferentes de las de otros textos narrativos aledaños, y en haber plasmado por escrito sus reflexiones al respecto. Ni los alemanes Ludwig Tieck (1773-1853) y E.T.A. Hoffmann (1776-1822), ni los franceses Prosper Mérimée (1803-1870) y Gerard de Nerval (1808-1855), ni el ruso Nikolái Gógol (1809-1852), ni los norteamericanos Washington Irving (1783-1859) y Nathaniel Hawthorne (1804-1864), coetáneos de Poe y, como él, grandes escritores de cuentos, escribieron páginas significativas sobre el género.
Las ideas de Poe han fertilizado, a menudo de forma rutinaria y gastada, a modo de clichés que se repiten sin mayor análisis, las poéticas de numerosos cuentistas posteriores, la crítica literaria, la teoría de la literatura y, sobre todo, un género reciente y pujante: toda esa faramalla de consejos que pululan por manuales y talleres de escritura.
Poe, precursor de los textos sobre el oficio de escribir
En 1846 Poe se lamentaba de que no existiera ningún tratado moderno en el que el propio escritor contase paso a paso su método de trabajo; es lo que se propuso hacer en "La filosofía de la composición", que puede ser calificado de texto precursor de la Escritura creativa, tratadística en forma de consejos prácticos inaugurada por el latino Horacio y que tanta fortuna ha tenido en la Modernidad. Cierto que las poéticas clasicistas estaban llenas de recomendaciones sobre cómo escribir, pero las dificultades del oficio estribaban en imitar la Naturaleza, en copiar en todo a los modelos literarios, en aprender una serie de preceptos de cumplimiento universal y en seguir las reglas de la proporción y el decoro. A finales del XVIII y principios del XIX el foco de atención se desplazó al poeta; lo que comenzó a interesar era la constitución mental del escritor, sus facultades para la composición artística, su creatividad. El Romanticismo fue el paso necesario para que Poe pudiera escribir contra la inefabilidad romántica y proponer a los escritores explicar cuestiones relativas a los engranajes, el proceso, el oficio, la cocina, pero ya no desde reglas universales sino desde la experiencia particular del autor único y original.
La sugerencia de Poe fue recogida de forma embrionaria en los Consejos a los jóvenes escritores de Charles Baudelaire (1846), su traductor y divulgador en Europa. En 1884 Henry James publicó The art of fiction, en 1892 Emilia Pardo Bazán dio a la imprenta sus Cartas a un literato novel y en 1905, once años después de su muerte, apareció un volumen de Robert Louis Stevenson bajo el título de Essays in the art of writing. Muchas otras reflexiones sobre el oficio pulularon en la segunda mitad del siglo XIX, pero no en forma de libros, sino formando parte de las conversaciones epistolares entre escritores, como demuestran las cartas de Flaubert o Chéjov.
Poe y Aristóteles
De modo que la poética de Poe fue, a la vez, apoteosis y rechazo de determinadas ideas del Romanticismo, sobre todo de las que ligaban la entronización del escritor como genio creador con la idea de la supuesta inefabilidad de toda obra de arte. Poe pretendió explicar racionalmente cómo se construía un poema, cuáles eran los pasos y los mecanismos de elaboración de un cuento. Le interesaba tanto la ideación del plan como la corrección de la ejecución, es decir, a la perfección del mecanismo que buscaba la obtención del efecto preconcebido. Vio perfectamente que las obras literarias no eran sino conglomerados de piezas mecánicas que lo mismo se podían montar (creación) como desmontar (crítica). En este sentido, supuso un regreso a las poéticas clásicas o clasicistas, en última instancia a la Poética de Aristóteles.
La imagen de la obra literaria como mecanismo es una formulación cientifista y decimonónica de la imagen del organismo que Aristóteles tomó de Platón. Todo discurso debía estar compuesto como un organismo vivo, de forma que tuviese cabeza, pies, tronco y extremidades que al unirse combinasen todas las partes entre sí formando un todo armonioso. En la Poética, Aristóteles diseccionó el organismo de la obra para describir las partes que lo componían y el funcionamiento de las mismas. La idea de que si se mueve o altera una de las piezas/partes del mecanismo/organismo, se altera todo el conjunto de la obra, está en la Poética. Solo a partir de esa idea Aristóteles podía denunciar la arbitrariedad de los finales deux ex machina (es decir, incongruentes con el propósito interno del mecanismo), de la misma manera que Poe no concebía comenzar el cuento sin saber con exactitud hacia dónde se iba a dirigir.
La flecha en el blanco
El cuento debía construirse a partir del final; si el final no era conocido de antemano por el autor al comienzo de la escritura, podíamos estar seguros de que acabaría tratándose de un intento fallido, pues la naturaleza de todo relato consiste en dirigirse de manera intensa y seductora hacia su culminación –la obtención de un determinado efecto en el lector–, ese instante axial, cardinal y privilegiado que es el final.
Los finales de Poe ha reinado casi sin oposición durante más de cien años. Quiroga: el cuento "es una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco". Pardo Bazán: cuento "que no se concibe de súbito, no cuaja nunca". Bernardo Atxaga: "Un buen cuento necesita un final fuerte". Soledad Puértolas: "Llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío (es) el núcleo de la técnica del cuento". Así podríamos sumar decenas de citas.
Ahora las cosas son distintas, pululan poéticas diferentes, y aunque los postulados de Poe perviven en cualquier película comercial o en cualquier novela de género, y se repiten una y otra vez, sin sentido histórico ni crítico, en multitud de talleres y manuales de escritura, lo cierto es que está de moda disparar contra el norteamericano. Sobre todo contra una variante indeseable de su poética: el final sorpresa. Véase esta divertida opinión de Rafael Reig, de hace ya algunos años: "Detesto con todas mis fuerzas los cuentos cuya gracia está toda en el final. Esa clase de cuentos que llevan incorporada una tecla de auto-reverse que te obliga a rebobinar: ¡Oh, ah, pero si todo está contado desde el punto de vista de un calcetín guardado en el cajón! ¡Cáspita, si resulta que ya estaba muerta desde el principio! ¡Carambolas, pero si la víctima del crimen es el propio narrador! Todo esto me parece francamente pueril, habilidades manuales, prestidigitación, un truco que no deja de serlo por muy bien hecho que esté".
Pero esa es otra historia.
*Jesús Ortega es es escritor y editor de Jesús OrtegaProyecto Escritorio (Cuadernos del vigía, 2016).