Vivimos en sociedades marcadas por la dualidad en el comportamiento de sus individuos. De un lado, el que asume aquello que le ha tocado vivir y pasea su malestar como una resignación; de otro, el que contesta con una actividad crítica ante la presión que va dejando lo que le rodea. El primero, colmado de lo que algunos llaman virtud social, que no es más que una naturaleza que encaja lo que le ha tocado vivir; el segundo, armado con el poder de la contestación, que abre combate ante las posibles injusticias.
En su torreón de aislamiento intelectual, Montaigne ya calificó a los hombres de su tiempo como aquellos que “se dejan llevar dulce y reposadamente” y los que, en el propio conflicto, dolidos y ofendidos, cargaban con las armas de la razón para derrotar a quienes les ultrajaban. A estos últimos, el pensador los dotaba del término “virtuosos”, frente a los primeros, a quienes calificaba como “buenos”.
Muchos años después, los seres humanos no han cambiado demasiado. La sociedad ha ido evolucionando en criterios economicistas, de calidad de vida, marcados por el concepto del bienestar, las revoluciones y las guerras mundiales han dotado a los países de gobiernos diseñados para la paz social que, por muchos años, han ido dejando a un lado las pequeñas voluntades de los ciudadanos para acarrear las grandes voluntades de los mecanismos de avance del mundo en su conjunto. Pero los individuos, como átomos en la gran explosión de las revoluciones, recibieron un fortísimo impacto que los fue organizando, dependiendo del momento histórico del que se tratara, como avanzadilla o retaguardia en la contestación a los poderes establecidos, como virtuosos individuos sociales o buenos hijos de su tiempo.
En episodios recientes de la Historia de España (hablo en términos históricos), lo que hemos dado en llamar Transición puso sobre el tapete de nuestro país la voluntad de abrir un tiempo de “razón social” frente a una revolución que podría estallar tras la muerte del dictador. Algunos, yo entre ellos, consideran que el período histórico al que me refiero no quedó demasiado bien ahormado, y que obedeció a la prisa y, sobre todo, al olvido como estrategia ante la posible paz social. Aquellas aguas, en torrentera, trajeron estos lodos, abriendo la sociedad al individuo con capacidad para perdonar, al hombre bueno de Montaigne, y aislando socialmente al ofendido o virtuosos, según la definición del filósofo francés.
Sobre este análisis, entre otros, descansan algunos episodios del libro de José Luis Pardo, Estudios del malestar (Premio Anagrama de ensayo 2016), atendiendo a un tiempo surgido del embrión de la Transición española, la caída del comunismo o los atentados de Nueva York y Atocha, que podría poner de manifiesto a estas dos figuras que he venido alimentando a lo largo del artículo (el bueno y el virtuoso), con una visión que se apoya en las sociedades contemporáneas, pero que transita por la base de la filosofía platónica y aristotélica, para llegar al compromiso de Camus o Sartre y a la visión interesantísima de las tesis de Foucault en torno a la teoría de la sublevación, con un individuo despreocupado de las leyes que podrían encausarlo, para atacar en el centro del poder, no para ocupar su lugar, sino para acabar con una hegemonía diseñada sin atender a la gran justicia social, aun perdiendo su vida en el intento.
Las ideologías políticas tradicionales quedan, atendiendo a esta idea, derrocadas en el campo de batalla del virtuoso, aniquiladas ante la contestación social que no ansía más poder que el propio del movimiento de masas arañando las decisiones injustas socialmente que los gobiernos, sean del signo que sean, puedan llevar a cabo. El individuo del Estado moderno no solo ha ganado la capacidad de estar bien sino que tiene el derecho de estarlo. Y, ¡cuidado!, ante esto, también el embrionario estado de los neofascismos y los fanatismos.
Este podría ser, entonces, el nuevo territorio de análisis de la Historia, el necesario estudio de las acciones sociales que se sublevan con el único material con el que cuentan: la palabra y la calle. Un nuevo territorio que es herencia de las distintas sublevaciones y de algo mucho más importante, el concurso del sentido común, de la solidaridad, en los nuevos tiempos de la nueva política.
Pero también es necesario decir que la literatura, el arte, las nuevas teorías filosóficas surgidas de los nuevos tiempos, la política (como concepto), la nueva clase social de los opinadores, estamos absolutamente sujetos a esta dualidad a la que hago referencia, constituyendo un núcleo fundamental en la implicación de los individuos virtuosos para el desarrollo óptimo de las sociedades de nuestro tiempo. Ante el malestar, uno puede utilizar su capacidad de opinión para aplacar la razón e instalar la bondad en los sujetos, para crear individuos encajadores, o animar a las capacidades sociales a poner de manifiesto la calidad de su acción, la importancia de sus movimientos, la necesidad de una contestación frente al que injuria, como decía Montaigne.
*Javier Lorenzo es escritor. Su último libro, Javier LorenzoManual para resistentes (Valparaíso, 2014).
Vivimos en sociedades marcadas por la dualidad en el comportamiento de sus individuos. De un lado, el que asume aquello que le ha tocado vivir y pasea su malestar como una resignación; de otro, el que contesta con una actividad crítica ante la presión que va dejando lo que le rodea. El primero, colmado de lo que algunos llaman virtud social, que no es más que una naturaleza que encaja lo que le ha tocado vivir; el segundo, armado con el poder de la contestación, que abre combate ante las posibles injusticias.