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'Paris-Austerlitz'

Chirbes y el cuento invertido de la madrastra

El escritor Rafael Chirbes en una imagen de archivo.

Marta Sanz

Tu navegador no soporte el elemento de audio HTML5. El actor Juan Diego Botto lee las primeras líneas de la novela.

Paris-AusterlitzRafael ChirbesEditorial AnagramaBarcelona2016

Paris-Austerlitz

Cuando leo Paris-Austerlitz inevitablemente me acuerdo de Rafael Chirbes, pero también me vienen a la cabeza todos los textos —cinematográficos, literarios, pictóricos— que esta preciosa novela contiene: veo La vida de Adèle (2013) de Abdellatif Kechiche y veo el cómic en el que la película se basa libérrimamente, El azul es un color cálido, de Julie Maroh, una novela gráfica que me regaló mi amigo Luisgé Martín. Recuerdo que, hablando de ese libro y de su adaptación cinematográfica, comentamos asuntos que aportarán hoy perspectivas diferentes de la novela póstuma de Rafael: yo le contaba a Luis que Kechiche subraya un concepto de clase que en el cómic es mucho más suave; sin embargo, él no creía que dicho concepto fuera significativo en el filme. Leemos y también escribimos con nuestros prejuicios a cuestas y, aunque eso no nos incapacita para dirigirnos a cualquier lector, para que un lector no sectario aprecie la obra de un escritor con el que no comparte una visión de la vida, lo cierto es que Chirbes y yo compartíamos muchos prejuicios. Casi todos. No obstante, entre las narraciones de La vida de Adèle y de Paris-Austerlitz existe una diferencia: si en la película la narradora es la mujer débil, la que aparentemente ama más, es inexperta, pobre y vulnerable, la que quiere complacer; en la novela de Chirbes el narrador es el que juega con ventaja y ahí aparece el estigma de una culpa a la que volveré más tarde.

Luis y yo —también Chirbes— le damos vueltas a los amores difíciles, los que se complican en la vida por la misma razón —la diferencia y con ella el cuestionamiento del tabú—, por la misma razón decía, por la que se vuelven hermosos en la literatura: el desnivel insalvable de la clase, la salud, la edad, la virtud, la sexualidad, las ideas políticas o los bandos de una guerra, la consanguineidad y el adulterio, lo socialmente tolerado o no, consiguen apasionarnos en Edipo Rey, Romeo y Julieta, Anna Karenina, Lolita, en los triángulos escalenos de Jules et Jim (Truffaut se basa en una novela autobiográfica de Henri Pierre-Roché en la que también anda involucrado Franz Hessel) o de Karl y Anna de Leonhard Frank, en los don Juanes o en Portero de Noche (Liliana Cavanni, 1974). Incluso nos emocionan los melosos amantes de Love Story (Arthur Hiller, 1970). A Rafael le habría gustado el homenaje cinéfilo. Porque le gustaban el cine y la gastronomía. Las voracidades. En Paris-Austerlitz tenemos todos los ingredientes para que el amor entre el narrador sin nombre y Michel sea literariamente poderoso. Este amour es fou por los cuatro costados: el homoerotismo es fou por definición ya que está proscrito y genera más culpa que el entrecomillado “amor normal”, que el arciprestiano Buen amor. El narrador, ante los reproches de Jeanine por la falta de amor hacia Michel, le pregunta qué es el verdadero amor. Ese interrogante late en toda la novela. Lo que sabemos es que vivimos en una sociedad, una cultura, en la que la homosexualidad a menudo se coloca del lado de lo perverso, lo brutal, lo marginal, lo delictivo… Y aquí no puedo dejar de acordarme de otra referencia inevitable, al menos en esta novela, la de Jean Genet: también Chirbes recorre cuartos oscuros, urinarios, un punto de suciedad en el que uno se complace, torpeza, tosquedad, el asco erótico, noctambulismo, chaperos, los amantes marroquíes cuya profesión es la de atracador, el alcohol y las drogas. El mundo de cierta literatura muy francesa, muy amour, muy fou. El universo de Albertine Sarrazine, por ejemplo.

Pero además Paris-Austerlitz es fou porque Michel es mayor que el narrador; es fou porque Michel es un obrero y el narrador es un artista de la alta burguesía; es fou porque Michel no es muy letrado y el narrador sí; es fou porque Michel es francés y el narrador español; es fou porque el narrador está sano, sobrevive, y Michel es víctima de la plaga. En este punto, recuerdo El bello verano: Paris-Austerlitz también es un anticuento de hadas iluminado por los claroscuros de la prosa, recorrido por epifanías tristes, con los contrastes entre el arte y las modistillas, los obreros de la Fiat, y, sobre todo, esa sensación de que el sexo siempre es algo viciado, una miasma, que en la novela de Pavese conduce a la sífilis y en la de Chirbes al padecimiento de la plaga. Mundo de pintores y modelos: gente que objetualiza a otra gente. Un cuerpo se convierte en una acuarela. En estas dos joyas de intensa y lírica brevedad veo habitaciones iluminadas por bombillas de cuarenta vatios. En las alcobas huele a alcohol viejo.

La degradación y el mito de Dorian Grey se hacen patentes en las palabras del narrador cuando visita a Michel en el hospital: “qué quedaba del hombre que me atrajo”, se pregunta. Y dentro de este mundo, a menudo idealizado, de la enfermedad y el sacrificio de los amantes que besan las heridas purulentas del amado, de los besos publicitarios en las axilas impolutas de la gente que te quiere y de los besos en las llagas de los pies de Jesucristo en la imaginería barroca, en ese mundo, Chirbes no puede renunciar a un naturalismo literario desmitificador de los tópicos: el narrador siente aprensión ante la enfermedad de Michel y evita mezclar sus prendas con las de su amante en la lavadora. La enfermedad no tiene nada que ver con el espíritu, aunque se conecte con las plagas bíblicas y la culpabilidad judeocristiana, pero sí con los virus, bacilos y bacterias —cuánto me identifico el materialismo de Chirbes, con el peso de ciertas cosas invisibles…—; en esa presencia terrible de la enfermedad habita el “Deseo del amor que perdura más allá de la muerte” junto a la seguridad de que todos los amores están condenados a morir. Se establece una relación dialéctica entre la caducidad de la vida y el deseo de eternidad, de estabilidad, y de ahí nace el absurdo, la indeleble relación entre el amor y la muerte, la escatología, el origen de un mundo vaginal que se congela en la crisis agónica de uno de los amantes: el otro sobrevive sin aspavientos, sin reproducir los tópicos musicales, de cancionero pop, de “no puedo vivir sin ti”, tan solo esperando no haber sido contagiado por la enfermedad. La mezquindad y el miedo que corrompen y definen todo amor. También el de las cigüeñas y los virginales unicornios. Incluso el paisaje de la mítica ciudad del amor, Paris, aparece pintado con otros colores: el bois de Vincennes, la Madeleine, Saint- Michelle, Bastilla, Trocadero, Les Halles… Se desmitifica la asistencia, la fraternidad, y un escalofrío me recorre el cuerpo porque no sé qué nivel de conciencia tenía Rafael respecto a su propia enfermedad mientras escribía estas líneas. Este fin de trayecto. Es ingenuo Michel cuando dice “Te he capturado” y en esa declaración están el contagio y la pasión amorosa. Como si el amor y la enfermedad fueran lo mismo, pero no, porque Chirbes no cuenta una leyenda vampírica: el amor no es enfermedad sino una competición llena de egoísmos y de comparaciones odiosas, que no solo tienen que ver con el dominio del otro, sino con el alquiler de apartamentos ventilados. Con los riñones cubiertos que vienen de familia y con la imposibilidad de sustituir las pobrezas materiales con grandes pasiones románticas.

La oposición entre el trabajo manual y los oficios culturales de El bello verano se radicaliza en Paris-Austerlitz: para Michel el trabajo solo es el trabajo manual no artístico. El margen que la explotación le deja al obrero es lo que le servirá para comprar lo básico, vivir sin ahorro, con humildad y un hedonismo precario. El narrador no solo se siente poseído afectivamente, sino que se da cuenta de que para Michel es importante “comprarlo”, mantenerlo. El débil compra, desde su concepción de un amor en el que todo son deudas, intereses, avales. “Me doy entero, pero te quiero entero”, dice Michel (pág. 52). En la desventaja de Michel no hay ambigüedad. Chirbes no juega a relativizar quién tiene las papeletas para ser la víctima o el verdugo; en esa desventaja, como en La buena letra, está el peso de la Historia de los vencidos, el peso de la herencia. Chirbes es un escritor lírico y naturalista, y por eso se empeña en redefinir con sus palabras la mancha de humedad de lo sórdido: la madre, la guerra, el padrastro, las palizas… En ese contexto, tiene sentido el reaccionarismo pasoliniano de Michel: su obsesión por la basura del sur —españoles, marroquíes, portugueses…—, la mezcla de su resentimiento afectivo con otro resentimiento que ahora, en Francia, se reconoce tan bien en los votantes de Marine Le Pen. Como es culto, como es casi rico, el narrador dice: “La pobreza no lo justifica todo”. Ni la riqueza y, por eso, él genera un intenso discurso de auto-exculpación en el que se asienta la verosimilitud de la novela.

Jaime, un compañero de Michel, es el destinatario de las palabras de un narrador sin nombre. Como la institutriz de Otra vuelta de tuerca, que también necesita purgar sus culpas presentándose incluso como un personaje heroico. El narrador relata su amor con —no por— un hombre muerto. “Estimado Jaime”, dice el narrador. Esa opción narrativa subraya el sentimiento de culpa de quien habla desde la conciencia de sus privilegios: dinero, familia, juventud, cultura, el hecho mismo de estar vivo. La voz del narrador/artista expresa la mala conciencia habitual de los personajes de Chirbes. Por eso y tal vez por pudor, el narrador no tiene nombre y dice que Michel es el ogro que se lo va a comer, pero en realidad ¿quién se come a quién?, ¿quién juega con ventaja?, ¿quién transforma todo el relato en la expresión de un yerro, un tropiezo, casi de un delito? Chirbes deja poco margen para la duda e incluso en un momento de la historia el narrador sin nombre, por la brutalidad de su dominio sobre Michel, se identifica con el padrastro que lo maltrataba en la adolescencia. Antes aludía a El bello verano: aquí leemos un cuento de la madrastra a la inversa. Y la palabra inversión surge de forma natural en esta exégesis de Paris-Austerlitz porque Chirbes está sacando a la luz el territorio oscuro de los prejuicios de los lectores. El narrador se justifica apelando a la objetualización a la que lo somete Michel y tenemos la impresión —equivocada— de que lo que tiene que ver con la materia y la especie, la pulsión sexual y la necesidad de pedir auxilio, exceden tal vez la determinación de clase. Pero no, lo que destaca es la mucha necesidad de poseer que tiene quien carece de casi todo. La necesidad basal de poseer de un pobre.

Paris-Austerlitz es fou por todas esas diferencias y por el malditismo de una sexualidad aún prohibida, tabuizada, que multiplica por mil todas sus culpas. El escritor, por boca de su narrador, plantea su visión de cómo las mujeres se objetualizan para un macho. El maquillaje, el estar listas. Todo surge a colación de por qué la madre de Michel toleraba al bestia de su padrastro, pero el escritor/narrador en realidad está abriendo un campo de preguntas que posiblemente no tienen respuesta e intensifican de nuevo todo lo fou que tiene este amour: en una relación homosexual entre hombres, educados como hombres en la más amplia extensión de la palabra, ¿quién se objetualiza para el otro?, ¿quién adopta la posición de una hipotética debilidad?, ¿quién asume el rol de estimular la seducción, de ser fuerte desde una aparente vulnerabilidad o vulnerable sin paliativos? Chirbes escribe sobre la homosexualidad, sobre un amor homosexual, y su texto y otra vez mis propios prejuicios hacen que me replantee el significado de palabras como hombría o fingimiento. Sin embargo, desde la perspectiva de Chirbes el factor que hace fou al más fou de los amores es la diferencia de clase: incluso la homosexualidad y todas las sodomías se toleran mejor si se tiene dinero. “El cuerpo es la casa”(118), escribe el narrador: el cuerpo se alquila, se compra, se habita, es el abrigo y la hipoteca. Lo físico se convierte en económico y esa metáfora de la violencia como desposesión es un leitmotiv ideológico en la obra de Chirbes. Ahí es donde radica la epifanía, la lección moral, de esta novela que tiene el sello de Chirbes: su leninismo y su talante proustiano, juntos, inseparables, de la mano. En la clase y en sus desniveles se instala la metáfora de la posesión y de la víctima y el verdugo. “Te he capturado”, dice Michel, y en esa captura, en la caza, la contorsión, la anulación de la personalidad del otro, en un amor que siempre nos deforma, nos amolda y nos mete dentro de la caja de una sensibilidad extraña, está la referencia a Bacon: la violencia y la ternura del lenguaje de Chirbes y las pinceladas con el color de la carne amoratada del pintor irlandés. El deseo de ser poseído y la asfixia que produce la posesión. Como si cada uno de nuestros amantes fuese culebra o anaconda que nos corta la respiración. El deseo de libertad en el amor y la imposibilidad de vivirlo sin culpabilidad o sin angustia. El mito romántico que se envuelve con el mito sadomasoquista del existencialismo y se enrarece mil veces más en el ámbito de las relaciones homosexuales con su carga añadida de pecado. Y hasta los ateos nos vemos empapados por las ideas de las que tratamos de abominar. Pese a nuestras apostasías, algo nos mancha y nos impide ser libres y limpios. De eso habla también Chirbes con los brochazos matéricos de su prosa sensorial, hermosa y subacuática. La sensorialidad del lenguaje insiste en lo táctil: el peso, la rugosidad, la temperatura. También el color y la forma, las dimensiones y los sentidos con los que trabajaría un pintor. Un narrador que pinta y al que sus palabras le salen por la culata. Un narrador que se desnuda mientas se excusa. Las referencias recorren como venas azules, internas, Paris-Austerlitz: el narrador pinta y en la página 53 cita a Bacon: “qué tendría que pintar ahora aquí, de regreso en Madrid, cadáveres que caminan por los pasillos del hospital, llagas como en Grünewald, carnes desolladas como en Bacon, como en Soutine (…) Sobre todo se me hacía insoportable el tiempo que pasábamos en la cama, sus brazos y sus piernas rodeándome. Me asfixias, no me dejas respirar…”. 

En ese juego de pesos y medidas, el voyerismo y el exhibicionismo de la propia escritura, nos hacen pensar que el amor es también una vigilancia de reojo. Al final, en la violencia, en la escisión, en la imposibilidad de volver atrás se caen las máscaras. Incluso las de la escritura y las del escritor. Chirbes escribe una historia de amor, tan vulgar y tan única, tan generosa y tan mezquina, como cualquier otra.

El pantano de la crisis que retrató Rafael Chirbes sube al escenario

El pantano de la crisis que retrató Rafael Chirbes sube al escenario

Texto leído en la presentación de la novela en la FNAC Callao el 4 de febrero, junto a Luisgé Martín.

*Marta Sanz es escritora. Su último libro es 'Farándula' (Anagrama, 2015). Marta Sanz

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