Los diablos azules
Imbécil ciudadana
La lectora abre Lectura fácil con confianza: sabe que Cristina Morales está de su lado. Lo sabe porque Cristina Morales es joven, como ella, porque es feminista, como ella, porque es de izquierdas, como ella. Porque el grafiti estampado en rosa en la portada reza "Ni amo, ni dios, ni marido, ni partido, ni de fútbol", y ese lema no va contra ella, sino contra los otros, y ese lema ha sido un guiño cómplice en las paredes antes de ser un guiño cómplice en la cubierta de un libro. Cuando llegó el fallo del Premio Herralde de Novela, la lectora lo recibió como si llevara su nombre: bien, viva, una de las nuestras, vaya bombazo.
¡Ay de la lectora que pensó que Lectura fácil sería, bueno, eso, una lectura fácil! Nada más cruzar el umbral, saluda María Galindo —¿quién?— desde la cita que encabeza el texto:
Afirmo que la puta es mi madrey que la puta es mi hermanay que la puta soy yoy que todos mis hermanos son maricones. No nos basta enunciar ni vocearnuestras diferencias:Soy mujer, Soy lesbiana, Soy india, Soy madre, Soy loca...
Etcétera, claro. Y a la lectora, que sin embargo entra en una o varias de esas categorías, se le enciende una lucecita roja en algún punto de su yo lector, ese que se ha arropado tantas veces con los diversos colores crema de la editorial Anagrama. Cuidado. Alerta. Porque la lectora ha leído también Terroristas modernos, y sabe que la escritura dinamitera de Cristina Morales se disfraza de novela histórica cuando quiere para, zas, colarte una diatriba contra el Estado, contra la burguesía en armas, contra los demócratas de pro, contra la monogamia. Contra ti, hipócrita lector, hermano mío. "¿De qué se está disfrazando ahora la escritura de Cristina Morales?", se pregunta la más sagaz de sus voces internas. La voz menos espabilada manda callar y pasa la página.
Al menos aquí el zas llega pronto. Porque, claro, la lectora sabía que Lectura fácil está protagonizada por cuatro mujeres discapacitadas intelectuales y parientes que comparten un piso tutelado en Barcelona. Y la lectora, con todo su capacitismo a cuestas, también con toda su ignorancia, tenía unas ciertas expectativas. No se esperaba esa voz torrencial de Nati, que arremete contra su compañero de danza, que "es un hombre pero ante todo es un macho, un demostrador constante de su hombredad" —y a esta lectora ultrafeminista aquello le suena radical—, que dice que la copa menstrual es muy cara y muy difícil de robar —y a esta usuaria de la copa menstrual se le cae el proselitismo a los pies—, que se pregunta "qué coño tiene la píldora de emancipadora" —y aquí, como la lectora no la usa, respira con alivio—.
La escritura de Cristina Morales se disfraza, al menos, de literatura divertidísima, veloz. El placer ante la palabra usada con maestría desactiva la lucecita roja, o al menos mitiga su insistencia, hace olvidar ese color que es también el del rubor, el de la propia vergüenza. Porque ya está ahí Nati recordándole que "una está haciendo lo que le mandan desde que se levanta hasta que se acuesta y hasta acostada obedece, porque una duerme siete u ocho horas entre semana y diez o doce los fines de semana", y la lectora recuerda que esa misma mañana ha maldecido el despertador y el capitalismo mientras sus pies se posaban diligentemente en el suelo y la conducían al baño y a la cocina, y después al trabajo. La lectora, respetuosa con el Estado de Derecho y orgullosa cumplidora de las normas cívicas, teme que se le note en la cara la obediencia, que ya no es un atributo algo cómico, sino una especie de esquirolaje.
"Si pongo a cuatro personajes discapacitados que sueltan sapos por la boca, me voy a encontrar probablemente con la doble moral de un lector que no va a verse capaz de contradecirles, porque, pobrecitas, son discapacitadas", explica Morales sobre sus protagonistas. Clic. El artefacto funciona de maravilla. Nati, pobrecita, le monta un circo al compañero de danza que se atreve a corregir el acento de la profesora italiana, y esa reacción, que la lectora podría haber tachado de histérica, parece aquí un acto de justicia. Marga, pobrecita, rechaza la ayuda de la PAH, porque lo que ella quiere no son recursos legales para acceder a la vivienda, sino que la administración deje de decirle lo que tiene que hacer, y esa decisión, que la lectora habría considerado irresponsable, parece aquí un ejercicio de libertad. Àngels, pobrecita, se levanta contra el sistema de Lectura Fácil cuyas absurdas normas de escritura le obligan a seguir, y lo que la lectora podría haber considerado como una resistencia al aprendizaje y la inclusión parece aquí una legítima reivindicación de la autonomía creadora. Patri, pobrecita, le larga a la jueza todo lo que sus parientas quieren mantener en secreto, y lo que la lectora podría ver como un uso pragmático de las instituciones parece aquí un acto colaboracionista y ensimismado. Patri, pobrecita, pero de verdad.
Y pobrecita lectora, que a estas alturas envidia la brillantez de Nati, que no aguanta ni media; la calma reflexiva de Àngels, que ha sabido ver las trampas de la literatura; la indomable libertad de Marga, a la que nada importa excepto el pan y las rosas, excepto ese instante de placer que es la dentellada más feroz contra un sistema que la quiere controlada, integrada, incompleta. Pobrecita lectora, que ve cómo la estrategia de Patri es inútil ante el poder, porque al poder le da igual la colaboración ciudadana, porque, como dice Morales, "aunque te portes bien, te lo van a quitar sí o sí" y "de hecho, portarte bien solo hace que te lo quiten antes". Pobrecita lectora, que trata de lavarse a la Patri que habita en lo más profundo de su ciudadanía.
Oh, la ciudadanía. Volvamos al principio, cuando la lectora aún se paseaba por las páginas de Lectura fácil como si fueran un terreno cómodo, lápiz en mano, subrayando los hallazgos de la autora. Y señalaba: "A diferencia de la tarea política del tirano o del violador, que necesita de la inmanencia de su objeto y de la experiencia del dominio, al votante le basta con la ilusión de la posesión, del tener en un sobrecito con su papeletita el destinito de algo. La fiesta de la democracia es una misa en donde el festín se reduce a una oblea consagrada por cabeza". Vaya, se dice la lectora-votante. "No follo ni con españoles ni con nadie que haya votado en las últimas elecciones, sean locales, autonómicas, nacionales o europeas, o elecciones sindicales o elecciones primarias para elegir al líder de un partido, o en referéndums por la independencia, por la firma de un tratado de paz, por la extensión del mandato presidencial, por la reforma de la Constitución, por la cancelación del rescate europeo o por la salida de la Unión Europea, imbéciles ciudadanos todos". Y a la lectora, imbécil ciudadana, se le congela la sonrisa de lectora sagaz ante la boutade de Nati.
En esa página 30, algo en la lectora se rinde. El sistema de alarma se desconecta —con breves recaídas— y la imbécil ciudadana se deja sublevar por esa revolución en marcha que se opera desde el piso de la plaza Carmen Amaya número 1, 1º, 2ª, y comienza a utilizar con asiduidad el calificativo de fascista —el Estado, desde luego, es fascista, el trabajo es de lo más fascista que hay, el discursito de la igualdad democrática es fascista, la retórica es fascista, el Metro de Madrid, por qué no, es fascista, los subtítulos al andaluz son fascistas, la talla 38 es fascista...—, y el enfrentamiento violento contra el machismo empieza a parecerle una opción sensata, y normalización e integración son palabras malsonantes, verdaderos atentados contra la dignidad, y el sexo consensuado —cierto sexo consensuado— es tan incendiario como un cóctel molotov.
Camellos atravesando el ojo de una aguja
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La imbécil ciudadana no es ingenua; sabe que sigue siendo una imbécil ciudadana. Pero al cerrar el libro escucha algo así como el estruendo de algo gigantesco que se derrumba, algo así como el sonido alegre de los gritos de Nati cagándose en todo lo cagable desde el balcón de su piso tutelado.