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¿Quién es la loca aquí?

Portada de El placer de matar a una madre, de Marta López Luaces.

David Becerra Mayor

El placer de matar a una madre

Marta López Luaces

Ediciones B

Barcelona

2019

El día que Carrero Blanco saltó por los aires –"El presidente del Gobierno, salvajemente asesinado", rezaba el titular del ABC–, Isabel Rodríguez Padrón fue ingresada en un hospital psiquiátrico de mujeres tras declararse autora del asesinato de su madre. Así empieza El placer de matar a una madre, de Marta López Luaces, una novela que retrata una España en transición y que cabalga las contradicciones de un mundo que no termina de nacer y otro que no termina de marcharse.

A través de la trama del matricidio, López Luaces lleva al lector a una España que no debía realizar únicamente una transición a nivel político –de la dictadura a la democracia–, sino un cambio más profundo, que implementara reformas en todas las áreas de la vida. No bastaba transformar el modelo del Estado, también se necesitaba desactivar los dispositivos que se ocupan de la distribución jerárquica de los cuerpos dentro de una sociedad que se basaba en un sistema disciplinario. Para mantener el orden –su orden–, los agentes del poder reprimen y disciplinan la subjetividad –sus ideas, deseos, iniciativas– de los individuos que la habitan. No es casualidad que para retratar esa España que se encaminaba hacia la Transición la autora localice su trama en un hospital psiquiátrico —lugar de vigilancia y control por antonomasia— y que ese lugar funcione como metonimia de aquella España anquilosada y franquista.

El hospital psiquiátrico de El placer de matar a una madre está regido por la psiquiatría pastoril. Las enfermas son concebidas como ganado que ha salido del rebaño a causa de su locura. Claro que la noción de locura incluye, en este contexto, todas aquellas formas de vida que no encajan en la heteronormatividad dominante. La psiquiatría pastoril adormece, por medio de pastillas y electrodos, esas subjetividades disidentes que se han atrevido a vivir de otra manera. Como cuerpos sin vida, como zombis de una película postapocalíptica, las enfermas deambulan sin voluntad dentro de los límites marcados por la institución médica. Dejan de ser sujetos, han visto aniquilada su subjetividad. Ya decía Foucault, cuando definió la noción de biopolítica, que el poder ejerce la dominación no solo a través de la ideología, sino también del cuerpo. La medicina es, siguiendo a Foucault, un instrumento biopolítico, y el hospital psiquiátrico la estructura más idónea para el control de los cuerpos.

Pero son tiempos de transición en los que se atisban reformas en el horizonte. Un joven psicólogo, curiosamente apellidado Suárez, formado en el extranjero, llega con ideas renovadas al hospital psiquiátrico con la intención de reformar la institución, apostando por una psiquiatría centrada no en la anulación del sujeto sino en el pleno desarrollo de la subjetividad de sus pacientes, un desarrollo que les permita vivir, amar, pensar al dictado de sus deseos, reactivándolos, reapropiándose de sus cuerpos, para que sus vidas merezcan ser realmente vividas. El viejo y el nuevo mundo colisionan, se tensan las contradicciones, se logran progresos a pesar de los obstáculos, al tiempo que otros avances todavía no consolidados se ven replegados por las circunstancias externas. El hospital psiquiátrico, como la España de la década de los setenta, ha iniciado una transición.

El choque se produce también en el lenguaje. El placer de matar a una madre le asigna al lenguaje un carácter performativo y sostiene que hay que cambiar el modo de nombrar la realidad para transformarla. La novela establece, de manera nuevamente muy foucaultiana, una relación íntima entre las prácticas discursivas y el poder. El viejo lenguaje fija a las enfermas en la inamovible y homogénea categoría del loco. Pero cuando toman la voz reconocen que en realidad muchas de ellas no deberían estar ingresadas en el hospital. No son locas, se las ha catalogado como tal por no responder a las expectativas de una sociedad fascista y patriarcal que expulsa a los márgenes aquellos pensamientos y deseos que no encajan en la norma, en su normalidad constituida.

"Solo una loca puede matar a su madre" es el argumento que la investigación policial esgrimió para cerrar el caso. Pero, aunque tengamos autora confesa del crimen, no significa que el caso esté cerrado. No lo está al menos para el doctor Suárez, como tampoco lo está para el lector. Todavía queda por saber por qué Isabel Rodríguez Padrón mató a su madre. El recurso a la locura no funciona sino como cierre que neutraliza lo político, la posibilidad de encontrar una causa que ofrezca una explicación del crimen. A partir de las conversaciones que el doctor Suárez mantiene con Isabel cabe la posibilidad de abrir lo que se ha dado por cerrado, de explorar el modo en que lo político y lo social, lo radicalmente histórico, atraviesa la vida de la protagonista de El placer de matar a una madre.

Poco a poco, a través de estas sesiones, vamos conociendo a Isabel, una mujer como cualquier otra, que no pudo disfrutar del privilegio de tener aspiraciones vitales, ambiciones culturales. Las mujeres, como lo dijo Adrienne Rich en Nacemos de mujer, viven siempre en la espera: esperando la menstruación, que les pidan matrimonio, el embarazo, el nacimiento de un hijo, o finalmente la menopausia. La espera anula la acción, o más bien es una forma de negarles la agencia. No se construye futuro, solamente se espera su llegada. Isabel también espera. Carece de imaginación para pensar otra vida posible y para construirla, o más bien le han arrebatado la posibilidad de disponer de esa otra imaginación, de la misma manera que la han dejado sin modelos en los que mirarse para vivir de una manera radicalmente distinta a la que le asigna la sociedad en la que vive. Isabel Rodríguez Patrón ha vivido siempre esperando, sin llegar nunca a ser el imposible que en verdad quería ser.

Su madre, una mujer tradicional, pasiva, dependiente de su marido, es el modelo que el patriarcado le pone delante de sus ojos, pero ella no quiere seguir ese modelo. Sin embargo, no es eso lo que la impulsa a matarla, ni mucho menos. Es tal vez en el hospital psiquiátrico donde Isabel encuentra esos modelos, esas otras mujeres con las que poder identificarse y crear un futuro. Resulta extraño que sea precisamente en este lugar donde les han robado la vida, el deseo, el futuro, donde Isabel empiece a construir a la Isabel que nunca pudo ser. Acaso se deba a que en este espacio habitado exclusivamente por mujeres ha podido participar en lo que Adrienne Rich denominaba el "continuo lesbiano", esto es, ese espacio femenino que –sin que necesariamente incluya experiencias sexuales entre mujeres– habilita a las mujeres a compartir vida y experiencias, a constituirse como contrapoder, a vivir según sus propias reglas y a unirse contra la dominación masculina. El hospital psiquiátrico de El placer de matar a una madre permite a sus protagonistas crear una comunidad autónoma respecto a los hombres desde la que escapar, aunque no siempre se logre, del lugar fijado por la sociedad heteropatriarcal.

En ese espacio, incluso más que en las sesiones con el doctor Suárez, Isabel verbalizará los motivos que la condujeron a matar a su madre. Irrumpirá en escena la historia del padre, huraño y ausente, que desaparecía durante periodos largos para realizar trabajos que conectan esta historia de las postrimerías del franquismo con la Guerra Civil, con el poder que ejercieron los vencedores sobre los derrotados, incluso mucho después de terminar la guerra.

Guerra y hambre

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Marta López Luaces, que además de novelista y poeta es profesora de Literatura Hispanoamericana y Estudios de Género en la Montclair State University de Nueva Jersey, se sirve de un aparato teórico sobre feminismo y biopolítica para construir una trama narrativa sobre el poder y el cuerpo, sobre el lugar asignado a las mujeres en la sociedad patriarcal —especialmente en ciertas épocas y bajo ciertos regímenes— y las posibilidades de subvertirlo, sobre la capacidad del lenguaje para fijar la realidad, pero también para transformarla, sobre la vida íntima y colectiva de una España marcada por la Guerra Civil y cuyos fantasmas siguen habitándola a pesar de la transición. El placer de matar a una madre no habla exactamente de un asesinato, ya lo descubrirá el lector, sino del derecho a morir con dignidad y de reclamar el cuerpo como propio, de que lo que es considerado normal –y legal– en cierto momento, en otros se considera una atrocidad. Y viceversa.

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David Becerra Mayor es profesor de Literatura en la Universidad Autónoma de Madrid y director de la colección de ensayo de Hoja de Lata. Su último libro es La Guerra Civil como moda literaria (Clave Intelectual, 2015).

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