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Los diablos azules

Luna Lorca, azul Siquier

Portadas de 'Un lector llamado Federico García Lorca', de Luis García Montero, y de 'Color del sur', de Pérez Siquier.

Josep M. Rodríguez

“Quizá dentro de cincuenta años sea difícil entender que hubo un tiempo en el que algunas personas se pasaban la vida leyendo”. Así empieza el retrato de juventud que Luis García Montero ha elaborado de Un lector llamado Federico García Lorca. Se trata de un ensayo de prosa limpia y bien documentada en el que a través de más de doscientas páginas se desmonta la extendida imagen del poeta de Fuente Vaqueros como autor que seguía el mandato de la inspiración. Tras las metáforas arriesgadas y brillantes, y tras los hallazgos de la imaginación, se esconde alguien que, en palabras de su amigo Pepín Bello, “lo había leído todo”. El propio García Montero es consciente de esta paradoja: “La formación literaria de García Lorca fue muy sólida y está lejos de acomodarse a la figura del artista espontáneo, buen salvaje inspirado por sus poderes naturales”.

Entre anécdotas, versos y detalles de la biografía del poeta, este ensayo repasa la huella que en su formación y escritura dejaron Shakespeare, Tagore, Maeterlinck, Verlaine, Oscar Wilde o Victor Hugo, del que el propio García Lorca escribe en una carta fechada en 1932: “Uno de los más tiernos recuerdos de mi infancia es la lectura de Hernani de Victor Hugo en la gran cocina del cortijo de Daimuz para gañanes, criados y la familia del administrador. Mi madre leía admirablemente y yo veía con asombro llorar a las criadas, aunque, claro es, no me enteraba de nada… ¿de nada?... sí, me enteraba del ambiente poético”. Además de estos y otros autores clásicos, también se repasa la relación del, por entonces, aprendiz de escritor con Unamuno, Rubén Darío, Antonio Machado, Gómez de la Serna o Juan Ramón Jiménez. Así como su vínculo con la música, en especial con el cante jondo, que entroncaba con su gusto por la poesía popular, oral, cuya influencia será decisiva en esa primera etapa que significativamente ilustran los títulos Poema del cante jondo y Romancero gitano.

A mediados de los años cincuenta, Carlos Pérez Siquier realiza una serie de fotografías en el barrio almeriense de La Chanca: “La fotografía es para mí una forma de recreación de los hechos y las situaciones que conmueven mi ser interno. Mi atención va dirigida a la vida diaria, en todas las manifestaciones visibles. No es el hecho inusitado o extraño el que más atrae mi mirada (…), es lo cotidiano y lo sencillo, lo auténtico en su vulgaridad lo que quiero hacer resaltar más intensamente (…). Yo pongo cariño en todo, aun en lo más simple, y lo observo con ojos nuevos y admirados. A veces los seres y las cosas se me entregan, me dejan conocer su segundo universo y entonces yo descubro que he realizado una buena fotografía, que he transformado una nueva realidad para infundirle calor, para poetizarla, que es la base suprema de la intemporalidad de cualquier obra”. Son palabras de Pérez Siquier, pero uno tiene la sensación de que coinciden en actitud estética con el propio García Lorca. De hecho, en otra misiva (esta vez dirigida a Adriano del Valle) nuestro poeta articula más o menos la misma idea: “El lirismo es lo que me salvará ante la eternidad”

Y hablando de eternidades, del mismo modo que hay un Paraíso perdido de John Milton ilustrado por Gustave Doré (no sé si existe algún libro más bello), tengo la sensación de que la fotografía de Pérez Siquier encajaría con la poesía de García Lorca igual que le encajaban los guantes a Rita Hayworth. Y digo poesía, en general, y no un libro en concreto, porque hay una evolución hasta cierto punto paralela entre ambos itinerarios estéticos. Principalmente en sus dos etapas centrales. La primera, basada en lo que Luis García Montero denomina “una lectura culta de lo popular”. Es decir, la búsqueda de una verdad primitiva, del uso de lo tradicional o incluso folclórico pero con una voluntad modernizadora. Es la fotografía de unos novios gitanos, sonrientes, rodeados de niños y de los invitados a la boda. O el burro cargado con cañas a la puerta de una casa encalada. Son el “Romance sonámbulo” y los versos de “Reyerta”. Incluso el “Romance de la guardia civil española”, con toda su carga ética y de denuncia. De hecho, cuando se exponen en París las fotografías de La Chanca (cito a José María Ridao), “la reacción del régimen de Franco no se haría esperar, emprendiendo una campaña de difamación de Pérez Siquier y de su trabajo que marcaría, en buena medida, su trayectoria posterior”. Da escalofríos pensar que unas décadas antes su suerte podría haber sido otra. Más trágica.

A esta primera etapa le seguiría otra de claro ascendente vanguardista. Ni que decir tiene que en el caso de García Lorca el título clave es Poeta en Nueva York. En palabras de Luis García Montero, “uno de los libros decisivos a la hora de definir el significado de la vida urbana en la literatura del siglo XX”. Metáforas encadenadas (influencia del surrealismo y de algunos otros ismos que el poeta andaluz conocía bien), versos que no sólo no huyen del feísmo, sino que lo buscan conscientemente y, también, por supuesto, la voz de protesta social: “Yo denuncio a toda la gente / que ignora la otra mitad”. ¿Pero dónde estaría la conexión con Pérez Siquier? Pues basta con echar un vistazo al catálogo Color del Sur, aunque nos vale igualmente el volumen Al fin y al Cabo. En ambos, la crítica social es obvia, como en la emblemática fotografía de una mujer rubia, completamente maquillada y que no renuncia a sus llamativos pendientes y demás accesorios, mientas está tomando el sol de Marbella. O aquella otra imagen en la que se observa el paso del tiempo en ese reloj de sangre que son unas piernas con varices (queda patente que el concepto de belleza es otro). Y por supuesto el uso del color, en clara sintonía con el Pop Art y, si me permiten, con la escuela fauvista. De hecho, la introducción que escribe Antonio Lafarque (comisario de la exposición Al fin y al Cabo) se titula “Azul Siquier”, consciente de que el fotógrafo se inventa o personaliza el color del mismo modo que Poeta en Nueva York representa un uso nuevo, personal, de la metáfora dentro de su propia obra. Dos referentes ineludibles en sus disciplinas artísticas.

Quisiera terminar con una reflexión de Luis García Montero: “La lectura es encuentro, diálogo de dos conciencias sobre el espacio común de una página. Entre otras cosas, un escritor es aquello que ha leído, porque la palabra del otro es una experiencia que conforma su identidad”. También un fotógrafo es aquello que ha visto en la mirada de otros. Somos nuestra tradición. Así, la identidad poética de García Montero se refleja en los versos de Federico García Lorca, quien a su vez se asomó a las aguas de Ovidio y Las metamorfosis (“Ana María, ahí está todo”, le confesó el poeta a la hermana de Dalí). Porque cada nuevo autor es un vagón que se añade a la cola de lo ya escrito. Pero tampoco se puede olvidar que son los lectores, desde su generosidad, los que ponen el tren en marcha.

 

  • Luis García Montero. Un lector llamado Federico García Lorca, Taurus, Madrid, 2016
  • Carlos Pérez Siquier. La Chanca, Dirección General de Arquitectura, Junta de Andalucía, Sevilla, 2001.
  • Carlos Pérez Siquier. Color del Sur, Fundación Unicaja, Almería, 2003. 
  • Carlos Pérez Siquier. Al fin y al cabo, Centro Andaluz de la Fotografía, Almería, 2009.

*Josep M. Rodríguez es poeta. Su último libro es Josep M. RodríguezEcosistema (Pre-Textos, 2015).

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