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El rincón de las lectoras

‘Mansplaining’ y animales políticos

'Los hombres me explican cosas', de Rebecca Solnit.

Lorena Ferrer

“Es una verdad universalmente aceptada que toda mujer en posesión de una opinión necesita alguien que la corrija”. Con esta afirmación lapidariamente machista, que parafrasea con cierta sorna el inicio de Orgullo y prejuicio, comienza Rebecca Solnit su artículo “Men explain Lolita to me” (“Los hombres me explican Lolita”), publicado en la web Literary Hub en diciembre de 2015. Un golpe de efecto para introducir a sus lectores en lo que el feminismo contemporáneo, en su batalla por crear una constelación terminológica capaz de nombrar lo que hasta el momento pasaba inadvertido, ha denominado mansplaining. Después de que Capitán Swing lanzara a inicios de septiembre la traducción del libro de Solnit que ostenta el mérito de haber definido el fenómeno —no de haber acuñado el término, insiste la escritora y activista estadounidense— el neologismo está más presente que nunca.

Los hombres me explican cosas (Men explain things to me, 2008) se abre con un ensayo homónimo que relata una anécdota personal que a estas alturas ya es vox pópuli. Puede resumirse del siguiente modo: el anfitrión de una fiesta burguesa hasta la náusea se aproxima a entablar conversación con las dos invitadas más jóvenes —la autora y su amiga Sally—, que estaban a punto de escabullirse. Sabe que una de ellas ha escrito un “par de libros” (en realidad, seis o siete), por lo que, en un tono condescendiente (“de la misma manera que animas al hijo de siete años de tu amiga a que te describa sus clases de flauta”), le pregunta sobre qué tratan. Cuando esta comienza a hablarle del último de ellos, la interrumpe para presentarle una nueva e importantísima obra sobre el mismo tema que, sorprendentemente, ella no parece conocer. Es entonces cuando se perfilan dos roles bien distintos en la conversación: por un lado, la joven ingenua que se asombra de haber pasado por alto un libro tan similar al suyo y aparecido a la vez que este (pero que en ningún caso duda de su existencia); por otro, el señor Muy Importante, que enseguida empieza a pontificar “con la mirada fija en el desvaído y lejano horizonte de su propia autoridad”. El final de la historia es, efectivamente, el esperable: después de varios intentos, Sally consigue hacerle saber a su interlocutor que la mujer con la que está hablando es precisamente quien ha escrito el libro sobre el que está sentando cátedra. Esto es: que le está explicando la obra a su propia autora.

Lo que el incidente relatado saca a la luz es una actitud que, aunque común y reconocible, frecuentemente se produce de una manera subrepticia, lo que la hace difícil de señalar. El nombre que recibe es, claro está, mansplaining: los hombres, sepan o no de lo que están hablando, les explican cosas a las mujeres, y lo hacen de con condescendencia o paternalismo, presuponiendo su desconocimiento del tema o asumiendo que estas se hallan en desventaja a la hora de comprenderlo. No es algo que todos los hombres hagan, no es una falla con la que estén inherentemente marcados ni un defecto que todos ellos posean, pero sí que, en tanto que expresión de un privilegio que resulta de un modo de socialización, es algo que solo los hombres hacen. Existen, es cierto, personas de ambos géneros que pueden hablar sin parar de cosas absolutamente irrelevantes; sin embargo, la absoluta confianza en uno mismo que lleva a confrontarse con el otro (la otra) en cuestiones de las que se es completamente ignorante es netamente masculina y se produce habitualmente en su interacción con mujeres. Si bien Solnit parte de su propia experiencia, hace un esfuerzo consciente por no tratarla como un caso aislado, sino como un fenómeno del que el feminismo debería dar cuenta e introducir dentro de la nómina de comportamientos machistas.

¿Micromachismo o injusticia democrática?

Habitualmente, el mansplaining es calificado de micromachismo y agrupado con otra serie de prácticas sexistas que tienen lugar en la vida cotidiana y que, dado el peso de la costumbre y la normalización, tienden a banalizarse, por lo que es necesario —y esa parece haber sido la intención del psicoterapeuta Luis Bonino cuando acuñó el término en los años noventa— visibilizarlas. No obstante, el prefijo micro- puede enmascarar la importancia real de este tipo de comportamientos que, por cotidianos, no son menos violentos ni menos denunciables que otras muestras de machismo a las que no cabría anteponérselo. En lugar de devaluar su carga machista, es preferible analizar el mansplaining como una expresión de dominio masculino con importantes consecuencias políticas, tanto materiales como simbólicas. Para ello debemos considerar, como lo hace la propia Solnit, que existe una continuidad entre todas estas prácticas de silenciamiento y violencia de los hombres hacia las mujeres y que por tanto conviene, en lugar de evaluarlas en una escala de menor a mayor gravedad, ver el abuso de poder como un todo.

El mansplaining alude a una tensión entre fuerzas desiguales, a un ejercicio de poder que refuerza un reparto asimétrico de las posibilidades de actuación. Si entendemos el poder como algo que “incita, induce, seduce, facilita o dificulta; amplía o limita, vuelve más o menos probable; de manera extrema, constriñe o prohíbe de modo absoluto” las acciones de los sujetos actuantes (Michel Foucault), comprenderemos asimismo cuáles son las consecuencias de estos hombres que explican cosas. “La resbaladiza pendiente del silenciamiento”, la llama Solnit: una guerra que las mujeres libran cada día, incluso contra sí mismas, y que dificulta su desarrollo en cualquier campo, pues las previene de hablar e incluso de ser escuchadas o creídas cuando se atreven a hacerlo. Las confina al silencio, indicándoles —igual que lo hace el acoso en las calles— que ese no es su sitio. En otro de los artículos del libro, la autora habla sobre el “síndrome de Casandra”, recuperando a aquella mujer condenada a predecir desgracias y ser tomada por mentirosa, pero igualmente podemos mencionar el llamado “síndrome de la impostora”, que lleva a tantas mujeres a desmerecer sus méritos y, en muchos casos, a no mostrarlos por miedo a ser consideradas un fraude.

El reverso de unos hombres arrogantes y seguros de sus propios conocimientos y opiniones son unas mujeres entrenadas en la falta de confianza en sí mismas y en la autocontención, que no logran sobreponer su voz a la de sus altivos interlocutores y cuya palabra, en los casos más flagrantes, es continuamente desacreditada. “La credibilidad es una herramienta básica para la supervivencia”, declara Solnit, pero las mujeres no parecen tener la suerte de ostentarla: el feminismo sigue luchando por situar en el centro el testimonio de la víctima, especialmente en casos de violencia machista o acoso de cualquier tipo. Un testimonio que, por cierto, no tiene validez legal alguna en varios países de Oriente Medio y que, allí donde no es invalidado jurídicamente, lo es por medio de numerosas estrategias. En todo el mundo y en todas las épocas el discurso femenino ha ido acompañado de calificativos como subjetivo, ilusorio, histérico o directamente falso. Ello ha sido, por supuesto, una manera más de silenciarlo.

Ser humano, ser político, ser de palabra

Resulta interesante leer el mansplaining a la luz de la filosofía política y tratarlo no como un micromachismo, sino como una injusticia democrática de primer orden. Para ello podemos retrotraernos a la Política de Aristóteles y a la diferencia que allí se establece entre la voz (phoné) que poseen todos los animales, y que les sirve para expresar placer o dolor, y la palabra (logos) que nos permite a los humanos manifestar lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. El ser humano es un ser político (zoon politikón) en la medida en que es también un ser de palabra, en que posee el lenguaje (zoon logon ekhon). Cuando a las mujeres se nos niega la posibilidad de ser escuchadas y creídas, cuando se coarta nuestra capacidad de expresión, no solo se nos está impidiendo el acceso a determinados ámbitos y la participación en ellos, sino que se nos está negando nuestro estatus de seres humanos. Nuestra palabra deja entonces de ser reconocida como tal y es tratada como mero ruido.

A su vez, el filósofo francés Jacques Rancière funda la racionalidad propia de la política en esta distinción aristotélica entre voz y palabra, y en la atribución de un carácter lógico o fónico a la palabra de los otros. En la discusión entre dos o más partes se produce un doble litigio que va más allá del objeto de desacuerdo y que atañe también a la posición de los interlocutores en disputa: quienes hablan no siempre se consideran como poseedores de un lenguaje común ni su interlocución igualmente válida, por lo que existe, de antemano, una disimetría en las posiciones mismas. Es así como se ejerce la dominación —lo que Rancière llama también la policía u orden policial—, al marcar una la frontera entre los que pueden hablar y, por tanto, son considerados sujetos políticos, y los que con su voz solo pueden manifestar descontento, furor o histeria. La tarea de la política consiste en demostrar la contingencia de este reparto. Solo puede existir, pues, cuando quienes no son contados como seres dotados de palabra reivindican su derecho a serlo y, con ello, oponen una nueva configuración de la comunidad. Desde esta perspectiva, política y emancipación son dos caras de una misma moneda.

El mansplaining es un asunto político precisamente porque alude al desacuerdo entre dos interlocutores que ocupan distintas posiciones dentro del acto comunicativo. En lo que concierne a este, la mayoría de las mujeres, como bien señala Solnit, se dan de bruces constantemente con el doble litigio anteriormente mencionado, y se ven obligadas a luchar en dos frentes distintos. Por un lado, en lo referente al tema que se esté tratando; por otro, han de defender su mero derecho a hablar, a tener ideas, a que se les reconozca la capacidad de ostentar verdades y no meras opiniones, a ser reconocidas ellas mismas como seres humanos. Deben reparar una injusticia de género que limita su espacio de actuación al mismo tiempo que lo amplía para los hombres. Para entender el mansplaining es necesario conceptualizar el espacio en el que se despliega la comunicación como una entidad finita: si alguien ocupa una porción demasiado grande del mismo —es decir, si habla más tiempo de la cuenta o su voz se escucha mucho más que la del resto— significa que otros se están quedando con una mucho más pequeña o, incluso, que se han visto expulsados de este espacio. Para que unas avancen dentro de un espacio limitado, otros deben retroceder. Han de renunciar a algo que no es un derecho, sino un privilegio, una fuente de discriminación e injusticia.

En 1961, Jean-Paul Sartre escribía como prefacio para el libro del revolucionario martiniqués Frantz Fanon, Los condenados de la tierra: “No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado”. Hoy en día, nuestro planeta está poblado por más de siete mil millones de habitantes y, puesto que insistimos obstinadamente en dividirlos binariamente según su género, podríamos decir que cerca de la mitad son hombres, y un porcentaje similar, mujeres. Los primeros siguen siendo los poseedores de la palabra; las otras luchan día tras día por demostrar que esta es una capacidad que les pertenece, aunque muchos sigan actuando como si la tomaran prestada.

[Lee aquí el primer capítulo de Los hombres me explican cosas, de Rebecca Solnit] aquí

*Lorena Ferrer es investigadora predoctoral en Filosofía.Lorena Ferrer

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