Los libros
'Y oyes cómo llora el viento': Asomarse al abismo
Y oyes cómo llora el vientoTexto de Dora SalesIlustraciones de Enrique FloresLóguez EdicionesSanta Marta de Tormes (Salamanca)Y oyes cómo llora el viento
2016
En 1729, Jonathan Swift aportaba, entre sarcasmo e ironía, la solución para el exceso de niños pobres en Irlanda a través del ensayo satírico: Una modesta proposición, donde sugería que los padres vendieran a sus hijos a los ricos hacendados para que estos se los comieran. La publicación de la obra le acarreó el rechazo de sus contemporáneos por su excepcional mal gusto, pero consiguió remover conciencias. Hoy, tal provocación en un entorno donde los inmigrantes ahogados son el último de los problemas de cualquier gobierno europeo, pasaría totalmente inadvertida.
Para un occidental, más preocupado por el acceso al poder de algún partido radical de reciente aparición o por el atuendo heterodoxo de los personajes de la última cabalgata de los Reyes Magos, resulta inimaginable la perspectiva de que sus hijos de diez o doce años puedan andar por ahí pistola en mano, descalzos y con el cerebro saturado de pegamento, cambiando plata por sangre a las órdenes de algún narcotraficante que, además, es el único padre que han conocido. Hay un abismo de gravedad inconcebible entre el planeta donde viven esos niños, que disparan como el que va al quiosco a comprar chuches, y el planeta donde mi hijo dibuja las aventuras de “El Rey Hormiguita”, personaje de su creación que, aunque dispone de toda una flota de naves estelares y habla de aniquilar mundos enteros a golpe de láser, está muy lejos de matar a nadie o de imaginar siquiera lo que eso supone.
En Y oyes cómo llora el viento nos asomamos a ese abismo.
El narco llega donde no llega el Estado. El señor de la droga viene a remendar la camiseta raída con calderilla y pegamento para inhalar a cambio de pequeños favores como el asesinato de algún otro famélico soldadito de la competencia. Según las cifras que nos aporta el libro, veinte mil menores solo en México participan en ese festival, en esa desquiciada cabalgata en la que desfilan por toda Sudamérica y que abandonan, tras un corto recorrido, con una pregunta sin contestar en la órbita de cada ojo muerto y buena cantidad de caramelos de plomo en los bolsillos. Por impotencia, por falta de voluntad por parte de las instituciones del Estado o quizá porque el excedente de niños por metro cuadrado haya devaluado la vida humana hasta el nivel del sacrificio, no parece que esta sangría, a razón de quinientos muertos por año, vaya a detenerse. De qué podría servir la irónica solución-protesta de Jonathan Swift cuando hemos decidido mirar para otro lado. La lógica del capitalismo, llevada hasta sus últimas consecuencias, nos conduce directamente a la eugenesia.
Dora Sales
y Enrique Flores colaboran en este libro para contarnos el alcance cotidiano de la tragedia sin perder de vista en ningún momento que quien nos habla es un niño, con todo el desconcierto, la soledad, el dolor y la rabia de otros tantos pequeños desgraciados de la calle, cuyo drama no tiene lugar en un solo país, razón por la cual el texto incorpora vocabulario y giros idiomáticos de diferentes lugares de iberoamérica.
Enrique Flores resuelve con su dibujo espontáneo y directo esta cruda historia de Dora Sales como un reportero en el infierno. Enrique se ha movido siempre, cuaderno en mano, a la manera de los antiguos cronistas que acompañaban a las tropas coloniales como única fuente fiable de lo que ocurría al otro lado del mundo, tomando buena nota gráfica de los acontecimientos, dibujando incluso la trayectoria de las balas en medio de las escaramuzas. Capturar la realidad, cuando la realidad no se está quieta, es un talento que ha demostrado en múltiples ocasiones, el terreno donde más a gusto se encuentra, como queda patente en sus Cuadernos de viaje por la India y Cuba o en su Cuaderno de Sol que recoge las instantáneas tomadas a pie firme y golpe de acuarela durante la acampada del 15-M en la que estuvo inmerso desde sus inicios.
Ojalá pudiéramos escribir otra conclusión para esta historia y no transigir con el horror como algo natural por más frecuente que sea, pero me temo que, desde nuestro sofá frente a la televisión, seguiremos dando buena cuenta de las cifras de la tragedia mientras dudamos sobre la marca de la comida para el perro o el color de las cortinas. Quizá incluso leamos algún pasaje de Dickens para comprobar lo que hemos avanzado con lo mal que lo pasaban los niños pobres en la Inglaterra del siglo XIX, y pasaremos página.
*Toño Benavides es poeta e ilustrador. Toño Benavides