Los libros
La perplejidad de vivir
Trabajos forzadosOswaldo MuñozLeteraduraValencia2017Trabajos forzados
Oswaldo Muñoz escribía para expresar la perplejidad de vivir. Ahora, seis años después de su muerte, la editorial valenciana Leteradura publica su primer libro: Trabajos forzados. Es un ramillete de los aforismos que, siguiendo el consejo de su maestro Gilles Deleuze, iba anotando. Estos textos –unos feroces, otros tiernos, algunos humorísticos— confirman tanto la extensión y profundidad de su cultura como la inquietud y rebeldía de su pensamiento.
Nació en Valencia en 1954, en el seno de una familia ilustrada, europeísta y republicana, y allí le conocí, cuando los dos empezábamos a dejar atrás la adolescencia y compartíamos la repulsión por el franquismo y la sed por los libros y las películas procedentes de allende las fronteras celtibéricas. Oswaldo Muñoz, amigo de los poetas Leopoldo Panero y Eduardo Hervás y del cineasta Antonio Maenza, era uno de los jóvenes malditos más fascinantes de la ciudad del Turia en aquellos años postreros del régimen oprobioso.
Volví a tratarle a comienzos de los años noventa, en París. Él se había exiliado allí como consecuencia de no recuerdo muy bien qué oscuro episodio, y yo era el nuevo corresponsal en Francia de El País. Oswaldo Muñoz colaboraría en las páginas culturales de ese diario desde entonces y hasta su muerte —en París, bien sûr— en 2011.
París le sentaba muy bien. Allí pasó 35 de los 57 años de su existencia y allí dejó viuda e hija. En la capital francesa se sentía “un español completo”, precisamente por el hecho de estar ausente de España, según cuenta en Trabajos forzados. Aunque también echara de menos cierto ruido de sus años valencianos: el de las olas al romper en la orilla y retirarse, un vaivén que, según dice en otro de los aforismos, le producía paz. Una paz solo perturbada por la tentación de sumergirse en el mar para buscar el cofre del tesoro de algún capitán pirata.
Oswaldo Muñoz nunca fue un dogmático. “Ninguna creencia es irrevocable salvo nuestra fe en poder cambiarla”, afirma en Trabajos forzados. Era más bien “culto, alegre y vital”, como recuerda Carmen Monteagudo en su introducción a esta obra. Un tipo capaz de meditar sobre el hecho de que él, bibliófilo apasionado, había conocido a mucha gente buena que jamás había leído un libro. O de observar que “solo los santos y los locos reparan algo que no han roto”. Y de afirmar que “el acto de pensar es la cosa más difícil del mundo porque es la única ocupación cuyo objeto requiere estar inexorablemente solo”.
Trabajos forzados termina con un homenaje a Allen Ginsberg: “Recobro mi esperanza de hallar un día el canto del pueblo de los Canguros Rojos”. Con ellos andará ahora.
*Javier Valenzuela es periodista y colaborador de Javier ValenzuelainfoLibre.