El rincón de los lectores
El río de Macondo
Hay libros a los que necesitamos volver, una y otra vez, que nos regalan la placentera sensación de volver a casa. Cien años de soledad de Gabriel García Márquez es uno de ellos. Dijo Borges en su conferencia “El libro” (1978), recogida en Borges, oral (Alianza, 1979): “Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Les debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído”.
Para releer hay que haber leído, y en el caso de Cien años de soledad hay que haberse sentido deslumbrado por las palabras que abren el libro: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Palabras que nos recuerdan que amamos los relatos, que necesitamos de los relatos para contarnos lo que somos, para tratar de entender nuestra contradictoria y absurda realidad. Para releer Cien años de soledad hay que haber sido arrastrado por la plenitud extraordinaria y por la fuerza de la vida que rezuma la novela.
El relato de la estirpe de la familia Buendía es un canto a la vida, a sus grandezas y a sus miserias, a sus heroicidades y a sus bajezas, a sus fracasos reiterados y a la soledad a la que condena la sinrazón de la intemperie a la que, como el coronel, nos vemos abocados.
De la mano de un narrador, que también apuesta por esa estirpe y por su goce de la vida, nos dejamos llevar por la fortaleza de Úrsula Iguarán, que lidera indiscutiblemente Macondo y sufre y siente “unos irreprimibles deseos de permitirse por fin un instante de rebeldía (…) y cagarse de una vez en todo, y sacarse del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo un siglo de conformidad”. Sentimos un irremediable cariño por José Arcadio Buendía cuyo entusiasmo e imaginación desbordados lo alejan de una realidad en la que siempre sigue siendo lunes. Y nos hechiza la magia de Melquíades, que “sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes”. Aquel ser prodigioso que “con una mirada asiática parecía conocer el otro lado de las cosas” y que regresa a Macondo porque no puede soportar la soledad de la muerte. Descubrimos con la fuerza de José Arcadio que hacer el amor es entender “por qué los hombres le tienen miedo a la muerte”, y percibimos el olor a pólvora de su cuerpo que permanece años en Macondo tras su asesinato. Y tejemos junto a Amaranta una mortaja, fruto de los celos y el remordimiento, con una mano quemada por desamor. Y comemos la cal de las paredes con Rebeca, que huye con José Arcadio y alcanza “a dar las gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un papel secante la explosión de su sangre”. Y nos elevamos con el personaje fascinante de Remedios la Bella “entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que suben con ella, que abandonan con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasan con ella a través del aire donde terminan las cuatro de la tarde”, y nos perdemos con ella “para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”.
No descubriríamos nada nuevo si afirmamos que una de las grandezas de Cien años soledad es el lenguaje. Cerca del arcaísmo, pero sin artificios, sugiere algo antiguo, e impregna al relato de un ritmo especial cercano al lenguaje oral propio del contador de cuentos. Un estilo exagerado que llega a lo concreto. Un torrente de palabras que también contagian vida. El lenguaje en la novela crea y se crea. Con el desarrollo de la vida en Macondo, también conocemos el origen y evolución de su lenguaje, que resume la historia de todo lenguaje humano: desde el señalamiento, la representación, hasta su objetivación. En los orígenes de Macondo nos encontramos con sus fundadores y primeros habitantes que se enfrentan a la exigencia de nominar lo que contemplan por primera vez “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.”
El lenguaje crea un mundo, y leyendo Cien años de soledad nos sabemos partícipes de esa creación. Y volvemos a Borges: “Heráclito dijo (…) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra”.
La palabra crea el mundo. Y volver a leer Cien años de soledad es volver a descubrir ese mundo, con la emoción con que se leyó por primera vez. Releerlo es un ejercicio íntimo de memoria, determinado por la nostalgia, esa nostalgia que se erige como uno de los pilares de la novela. Amamos los relatos porque somos un relato y releyendo este relato nos explicamos, leyendo a los que somos, y releyendo a aquellos que fuimos, sabedores de que, como reza el verso de Neruda, “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Y, sin embargo, nos reconocemos bajando a ese río, recorriendo las entrañas de esa ficción con el hondo deseo y la urgencia de hacerlo con los ojos vírgenes, expectantes de placeres por descubrir en ese estado de ánimo que es Macondo, según lo definió el propio García Márquez.
*Mònica Vidiella Bartual es profesora de Literatura.Mònica Vidiella Bartual