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Los diablos azules

El salvaje sueño americano

Fotograma de 'El año más violento'.

Marta Sanz

El año más violento (A most violent year) es una película estadounidense escrita y dirigida por J. C. Chandor. Está protagonizada por Oscar Isaac —aunque el personaje de Abel iba a ser interpretado por Javier Bardem—, Jessica Chastain y Elyes Gabel, en el estremecedor papel de Julián. Hasta ahí, los datos wikipédicos. A partir de aquí, quiero presentaros la película a través de una lectura que quizá no sea muy original, pero que desde luego sí es personal.

El primer adjetivo que se me ocurre para describir este filme es DEMOLEDOR. Voy a intentar explicar por qué sin hacer un spoiler, sin destrozar el argumento, la peripecia, las vicisitudes de una trama que se ajusta a los parámetros del cine negro y también de cierto magnífico cine rodado en Estados Unidos en los setenta. Estoy pensando en Sérpico (1973), protagonizada por Al Pacino, Tarde de perros (1975), Network (1976), todas dirigidas por Sydney Lumet; La banda de los Grisson (1971), basada en la novela de James Hadley Chaise No orchids for Miss Blandish, dirigida por Robert Aldrich, responsable de dos clásicos del terror “psicológico” en blanco y negro, ¿Qué fue de Baby Jane? (1962) y Canción de cuna para un cadáver (Hush, hush, sweet Charlotte, 1964); en Chinatown (1974), de Roman Polansky; las películas de Arthur Penn (La noche se mueve, 1975), Martin Ritt (La gran esperanza blanca, 1970, sobre el mundo del boxeo), Frankenheimer (French Connection II, 1975), John Schlesinger (Cowboy de Medianoche, 1969; Maraton Man, 1976), Alan J. Pakula (Todos los hombres del presidente, 1976) o Sydney Pollack (Los tres días del cóndor, 1975). Dentro de la cultura casi todo está conectado y unas referencias nos terminan llevando a otras, pero cuando afirmo que esta película está vinculada con el tipo de cine que se rodó en Estados Unidos en los setenta, lo digo tanto por una cuestión ética como por una cuestión estética. La caligrafía fílmica y la textura de las películas de los setenta, la manera de rodar, la construcción de los personajes, la selección de los exteriores —la trasera del capitalismo, los callejones— e interiores —un hangar, una barbería—, el modo de articular las tramas, es decir, toda la apuesta formal de estas cintas están indisolublemente vinculadas a un aspecto ideológico: la crítica al sistema que, en alguna de las películas que he mencionado, deja un resquicio para la esperanza y en otras, como ésta que vamos a ver hoy, no. De ahí que el adjetivo elegido sea DEMOLEDOR.

El año más violento se desarrolla en Nueva York en 1981. Durante ese año se produjo una ola atroz de crímenes de los que se da cuenta a través de las noticias que se escuchan por la radio. Chandor, como los grandes, no da puntada sin hilo y en su filme todo está calculado milimétricamente: el frío y los paisajes nevados son un correlato del desvalimiento, la lucha por la vida, las dificultades para sobrevivir en un medio hostil; el año en que se desarrolla la trama, las noticias que se escuchan por la radio, reflejan una violencia, ni gratuita ni casual, sino consecuente con un sistema económico intrínsecamente violento, que no puede generar más que muerte y corrupción. Chandor dibuja lo que el filósofo Slavoj Zizek llama violencia sistémica y es quizá más crítico que muchos de los directores de los setenta porque, pese a que estos vivieron el trauma de Vietnam, el Watergate, las mentiras de Nixon y de otros presidentes estadounidenses —el material narrativo de muchas de las brillantísimas novelas de James Ellroy—, Chandor ha vivido la catástrofe de Lehman Brothers, los fondos buitre, una pudrición aún más radical… También hay otra diferencia que intensifica el valor de la propuesta creativa de El año más violento: las películas de los setenta, a excepción de algunas como Chinatown, que se desarrolla en los años treinta, hablan de acontecimientos de su contemporaneidad; en este sentido, la dirección artística, la ambientación, el atrezo no requieren un gran esfuerzo. Sin embargo, la recreación que se hace en El año más violento del vestuario, el mobiliario, los coches, incluso las máquinas calculadoras, los modelos de gafas y las cajas de cartón es espectacular. Puede que solo el David Fincher de Zodiac (2007) esté a la altura de Chandor en lo que se refiere a este tema. En todo caso, creo que Fincher resulta un poco más artificioso, un poco más forzadamente vintage.

El director no nos engaña: la canción de los títulos de crédito debe ser escuchada atentamente. La vocación crítica, de denuncia, de El año más violento se manifiesta desde el primer segundo de su proyección. No hay paños calientes ni trucos. La canción alude a la inflación, la imposibilidad de manejar la propia vida, la alienación… Habla de las mismas cuestiones de las que hablaban los clásicos del género negro estadounidense: retratar un mundo angelical y rosa, tras el trauma de las guerras mundiales o el crack del 29, a autores como Hammett, James M. Cain, Hadley Chase o el magnífico Jim Thompson (1280 almas) les parecía una opción estética casi inmoral: cuando la realidad se desmorona a tu alrededor, quizá lo más pertinente no es recrear el olor de las flores…

Sin entrar en detalles de la trama, solo os anticipo que en El año más violento se aborda la falacia del sueño americano, la imposibilidad de ser bueno en una sociedad corrupta, la degradación moral de un personaje que quiere actuar correctamente y no puede; se habla de cómo un hombre se ve obligado a corregir sus creencias más sagradas y a poner en tela de juicio la sacralidad de su propia ideología. De la relación que existe entre moral, economía y política. Incluso entre moral y arte: porque el cine de denuncia de Chandor es en sí mismo una apuesta moral. La historia de un hombre bueno que se corrompe corrompiendo porque así funcionan las cosas y, por detrás de la política, solo encuentra el dinero que sirve para blanquear los delitos que, a su vez, sirven para incrementar los capitales. La ficción fílmica nos facilita el entendimiento de mecanismos económicos que tal vez no comprenderíamos si nos los explicase un experto en la materia. Abel, que no se llama Abel por casualidad, es un latino que ha trabajado duro y con su esfuerzo y su atractivo personal sirve de ejemplo para otros latinos. Abel, como otros latinos triunfadores, expulsa el castellano de su vida cotidiana y solo lo usa cuando hablan con sus empleados, no con su hermano, no con su familia. El inglés es una marca de clase. La película muestra que para que unos ganen otros tienen que perder, que por un lobo hay cien corderos, que el encanto personal y la seguridad en sí mismo de la que Abel hace alarde a veces no es más que egocentrismo. La ingenuidad de quien en el fondo no quiere ver lo que sucede a su alrededor: “Anna, ¿por qué hacemos esto?”, le pregunta a su mujer mientras esconden cajas con documentos tal vez comprometedores. Abel a veces parece un predicador que reproduce los eslóganes de un capitalismo de manual: “No puedes rendirte”, le dice a su empleado; “Tienes que creer que tu producto es el mejor. Es el mejor”, sermonea a sus vendedores mientras les instruye en técnicas de ventas que explotan esa honestidad, esas convicciones. Chandor describe implacablemente la lógica del sistema. Abel se ha de volver violento, violento más allá de los límites de la depredación asumidos por el discurso capitalista, si quiere salvar su negocio y prosperar. Empieza a comportarse como el gánster que nunca quiso ser. Porque Abel, pese a su pulsión por actuar limpiamente, ha sido picado por los principios de la ética capitalista: competitividad, individualismo, necesidad de ampliar el negocio, asunción de riesgos, emprendimiento, el estar preparado para soportar la presión, la intolerancia hacia el débil, la épica del triunfador y del hombre hecho a sí mismo… Todas esas palabras que resuenan también en nuestro presente. Tan peligrosas. Abel lleva su negocio realizando “las prácticas habituales en el sector” y esas prácticas habituales, bajo el disfraz de la cotidianidad, esconden un gusano: eso que por ser tan frecuente ya no se percibe como delito; eso que contaba el escritor Thomas Mann en Los Buddembrook (1901) con su disección de una familia de comerciantes en Lübek: la naturalización de la especulación, la trampa, el latrocinio como prácticas inmanentes al éxito. La transformación de la mezquindad y el egoísmo en norma. En ley.

En una discusión, la mujer de Abel le increpa: “¡Puto señor sueño americano!”. Anna, la esposa, y uno de los empleados, Julián, son los contrapuntos de Abel. Ella está completamente dentro, Julián completamente fuera. Anna y Julián nos permiten percatarnos de las sombras de Abel. De sus contradicciones. Anna es hija de un empresario mafioso y cree que su marido es distinto de su padre: “Mi marido es un hombre honrado”, dice ella. Pero Anna no finge como Abel ser honesta ni buena. Carece de ciertos escrúpulos y, en ese sentido, es más digna. No le importa llevar una pistola para proteger a su familia. Anna no es una rubia tonta. Es una femme fatale convertida en madre de familia del capitalismo. Una contable que “actúa como la hija de un mafioso de Brooklyn” y sabe que el sueño americano es falso porque ha nacido dentro, muy dentro de él. “No te va a gustar si me meto yo…”, le advierte Anna, interpretada por una excelente Jesicca Chastain, a Oscar Isaac, el actor que da vida a Abel.

“Les he dicho que su padre estaba cuidando de nosotras ahí fuera”, le dice Anna a Abel refiriéndose a sus hijas. La idea de protección se relaciona con la seguridad en un entorno hostil a consecuencia de la supuesta libertad económica. El grumo seguridad-libertad, que define el neoliberalismo y la ideología neo-con, se hace especialmente pastoso en El año más violento. La seguridad se consigue redoblando la violencia. Se establece un paralelismo y una gradación: el capitalismo paternalista de los padres fundadores deriva en el capitalismo sin paliativos de los especuladores actuales. Incluso de los que lavan sus caritas con agua y con jabón practicando una supuesta filantropía. Este filme también apunta hacia la imposibilidad de ese capitalismo filantrópico que está de moda. Hacia la paradoja que esconde ese nombre y, en contraposición, hacia la redundancia inmanente al término “capitalismo salvaje”. La necesidad de proteger a la familia se coloca en paralelo a la necesidad de proteger a la empresa, como si las segundas fueran lo primero, familias. Pero ni somos una gran familia, ni vamos en el mismo barco. Sea el caso que sea, la protección pasa por poseer un arma. Como en el antiguo Oeste. Algo muy representativo en un país como Estados Unidos con su Asociación del Rifle y su accesibilidad a todo tipo de armas de fuego. Aprovecho para recomendar el estupendo documental de Michel Moore, Bowling for Colombine (2002), centrado en la matanza en un instituto. También recomiendo Tenemos que hablar de Kevin (2003), de la gran escritora estadounidense Lionel Schriver. Fue adaptada al cine en 2011.

El final vuelve a ser DEMOLEDOR. Redondo. No podía ser de otra manera. Las vistas del capitalismo, su magnífico esplendor, se tiñen con la sangre de los débiles. Y Abel consuma su bajada a los infiernos taponando el agujero de bala por el que se está saliendo el combustible de un bidón. El poder simbólico de la imagen es tremendo. Pero no grandilocuente. Cuando hayáis visto la película, lo comprenderéis.

*Marta Sanz es escritora. Su último libro es 'Farándula' (Anagrama, 2015).Marta Sanz

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