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El cuento de todos

La selva un poquito

El Escritor Rafael Espejo.

Rafael Espejo | Andrés Navarro

(Comienza Rafael Espejo) Rafael Espejo

El propietario nos explica que ya nadie alquila casas tan grandes. La gente joven no quiere tener hijos, dice, y si los tiene sólo se atreve con uno, dos a lo sumo. Al parecer, el hombre ha dedicado su tiempo a elaborar una teoría sobre cómo será el mundo en un futuro, cuando el presidente y los ministros y los capitostes de la sociedad sean todos hijos únicos. Adiós a la fraternidad, dice, si seguimos así desaparecerá la palabra “hermano”, y eso, por lo que puedo entender, desencadenará un apocalipsis de egolatría. Un año atrás, su mujer había decidido dividir la casa y cobrar así dos alquileres. Una idea nefasta, debe reconocerlo, porque ahora nadie alquila la mitad de abajo, más oscura. Y por la de arriba no pueden cobrar lo que antes pedían por la casa entera.

Detrás de la cerca de madera vive un viejo que apenas sale, pero el resto del barrio siempre se queda vacío por estas fechas, así que de momento no tenemos que preocuparnos por los vecinos. Parece convencido de estar dándonos una buena noticia. ¿Habrá empezado ya su futuro ególatra?, pienso mientras subimos por una escalera empinada y estrecha. La madera de los peldaños cruje. El casero introduce la llave en la cerradura, la gira y da un puntapié a la puerta. Las paredes necesitan una mano de pintura, pero en la terraza hay una lavadora industrial y la cocina está equipada con lavavajillas, fuegos a gas y un generoso frigorífico. Las camas disponen de sábanas, fundas, mantas, el ajuar completo, nos explica, de una tía de su mujer que nunca se casó.

—Algodón puro.

En el patio de entrada, junto al garaje, tenemos un cobertizo lleno de trastos. Por supuesto, somos libres de deshacernos de todo y meter ahí lo que queramos. Nos invita a que echemos un vistazo a solas, él estará fuera fumando.

—Si os interesa —dice encendiendo un cigarrillo— desde hoy mismo os podéis quedar, tengo aquí otro juego de llaves. Este fin de semana no lo cobro, cortesía de la casa.

No negaré que a menudo he fantaseado con algo así, y no me refiero sólo a la casa. Lo que necesitamos es un poco de calma. Una temporada tranquila, sin hombres cerca. Y lo que a menudo he imaginado es exactamente esto: una casa de verdad para las dos. Así que tras darle algunas vueltas, pocas y apresuradas, la verdad, me decido. A mediados de septiembre aún hace bueno y todo puede ocurrir, ¿no?

Por la noche preparo una lista de tareas más o menos urgentes: cambiar las sillas de la salita por las de la cocina, montar la estantería donde ahora está la tele y llamar a un técnico para que instale otra en la habitación de Margot, aprovechar el plástico acolchado de mis cuadros para embalar las láminas de cacerías y angelotes, etc. Cuanto más pienso, más trabajo se me acumula. Al fin, sólo consigo pegar ojo un par de horas, ya de madrugada. Tras el desayuno, Margot sale a jugar al jardín de entrada y al poco vuelve llorando. La abrazo, trato de consolarla. No está herida. Cuando nos tranquilizamos, entiendo que se ha cruzado con el vecino. El viejo le ha ofrecido unas flores y ella se ha asustado. Por lo que entrecuenta, deduzco que el hombre tiene algo en la cara, una especie de mancha. O una cicatriz. No sabe explicármelo. La verdad es que el casero llevaba razón al decir que casi nunca sale, yo aún no lo he visto. Le explico que mostrar temor por alguien con un defecto no es mejor que burlarse de él. Intento imaginarme qué tipo de deformidad ha asustado a Margot, y deduzco que ese debe de ser el motivo de la reclusión del hombre. Al fin y al cabo, le digo, sólo trataba de ser amable con sus nuevas vecinas, ¿no? Mañana mismo le hacemos una visita. Nos presentamos y de paso le aceptas las flores, ¿qué dices? ¿Le preparamos un brownie?

Creo que a Margot la casa no le parece ni bien ni mal. Quizá son demasiadas emociones para una niña. Primero murió Mara, su perrita, un golpe duro, hace ahora un año. De su padre sólo le he dicho que está de viaje en Brasil, en una competición de caza deportiva, y que tardará en volver. Ante su insistencia, tuve que improvisar algunos animales: antílopes, íbices, impalas, onagros. La psicóloga insistió en que el duelo puede manifestarse de muchas formas. Los niños, me explicó, somatizan las tensiones de los padres. De modo que lo mejor era tenerla ocupada. Y que no la agobiase. Antes de reñirle por lo que sea, me explicó, piensa que lo que vas a hacer se parece bastante a rascarte un sarpullido, no dejará de picarte así, al contrario... En estos casos conviene tener paciencia. Y aclaró que lo decía con conocimiento de causa: ella también criaba sola a su hijo.

Aprovecho el primer día de colegio para comprar provisiones y algunas herramientas básicas y un poco arbitrarias: un martillo, arandelas metálicas, cola blanca, silicona, clavos. Soy consciente de que debo ponerme al día con algunas tareas que antes delegaba en Philippe.

(Continuará Andrés Navarro)Andrés Navarro

*Rafael Espejo es escritor. Su último libro es Rafael EspejoHierba en los tejados (Pre-Textos, 2015). 

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