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El rincón de los lectores

Los últimos pistoleros: análisis de una portada

Portada de Cuando los tontos mandan, de Javier Marías.

Alberto Gómez

Dice el adagio que no hay que juzgar un libro por su portada. Pero los refranes como las estadísticas, están para romperlos. Y no resisto la tentación de hacer un análisis, aunque sea somero, de la portada del último libro de Javier Marías: Cuando los tontos mandan. Por lo demás, el contenido nos es —a mí y seguramente a ustedes— de sobra conocido, pues la obra reúne muchas de las columnas publicadas en El País Semanal por el escritor madrileño durante los últimos meses.

 

El título, de hecho, es también el de un texto suyo aparecido en el semanario de PRISA donde el autor de Corazón tan blanco se burla del sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres, y de sus miembros, por pedir que desaparezcan del programa —del programa de estudios orientales y africanos, insistimos; no del de Historia de la Filosofía— pensadores como Descartes o Platón, al considerar que su presencia es una muestra más del eurocentrismo, el etnocentrismo y el colonialismo que siguen presidiendo los estudios de este tipo en Inglaterra.

De hecho, Tom Whyman escribió en The Guardian sobre comentarios como el de Marías y que se burlaban de esta petición: "Si uno lee los artículos sobre esta historia puede acabar convencido de que estaba a punto de producirse un gran acto de barbarie intelectual. Pero, en verdad, la noción de que algo adverso está sucediendo es en su mayoría una tontería". Y destacaba cómo tiene bastante sentido pedir, en una Universidad donde se estudia el pensamiento africano y oriental, que los programas no estén colonizados por los pensadores occidentales. Tom Whyman, por cierto, es escritor y profesor de filosofía en la Universidad de Essex. Y aparentemente, un tonto.

Pero para empezar con la portada en sí, he de referirme a otro dominical. En concreto, a XL Semanal, donde en julio de 2016 el escritor Pérez-Reverte escribió una columna titulada "Viejos pistoleros", en la que relata una conversación nocturna con Marías donde ambos se comparan con unos viejos pistoleros a los que los jóvenes aspirantes a estrellas mediáticas desean liquidar.

Un año después aproximadamente, y en el mismo suplemento, aparecía una entrevista al propio Reverte, a Marías y a Vargas Llosa que, haciendo uso de las palabras del primero se titulaba precisamente: "Somos los últimos pistoleros". En esa entrevista, las tres glorias de nuestras letras se mofaban de los estudiantes de la Universidad de San Sebastián por —tontos también ellos— querer acabar con el amor romántico, al entender que el relato creado en torno a este tipo de amor es una de las causas principales de que, por ejemplo, muchas generaciones de mujeres hayan aceptado como algo inherente al amor los malos tratos machistas.

Ahora, es Javier Marías el que sigue con su identificación con el viejo pistolero y coloca en la portada de su último libro una foto en la que aparece James Stewart casi rendido —el rifle no apunta a nadie—y varias manos, sin sus respectivos cuerpos, que apuntan a nuestro héroe con sus revólveres. El fotograma proviene, creo —pero me puede fallar la memoria y tampoco es lo más importante— de Winchester 73. En cualquier caso, representa cómo se ve Marías a sí mismo: como el héroe justo al que los malvados acorralan. El solitario al que la muchedumbre ignorante intenta asesinar. No voy a entrar en las razones psicológicas que llevan a una persona a verse a sí mismo como el héroe solitario al que todos desean ver muerto. Pero sí me parece interesante analizar la idea de lo que debe ser la vida pública que se desprende de esta visión.

En primer lugar, conviene contextualizar todavía un poco más la portada. Para ello basta acudir a una afirmación de la columna ya citada arriba y de la que el libro toma el título. En ella afirmaba Marías: "La presión sobre la libertad de opinión se ha hecho inaguantable. Se miden tanto las palabras –no se vaya a ofender cualquier tonto ruidoso, o las legiones que de inmediato se le suman en las redes sociales– que casi nadie dice lo que piensa. Y casi nadie osa contestar: 'Eso es una majadería".

Casi nadie dice lo que piensa. Casi nadie osa contestar. Pero Marías sí. Marías se atreve. Él es el último pistolero, por decirlo con el título de otro western. Un outsider, aunque pertenezca a la cima del sistema y esté establecido en ella desde hace décadas. Esta es la afirmación que no se incluye en la columna, pero que se deduce de la misma y también de la imagen elegida para ilustrar el libro.

Una imagen que ofrece, además, otras enseñanzas. Es revelador, así, que las manos que apuntan a Stewart/Marías no tengan rostro, ya que, de este modo, quien lo apunta puede ser cualquiera: usted, yo o aquel a quien el cansado pero aún no rendido Javier Marías decida señalar desde su tribuna éste o el próximo domingo. Y llamarle tonto.

Porque si Marías —y Reverte o Vargas Llosa— son los héroes, los últimos pistoleros, los hombres solitarios cargados de justicia y de razón, ¿los tontos que mandan somos los demás? ¿Somos los demás quienes sostenemos esas pistolas sin rostro detrás? ¿Estamos intentando acabar con la élite cultural de este país por pura ambición y por simple codicia? ¿La verdad reside sólo en unas voces cultas, que han de liderarnos y los demás, incultos todos, hemos de atender a sus homilías dominicales como si escucháramos la voz de Dios? ¿Debe producirse así el debate público?

Creo que, una vez más, Marías se equivoca. Lo que se persigue no es su trono de mandarín. Ni el puesto de columnista en El País Semanal. Ni la fama. Lo que se persigue es un diálogo sin soberbia y basado en datos en el que, quienes ostentan hoy, todavía, un gran poder cultural y mediático no se encastillen y se avengan a discutir con el resto de participantes. Sin calificarlos inmediatamente como tontos sólo por poner en duda o en crisis sus modelos culturales o su visión del mundo. Lo que se persigue es conseguir que ellos duden. Y, por supuesto, que nos hagan dudar.

Lo que no se entiende desde ciertas élites culturales del país es que la comunicación social ha cambiado, y ya no es unidireccional: y por lo tanto ya no vale la imagen de un héroe solitario y justo que se enfrenta o le habla a una masa analfabeta. Ha pasado ya el tiempo de las tribunas desde las que intelectuales con prestigio lanzaban sus arengas para una multitud que los escuchaba extasiada y sin intervenir. O que necesitaba un articulista que, cual cirujano de hierro moral, le señalase sus propias deficiencias éticas o sociales. La opinión pública no pide tomar la palabra: la ha tomado. Y tachar de "tonto" o "idiota" a todo aquel que no piensa como tú y pone en duda tu visión del mundo —una visión casi religiosa, por ideal y cerrada— no parece la mejor respuesta, ni la más democrática. Lo que sí parece es enormemente arrogante.

Uno puede menear la cabeza ante la idea de que el mundo que ha conocido se evapore. Uno puede lamentar que todo aquello que era sólido, ahora sea líquido o no sea. Lo que uno no puede hacer es creerse en posesión de la verdad absoluta. Y despreciar a los demás como si nunca hubieran leído un libro.

Pero la tradición española en lo que se refiere al papel de los intelectuales—y ninguno de los autores citados es ajeno a ella— no es muy propensa ni al diálogo ni a la duda. Mucho menos a la humildad. El intelectual español habla siempre ex catedra, siempre desde el machismo discursivo. Jamás con datos y mucho menos sin atacar a nadie. Es necesario leer, a este respecto, libros como La desfachatez intelectual de Sánchez-Cuenca o El intelectual melancólico, de Jordi Gracia, donde se hace un repaso por dicha tradición y se dan multitud de ejemplos.

Por lo demás, el tiempo avanza. El mundo cambia. Y la comunicación ya no es lo que era. Por muy cejijuntos y atrabiliarios que se muestren nuestros más insignes intelectuales. O por muy simbólicas que sean algunas portadas.

*Alberto Gómez es doctor en Periodismo y profesor asociado en la Universidad de Toulouse. Alberto Gómez

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