El rincón de los lectores

Vida, cultura y Constitución

Alumnos en un centro educativo.

Manuel Borrás

Publicamos la intervención de Manuel Borrás, editor del sello Pre-Textos, en el ciclo La Constitución que queremos, organizado por CC.OO. de León y la Fundación Jesús Pereda, el pasado mes de mayo.__________________

Aunque no soy un entendido en leyes y menos aún experto constitucionalista, yo centraría mi reflexión en torno al artículo 44.1 de la vigente Constitución española, que reza como sigue: "Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho". Es nuestra responsabilidad como ciudadanos cuidar por que ese compromiso expreso que compromete a los poderes públicos sea una realidad y no un mero adorno de cara a la galería, es decir, a esos ciudadanos que los poderes públicos dicen representar.

El acceso a la cultura pasa irremediablemente por la educación. No hay pueblo educado que sea inculto, ni pueblo inculto que no sea maleducado. Yo, como individuo comprometido con el mundo del libro, puedo sostener que no hay acceso a la educación sin acceso a la lectura. Este debería ser un derecho contemplado en todas las constituciones.

Y si el acceso a la cultura pasa necesariamente por la educación, deberíamos empezar a saber exigir, como ciudadanos consecuentes, que la formación de los maestros sea de lo más exigente y del más alto nivel posible. Hay maestros en verdad admirables en nuestras escuelas, pero es de todo punto imprescindible que absolutamente todos estudien la mejor pedagogía posible para que nuestros hijos sean educados con el nivel y rigor que requieren los tiempos en que vivimos. No hay que olvidar que desde la Antigüedad al maestro no sólo se lo consideraba mentor, sino también seductor. Es decir, era aquel a quien competía crear estados de perplejidad en sus discípulos a fin de poder transmitirles con mayor eficacia el conocimiento.

A la luz de una globalización en perpetuo desarrollo, la idea de contribuir a un mejor entendimiento a través de los libros cobra en nuestra sociedad cada vez mayor peso. Y más cuando el individuo tras haber, primero, tratado de destruir la máquina, después, haber intentado competir con ella para finalmente haber sido fagocitado por ella al querer imitarla, es decir, después de haber fracasado en esos tres intentos, se hace más urgente reconsiderar cuál es el lugar que le corresponde ocupar a la cultura, en concreto, a la transmisión de la cultura escrita, que es lo que me compete, en esta sucesión de fallidas estrategias de supervivencia que el individuo ha pergeñado para sobrevivir frente a la máquina. Y que conste que no digo contra la máquina, puesto que no es propio de personas razonables oponerse a la ciencia y la técnica.

De todos debería ser sabido a estas alturas de la historia que a cualquier ascenso del totalitarismo le precede un descrédito de las humanidades. En ello estamos. Creo que convendría ir pensando en la parte de responsabilidad que nos compete a cada uno de nosotros como ciudadanos en ese imparable ascenso, si no reaccionamos a tiempo.

A lo largo de la historia, los libros han sido vistos como algo peligroso por los regímenes totalitarios, debido sobre todo a que pueden inspirar a la gente a pensar de manera diferente. Deberíamos comprometernos todos de verdad, y la Constitución de algún modo habría de reflejarlo, con la idea de que hay que asegurar a cada niño su derecho a la lectura. Porque ser capaz de leer y escribir es poseer una especie de poder. La alfabetización, la educación, la cultura, en suma, es la mejor defensa que podemos oponer a la demagogia y los extremismos.

Es decir, hay que tratar de asegurar que todos los niños tengan derecho a la buena literatura, lo que incluye evidentemente a los niños de las familias más desfavorecidas, a los niños inmigrantes, a los refugiados, a los niños discapacitados y enfermos. Hay que poner freno al hecho de que aún haya niños que jamás puedan leer. Y no nos olvidemos, insisto, de esos niños refugiados que algún día serán nuestros médicos, maestros, enfermeros, jueces, comerciantes, escritores, editores y también nuestros amigos. Y ese derecho a que los niños tengan acceso a la mejor literatura y a la lectura pasa por dos elementos: por el derecho a la educación pública, gratuita y de calidad, y por el derecho de acceso a la cultura, esto es, a las bibliotecas, a los museos, a las filmotecas, a los auditorios y a los conservatorios de música.

Los poderes públicos no sólo deberían conservar, que también, sino promover y fomentar que esos centros sean los mejores posibles. La pedagogía, en consecuencia, que han de ejercitar los poderes públicos ha de ser la de llevar a niños y niñas a esos lugares, no para que estén de paso, sino para que se queden. Recordemos lo que dicen tanto el artículo 10 como el  27 de nuestra Constitución acerca del pleno desarrollo de la personalidad humana, para alcanzar el cual son fundamentales e insustituibles, insisto, tanto la educación como la cultura. Y que además en la experiencia de todos son las más valiosas herencias que hemos recibido de nuestros mayores.

Frente a la exaltación acrítica y multitudinaria del deporte y de los valores aparentemente a él asociados, echamos en falta un similar apoyo hacia la cultura por parte de las administraciones públicas, medios de comunicación y ciudadanos, en general. No sería descabellado pedir que por cada polideportivo que se construya, se haga lo propio con una biblioteca, que no sea meramente una sala de estudios, sino un lugar vivo donde haya libros, discos y películas.

En atención al totalitario predominio de la tecnología de los tiempos que vivimos, a la falta de control democrático del mismo y a la nula pedagogía acerca de su acceso y uso, cada vez serán más necesarias la educación y la cultura para que tanto niños como adultos seamos los que verdaderamente hagamos uso de la tecnología, y no al revés. Convendría, pues, una seria reflexión de los poderes públicos y sobre todo de la ciudadanía acerca de la extrema facilidad con que el mundo digital ha irrumpido en nuestras escuelas, desplazando a lo analógico, es decir, a los libros como si fueran objetos obsoletos. Deberíamos leer, a fin de ilustrar lo que acabo de decir, y que conste que no lo hago por hacerme publicidad, el ensayo de Günther Anders, La obsolescencia del hombre.

Que en la Constitución de un país quedasen garantizados el derecho a la cultura y, más aún, el derecho a la lectura, supondría dotar de sólidas raíces a otros derechos que son esenciales para la vida humana y especialmente para una vida en una sociedad plural, libre y democrática; estoy refiriéndome en concreto al derecho a la esperanza, al derecho a la imaginación, a la ilusión, a no conformarnos con que el estado de la cosas ha de ser como ahora es. Sólo los libros nos confieren el poder subversivo de crear otros mundos, de imaginar otras vidas. Fantaseemos por un momento con lo que supondría el potencial creativo de un país de lectores.

Reflexionemos en este momento cómo entendió la República que la educación y la cultura eran los elementos de transformación y nivelación de la sociedad. Pensad en la maravillosa iniciativa de las Misiones Pedagógicas, y cuál fue su efecto transformador sobre una población que vivía en algo peor que la miseria, que es la ignorancia y la falta de educación y, por tanto, de posibilidades de salir de la postración. También se debería reflexionar acerca de lo que hizo después la dictadura franquista al respecto. Y parecería que en el desprecio e incluso en la inquina hacia la cultura que todavía se manifiesta en amplias capas de nuestra sociedad perviviese una de las señas de identidad del franquismo.

Deberíamos acercar a nuestros hijos allí donde se encuentre la mejor literatura, promover una cultura de la lectura y dar a cada niño la oportunidad de convertirse en un lector gustoso de por vida porque hará de él un mejor ciudadano: un niño debe de aprender a disfrutar de la lectura. Y no olvidemos que un niño bien leído, es decir, bien educado, culto y feliz, contribuirá en el futuro sin duda al entendimiento internacional para la paz mundial.

Exigir el derecho a la lectura es una reivindicación, sin duda, política, porque la literatura de verdad está siempre de parte de la vida, y el descrédito de la política ha favorecido que los estados hayan caído en manos de ese club de codiciosos que ha dado en llamarse la "élite". Hay cosas legales más peligrosas que el dinero negro de la corrupción. Sumemos a ello el que en la actualidad exista una tendencia a que los gobiernos se comporten más como consejos de empresa que como gobiernos propiamente dichos. Han tendido a delegar sus obligaciones respecto a la educación y la cultura y, en consecuencia su función como árbitro en el ámbito cultural de un país, en las grandes empresas y sus cuentas de resultados. Algo inadmisible.

Además, deberíamos percatarnos de una vez por todas de que es precisamente la política la que debe adaptarse a la pedagogía, y no al revés. La discriminación entre lo que han de leer y no han de leer los niños debería ser, por lo menos en principio, bastante clara y no responder con carácter exclusivo a intereses ideológicos o pretendidamente morales. La pedagogía, dijo Ortega y Gasset, a veces actúa contra la niñez, al reducir cuanto puede su puerilidad, introduciendo en el niño la mayor cantidad posible de hombre. Y eso es un disparate. La madurez y la cultura no son creaciones del adulto ni del sabio, sino del niño y del salvaje. La madurez no es una supresión, sino una integración de la infancia.

El niño es sagrado, no sólo por el niño que es, sino por el hombre que será; de ahí que Platón aconseje que no matemos nunca al niño que llevamos dentro. Recordad que el hombre mejor jamás es el que fue menos niño, sino al revés. Y para terminar, intentad aprender lo más posible y enseñar lo menos posible.

Muchas gracias.

*Manuel Borrás es director de la editorial Pre-Textos. Manuel Borrás

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