Todas las vidas
La intuición de la isla. Los días de José Saramago en Lanzarote
Pilar del Río
Itineraria editorial (2022)
Escribir como si quien escribe fuera uno de esos personajes invisibles de El año de la muerte de Ricardo Reis. Qué difícil es mantener esa invisibilidad en el marco de la buena escritura. Ojo con el yo, siempre. Digo de ese yo desmesurado, más omnipresente que lo que se cuenta, menos humilde de lo que eso que se cuenta se merece. La voz que dice en este libro lo hace apenas como en un susurro, como invitando a la lectura para que quienes leen se queden ahí, en sus páginas, como si fueran suyas. La anfitriona Pilar del Río aparece en la nota de invitación y luego ya nos deja a nuestro aire, nos abre las puertas de A Casa para que la recorramos entera y se nos quede en la memoria —cuando la despedida— la huella de una dignidad que José Saramago mantuvo viva hasta su muerte en el año 2010.
En el prólogo a El cuaderno del año del Nobel, Pilar del Río decía: "… otra vez Lanzarote, otra vez el testimonio personal de días vividos y escritos con expresa voluntad de compartir". Ese libro ya casi no existía. Andaba perdido entre papeles y viajes interminables. Era el sexto de sus Cuadernos. Y fue publicado finalmente en 2018, veinte años después de que lo escribiera el autor de Memorial del convento y La balsa de piedra. La voluntad de compartir días vividos y escritos por José Saramago. No es casual hablar de vida y escritura cuando hablamos de él y de su obra. Nunca las separó. Hay gente que lo hace. La ilusoria esquizofrenia de quien escribe. O como el cuerpo que el mago parte en dos con una espada: ya ven ustedes que no lo ha partido en dos, sino que se recomponen las dos mitades cuando el artista saluda desde el escenario. La vida y la escritura, siempre juntas en la vida y la obra de José Saramago. Es más, en alguna ocasión lo dijo: la literatura es una parte de la vida. Ahora llega el libro de Pilar del Río y nos las encontramos a las dos en el lugar donde ambas transcurrieron desde 1992 en que llegaron a Lanzarote.
"Vivir en una isla es un acto de fe", escribe en un prólogo magnífico Fernando Gómez Aguilera. Conocía bien él mismo la isla y el sitio al que llegaron José y Pilar desde ese Portugal cuya máxima autoridad le negara al escritor el mérito intelectual y humano que se merecía. Y llegaron a la isla, a instalarse "frente al mar y rodeado de lava". Y pronto empezaría a escribir Ensayo sobre la ceguera: "supo entonces, aunque todavía sin palabras, que había pasado el tiempo de la estatua, era la hora de describir la piedra de la que se hacen las estatuas y una isla volcánica que reproduce el principio del mundo se erigía en el paisaje que venía intuyendo y necesitando. Así, Lanzarote se convirtió en la realidad soberana que moldearía un estilo de vida y un recorrido literario". La lava. La piedra. Pero no la piedra levantada al cielo orgulloso de la estatua, sino la piedra sencilla, las pequeñas piedras que guardaba en su estudio, como mis amigos Mila y Antonio guardan en pequeños recipientes de cristal un puñado de tierra de todos los sitios que visitan con alma de viajeros. Esas piedrecitas de tantos sitios. Me quedo con las de Acteal, en Chiapas, como si fuera una piedrecita para cada uno de los cuarenta y cinco asesinados por defender su tierra. Yo anduve por allí para ayudar a mi amigo Pedro Rosado en un documental sobre cómo estaban en 1998 la revolución zapatista y sus protagonistas. Allí recordaban sobre todo tres nombres entre los muchos que habían acudido a solidarizarse con la revolución: los de Manuel Vázquez Montalbán, Denielle Mitterrand y José Saramago. La piedra sencilla que cantaba Paco Ibáñez sobre los versos de Como tú, uno de los poemas que más me gustan de León Felipe.
"A Casa está en Tías, Lanzarote y guarda dieciocho años de vida de José Saramago", escribe Pilar del Río. Los sitios no son nada si alguien no vive en ellos. Poco a poco la casa fue convirtiéndose en A Casa. Mucho trabajo por delante. Poco a poco ir ocupando espacios hasta que todo estuviera listo definitivamente. Recuerdo los versos de César Vallejo: "Una casa viene al mundo, no cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a habitarla". Y ahí llegaron Pilar del Río y José Saramago, y después la compañía de Pepe, Greta y Camoens: "Podrían ser nombres de huracanes, pero son los nombres que recibieron los perros que llegaron a casa de José Saramago y se quedaron". Antes, al principio de estas líneas, lo decía: la invisibilidad de quien escribe. Por allí andaba Pilar del Río como si no estuviera. Como si simplemente nos fuera mostrando desde las sombras las estancias de la casa. Como si escribir fuera algo más —muy poco más— que la huella humilde de una ausencia.
Y la lengua, esa patria a la que nunca renunció, como a esa Lisboa a la que regresa apasionadamente y en la que bajo un olivo restan sus cenizas. Un olivo de Azinhaga, su pueblo, en la Fundación José Saramago en la Casa dos Bicos. En sus regresos a Lisboa las conversaciones con sus amigos portugueses, "oyendo el dulce sonido del portugués que tanto echaba en falta en Lanzarote". Antes, durante los dieciocho años que vivió en A Casa, su vida fueron muchas vidas, casi todas las vidas. Me imagino el ir y venir de tanta gente amiga, a mi hermano Luis Pastor dejando sus canciones allí en varias ocasiones, ese punto de luz que salía de la piedra negra como un deslumbramiento. "De mí a la estrella un paso me separa", escribe en uno de sus poemas. Sólo que ese largo camino, inacabable, era —fue siempre para él— de tierra, nada de asfalto ni alfombras rojas, pegado, sin faltar un solo instante de su vida, a las vidas de quienes ven escritos sin mayúscula inicial todos sus nombres. Las personas que no salen en los libros que cuentan la historia oficial, escribió alguna vez.
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Al final, la enfermedad. Resistió sus reclamos un tiempo, bastante tiempo. El 18 de junio de 2010, "el día no nació para que la muerte se instalara en él, pero la muerte llegó", escribe Pilar del Río. En Lisboa sacaban claveles rojos a los balcones, miles de personas pasaron a decirle adiós y levantaban sus libros al aire de una libertad que siempre fue para el escritor una aspiración, una lucha insobornable: "José Saramago no podría verlo, pero las fotos están ahí, son un testamento de amor". La despedida al final del libro. Las imágenes que añaden más vida a todas las del libro y a las de quienes hemos pasado por sus páginas. La Carta Universal de los Deberes y Obligaciones de las Personas que él impulsó, ya desde su discurso al recibir el Premio Nobel en 1998, y que desde hace cinco años "está siendo tratada en diversos sectores de la sociedad y en distintos continentes".
Murió José Saramago ese 18 de junio de 2010. "La suerte ya se cansó": eso escribía en Todos los nombres para señalar la llegada de la muerte. La nuestra de haberlo leído, de seguir leyéndolo, sigue viva, sin cansancio alguno caído en ninguna de sus páginas. Y La intuición de la isla, escrita como desde la invisibilidad más digna, admirable y llena de nobleza que como lector podía imaginar, nos ayuda a seguir viviendo contra el olvido. Acabo con las palabras del propio José Saramago, en un epílogo a su Poesía titulado La estatua y la piedra: "Olvidar es la muerte definitiva y si conseguimos no olvidar, aunque sabemos que no es posible guardar todo en la memoria, eso será prolongar la vida y los nombres de las personas, dotarlas de otra existencia. Quizá al fin y al cabo sea ésa la tarea más importante del escritor de ficciones". El libro de Pilar del Río nos llena de razones para que el olvido, el del escritor que nunca renunció a su militancia comunista ("militante de base") y de lo que ha representado literaria y humanamente para tanta gente a lo largo de su vida, sea imposible. Como alguien gritó la noche en que recibió el Nobel en medio del auditorio: "Obrigado, Saramago". Y lo mismo a la escritora invisible de este libro. Obrigado.
Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021).