Vocación de horizonte
Todavía el asombro
Javier Gilabert (XV Premio de Poesía Blas de Otero – Ángela Figuera)
Ediciones del Gallo de Oro (2023 )
Quedo con Javier a tomar un café y recibo de su mano el ejemplar recién impreso de Todavía el asombro. No es fácil reseñar la obra de un amigo, porque el afecto a veces se confunde con buenas intenciones y mejores palabras. En este caso, la calidad del libro ya está constatada, por lo que la relación con el autor solo aportará un conocimiento más cercano de la obra y sobre su proceso creativo. De hecho, tuve la suerte de leer una versión preliminar y de comentar aquel texto en presencia de nuestro maestro tardío, Rafael Guillén. A él le dedica Gilabert, in memorian, el poemario, y a mí me escribe unas palabras en su página interior con pluma de tinta azul, la que suele utilizar para estos casos, en honor de una amistad con "vocación de horizonte".
El libro ha crecido desde que comenzó a pensarlo. Los cuidados que uno brinda a la poesía normalmente tienen su recompensa. Madurar los versos bajo el sol de la prudencia, pulirlos con el paso del tiempo y dejarlos reposar al albur de la memoria, son algunos de los secretos que el bueno de Javier ha utilizado para ofrecernos esta obra.
Cuando le concedieron el premio Blas de Otero, me llamó sobrecogido. Pero lo cierto es que este poemario ha merecido la unanimidad del jurado por su coherencia y su ritmo pulcro y luminoso. Todavía el asombro tuvo otro título antes, Epigramática del asombro, como menciona Julen Carreño en su magnífico prólogo. Y es por tanto un libro que reconoce la voz de los autores clásicos que nos permitieron hablar de amor en los poemas. Nuestra lengua es deudora de la latina, una lengua que se adapta a la vivida práctica, rendida a la flexibilidad de los tiempos. Javier Gilabert rinde homenaje a Catulo, Horacio y Marcial, quienes contribuyeron a crear, cada uno a su manera, el corpus de nuestra lírica. Pero también recoge la tradición de la poesía de la contemplación, y no es por azar que el libro contenga citas de Claudio Rodríguez, Vicente Gallego, María Zambrano o Rafael Guillén. Ninguna referencia es caprichosa en este libro, ninguna imagen casual, ningún verso prescindible.
La geometría, la arquitectura de este volumen es extraordinaria, y la voz poética que surge de él es un ejemplo de madurez y saber estar. Se nos presenta estructurado en proemio, cuatro partes (La voz, El instante, La luz, El poema) y una coda. En el breve poema inicial están todos los elementos que luego se desarrollan en las distintas secciones, señalados en cursiva para llamar la atención del lector. Gilabert decide transmitirnos su visión poética del asombro a través de poemas breves, construidos sobre contundentes y luminosas sentencias, como si fueran puentes colgantes que llevaran la mente del lector al otro lado del abismo.
La apuesta de Gilabert por el asombro surge de una forma concreta de observar el mundo, desde las situaciones más cotidianas, para desaprender a mirar lo ordinario y empezar a ver la realidad que nos asiste "con unos ojos nuevos", en una suerte de iluminación mistérica. Esa búsqueda de inocencia en la mirada está, sin duda, contaminada por su trabajo como educador de mentes tan jóvenes ("Sucumbir al asombro en el detalle/ volver a ser el niño/ dispuesto a descubrir/ lo bello que se esconde/ tras la pequeñas cosas"), pero también por su determinación en ejercitarse cada mañana en examinar la forma de las nubes en el cielo, cultivar su alma con el cuidado de sus bonsáis y obligarse a escribir diariamente sus reflexiones, sin huir de los pensamientos más certeros ("Qué honda la certeza de la muerte/ cuán profunda raíz/ ha dispuesto en nosotros/ pero qué hermoso el árbol que sostiene"). Todo ello converge ahora en estos poemas "que ocupan poco espacio en el papel/ y envueltos en silencio te destrozan".
En cierto modo, el libro constituye una apología del instante ("El asombro es la carne del instante"), y en este sentido continúa escribiendo donde lo dejó su anterior libro en solitario, En los Estantes (Esdrújula, 2019), donde la poesía era, y sigue siendo, llave y cerradura, pregunta en la antesala de todos los silencios ("hay silencio en mi interior,/ la descarnada urdimbre del poema"). Pero también nos habla de la importancia de la luz ("Detrás de cada sombra está la luz"), de la humildad y honestidad del poeta a la hora de escribir ("Me veo a mí delante del papel,/ tratando de encontrarme en las palabras") y del acto sagrado que supone la escritura de un poema que "convierte en sacramento el acto de mirar".
Y aunque no lo parezca por la sutileza de sus versos, Javier Gilabert nos ofrece un libro sólido, corpóreo, en el que la poesía se erige como protagonista, donde la sonoridad del libro, leídos sus versos en voz alta, reverberan como un eco de luz, mejorando, quizá, la respiración de quien los declama.
El poemario concluye con una hermosa coda (La vida ahora), que el poeta dedica a su mujer y sus hijos. Ese poema, a modo de soneto blanco de versos alejandrinos, nos presenta la enseñanza final que el autor ha recogido de todo lo escrito, de todo lo guardado, de todo lo preguntado. A modo de regalo, Javier nos brinda estos dos últimos versos de oro: "Lo amargo por llegar ha de escribirse;/ tan sólo es posesión la vida ahora". Solo somos merecedores de este instante, no de otro.
Si los epigramas nacieron para nombrar la vida cotidiana, los amores y devaneos de los mortales, Javier Gilabert los reescribe para nosotros ahora, como un alquimista que ha logrado destilar sus versos en el alambique de la aurora, para llevarnos de la mano a los umbrales donde alguna vez fuimos asombro.
Poesía sin poetas
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* Fernando Jaén Águila es médico y poeta. Su último libro publicado es 'La palabra del ciervo' (Sonámbulos Ediciones. Granada, 2021).