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'El naufragio de las civilizaciones'

'El naufragio de las civilizaciones', de Amin Maalouf.

Amin Maalouf

infoLibre publica un extracto de El naufragio de las civilizaciones (Alianza Editorial), un ensayo del escritor y pensador libanés Amin Maalouf (Beirut, 1949). En él, Maalouf recorre la historia reciente de los países árabes, que entreteje con sus experiencias biográficas, para analizar lo que él considera una deriva del orden político que solo puede refrenarse con un adecuado sentido de la urgencia. En este extracto, analiza la influencia sobre la política global que ha tenido el triunfo del neoliberalismo y la caída de la Unión Soviética. 

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Se dijo, en el crepúsculo del siglo XX, que, en adelante, el sello distintivo del mundo iba a ser un «enfrentamiento entre civilizaciones» y sobre todo entre religiones. Por desconsolador que fuera ese pronóstico, los hechos no lo desmintieron. En lo que se equivocó de medio a medio fue al suponer que ese «encontronazo» de las diversas áreas culturales reforzaría la cohesión dentro de cada una de ellas. Ahora bien, ocurrió todo lo contrario. Lo que caracteriza a la humanidad actual no es una tendencia a agruparse dentro de conjuntos muy amplios, sino una propensión a la fragmentación, al fraccionamiento y, a menudo, a la violencia y la acritud.

Es evidente que esto puede comprobarse en el mundo árabe musulmán, que parece haber tomado a su cargo ampliar hasta extremos absurdos todos los defectos de nuestra época. Aunque el aborrecimiento no deja de crecer entre él y el resto del planeta, es en su interior donde ocurren las peores quebraduras, de lo que dan fe los incontables conflictos cruentos que han ocurrido en las últimas décadas, desde Afganistán a Mali pasando por el Líbano, Siria, Irak, Libia, Yemen, Sudán, Nigeria o Somalia.

Se trata desde luego de un caso extremo. No se ven en otras «áreas de civilización» los mismos niveles de descomposición. Pero la tendencia a la fragmentación y al tribalismo está comprobada en todas partes. La observamos en la sociedad norteamericana, lo que ha llevado a algunas mentalidades maliciosas a hablar de los «Estados Desunidos». La observamos en la Unión Europea, a la que han hecho tambalearse la deserción de Gran Bretaña y también las crisis y las tensiones relacionadas con las migraciones. La observamos de forma especialmente intensa en algunos países grandes y antiguos del continente que se unificaron hace siglos, tuvieron antaño los imperios más extensos y se enfrentan hoy —en Cataluña, en Escocia y en otros lugares— a movimientos independentistas fuertes y resueltos. Sin olvidarnos de la antigua Unión Soviética y el resto de los países, comunistas, anteriormente de la Europa oriental, que formaban nueve Estados cuando cayó el muro de Berlín y son en la actualidad veintinueve.

No existe seguramente, para esas distintas desmembraciones, una explicación sencilla y única. Sin embargo, pueden detectarse, más allá de las peculiaridades locales, pulsiones similares claramente relacionadas con el «espíritu de la época». Me parece, en especial, que existen, en el seno de todas nuestras sociedades, y también en la humanidad entera, cada vez más factores que fragmenten y cada vez menos factores que cimenten. Lo que agrava aún más esta tendencia es que el mundo está hoy lleno de «cementos falsos», como por ejemplo la pertenencia a una religión, que pretenden reunir a los hombres siendo así que desempeñan, en realidad, el papel inverso.

Como preludio a la reflexión acerca de qué les ha sucedido a las solidaridades humanas, tengo que citar esa idea que ejerce una influencia determinante en las mentalidades de nuestros contemporáneos, aunque se remonte a la Inglaterra del siglo xviii, y según la cual todo el mundo debería actuar según sus propios intereses ya que la suma de todos esos egoísmos no puede por menos de favorecer a toda la sociedad; como si una «mano invisible» interviniera providencialmente para armonizar el conjunto de nuestros actos, operación sutil, compleja y misteriosa que los poderes públicos serían incapaces de llevar a cabo y en la que harían mejor en no inmiscuirse, pues su intervención complicaría las cosas en lugar de facilitarlas.

Esta idea, que expone Adam Smith en una obra publicada en 1776, se ha vuelto actual a más no poder desde finales de la década de 1970 y tiene una influencia significativa en las posturas de nuestros contemporáneos. Son fáciles de intuir sus implicaciones políticas y lo atractivas que les resultan a todos quienes desconfían del papel del Estado como regulador de la economía y redistribuidor de la riqueza: no es, pues, de extrañar que los defensores de las revoluciones conservadoras de tipo thatcheriano o reaganiano la recuperasen y hallasen en ella la mismísima base de su visión del mundo.

Este enfoque puede parecerles nebuloso a mentes racionales. Y, ateniéndose a la lógica, la teoría de «la mano invisible» habría debido caer hace mucho en el olvido, salvo quizá para quienes se interesan por la historia de las ciencias económicas e incluso por su prehistoria. No es eso lo que ha sucedido. La expresiva intuición de Adam Smith ha resistido al paso del tiempo y también a las burlas de sus detractores, y la fascinación que ejerce es mucho mayor en la actualidad que hace doscientos cincuenta años.

Esta longevidad la explica sobre todo el doloroso fracaso del modelo soviético, que había tenido muy en cuenta el carácter «científico» de su socialismo. Se suponía que demostraba que sólo los poderes públicos podían racionalizar el proceso de producción y distribución. Pero demostró lo contrario, a saber, que cuanto más centralizada era una economía, más absurdo era su funcionamiento; cuanto más pretendía gestionar los recursos, más penurias causaba.

Por ello, fue el «socialismo científico» el que cayó en el olvido, en el desván de la Historia, mientras que «la mano invisible» volvía a ocupar un lugar de honor, más creíble y más legítimo que nunca, tanto que los militantes conservadores lo reivindicaron como el principio en que se basaba su compromiso. Incluso el carácter misterioso y un tanto irracional de esa noción resultó más bien atractivo: muchos vieron en él, efectivamente, una dimensión espiritual y algo así como un visto bueno divino al funcionamiento del capitalismo frente al dirigismo «ateo».

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Los preceptos de Adam Smith contribuyen en la actualidad, más aún que en el pasado, a darle forma a nuestro mundo. Y no sólo en lo referido al papel del Estado en la vida económica: esa creencia en una «mano invisible» tiene consecuencias en muchos otros ámbitos.

Resulta fácil entender, por ejemplo, que quienes desconfían de su propio gobierno desconfíen más aún de las instancias internacionales. Aquí funciona la misma mentalidad. Si no queremos que el poder público intervenga en la vida económica de la nación, razón de más para que no queramos que una autoridad supranacional emita directrices. Si nos parece que ya hay «demasiado gobierno» en nuestro propio país, es normal que desconfiemos de todo cuanto se parezca a un «gobierno global», como las Naciones Unidas; o, si se trata de Europa, de un «gobierno continental» como el que tiene su sede en Bruselas.

Del mismo modo, desconfiaremos espontáneamente de las Casandras que predigan catástrofes globales y pidan, para hacerles frente, solidaridades que trasciendan las fronteras nacionales. Sin pretender detenerme aquí en el debate del cambio climático, me parece útil subrayar que el escepticismo, en este terreno, procede de una mentalidad semejante. Quienes sean enemigos de cualquier gobernanza global tenderán a preferir los argumentos que dudan del calentamiento global y la responsabilidad de las actividades humanas en las alteraciones. Y, a la inversa, quienes se fíen de las instancias internacionales tendrán tendencia a creer las cifras más alarmantes.

Tras subrayar la resiliencia y la pasmosa longevidad de la doctrina que se inspira en Adam Smith, debo añadir que su capacidad para salir triunfante del duelo con el marxismo no quiere decir que sea una respuesta adecuada a los desafíos del mundo de hoy.

Que el dirigismo socialista fuera una buena idea equivocada no implica forzosamente que la «mano invisible» sea la solución providencial a todos los males presentes y futuros. ¿Puede considerarse en serio, por ejemplo, que en lo referido al entorno baste con que cada cual haga lo que le parezca que va en su interés para que el resultado sea positivo para el país entero y para el conjunto del planeta? La respuesta es negativa, por supuesto; no obstante, hay algunos que parecen creerlo, sobre todo en los Estados Unidos.

Y, en las relaciones entre naciones, ¿basta con que cada una de ellas actúe a tenor de sus propios intereses y de sus propias ambiciones para que veamos a la humanidad entera avanzar camino de la paz y de la prosperidad? También en este caso la respuesta debería ser negativa. Pero los ciudadanos que desconfían de las «injerencias» de su propio Estado en sus asuntos desconfían más aún de todo cuanto tenga parecido con una gobernanza mundial o supranacional.

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Si insisto en estos hechos es porque me parece desconcertante que en nuestro mundo globalizado, donde las imágenes, las herramientas, las ideas y también los males y las fiebres se propagan a la velocidad de la luz, la ideología que prevalece y que establece las normas se base en el sacrosanto egoísmo de los individuos y de sus «tribus»: naciones, etnias y comunidades de todo tipo.

Está muy claro el derrotero histórico que ha llevado a posturas tales. Pero esa confianza excesiva que se concede a la «suma algebraica» de nuestros egoísmos planetarios sólo puede preocuparnos. Se trata evidentemente de una deriva hacia la irracionalidad, hacia algo así como un pensamiento mágico que revela un hondo y afligido desconcierto frente a la complejidad del mundo. Como ya no nos sentimos capaces de dar con soluciones adecuadas, queremos creer que éstas llegarán por sí solas, como por milagro, y que basta con tener fe en la mano invisible del Cielo o del destino.

Hecho que no presagia nada tranquilizador, me temo, para las décadas que se avecinan.

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