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El pequeño Wyoming

'¡De rodillas, Monzón!'

El barrio de la Prosperidad, la Prospe para los autóctonos, no es el mismo que conoció el pequeño José Miguel Monzón (Madrid, 1955), después Wyoming gracias a un compañero de la tuna, después El Gran WyomingEl Gran Wyoming por decisión propia. Lo que un día estuvo en la frontera de Madrid ha sido abrazado por la ciudad hasta la asfixia, y la llegada del metro revalorizó la vivienda hasta expulsar discretamente a los más obreros de este barrio popular. La burbuja del ladrillo ha dejado también su cicatriz en forma de bloques idénticos aquí y allá, con las aristas más afiladas y más altura que sus vecinos. Cerca de la calle de infancia del ahora presentador de El Intermedio hay un centro de yoga y una consulta de fisioterapia, negocios impensables en aquellos tiempos de ferreterías, lecherías y zapateros.

Pero aún está Arreglos Ana o, cerca del mercado, Mantequería la Gloria. En un par de escaparate se ven aún esos barriles de arenques en salazón de los que Wyoming dice que parecen hacer natación sincronizada. La Prospe ha cambiado, sí, pero se reconoce en ella el paisaje en el que transcurrió su infancia. De la misma manera que se reconoce ese niño "logorreico" confeso en el humorista, músico, columnista de infoLibre y "artista" en general, también confeso, que hoy no puede caminar por la calle sin que le asalten para arrancarle una foto. Él se encarga de retratar ambos paraísos perdidos en su nuevo libro, ¡De rodillas, Monzón! (Planeta), con el que inicia sus memorias. La primera edición es de 40.000 ejemplares y, si la cosa va bien, amenaza a sus editoras con llegar a los 14 tomos. "Soy el nuevo Proust, esto va para largo", bromea.  

Este, en librerías a partir del martes, solo le ha alcanzado hasta los 18. En una comida con la prensa, entre chuleta y chuleta que apenas toca, confiesa que su editora, Ángeles Aguilera, le había propuesto lanzar un libro de memorias. Pero uno solo. Entre risas, explican que él escribía y escribía, a menudo de madrugada, sin conseguir salir de la infancia. El asunto de los correos que se intercambiaban solía ser algo como "El maldito niño sigue sin crecer". Este contratiempo, que Wyoming explica con la mencionada verborrea, ha acabado jugando a favor del título. "Más que una biografía, contar qué me pasaba a mí, pretendía contar lo que vi, que creo que es común a los que éramos niños entonces", explica. Funciona, porque justo a partir de los 18, entre la carrera de Medicina y la música, y con la tranquilidad que le daba la posición económica de la familia, su vida comenzó a distanciarse de la del resto. 

"Hemos sido una de las últimas generaciones con una infancia realmente feliz, es decir, con una infancia propia", dice, protestando ante una actual sobreprotección de los niños que, a su juicio, les hace ingresar antes de tiempo en el mundo adulto. Él describe la toma por asalto de la calle, entendida como terreno propio y tan dedicado a la vida diaria como la casa; las expediciones a los confines del barrio; la caza de lagartijas y las peleas a pedradas con los rivales. Pero también las costumbres de la Puebla del Salvador (Cuenca), pueblo de sus abuelos al que fue desterrado un verano, que iban desde el trueque y los largos paseos por el campo... hasta la masturbación colectiva de la pandilla de chavales con los que le soltaron.

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Hay otros detalles que la vida cotidiana que llenarán de nostalgia a los que los vivieron y de extrañeza a las generaciones posteriores que, en palabras de Wyoming, resultan hilarantes. La Quina San Clemente, por ejemplo, un vino dulce cuya publicidad iba dirigida específicamente a los niños y que prometía abrirles el apetito. O que el agua mineral y los yogures se vendieran en las farmacias, como la que regentaba la familia del Gran Wyoming. O que media España estuviera drogada a base de la mezcla de barbitúricos y estimulantes del Optalidón, o con las anfetaminas de Centramina, Dexedrina y Bustaid. "[Las amas de casa]", cuenta, "realizaban las labores domésticas al borde de la histeria, a toda castaña, en un proceso que parecía más un aquelarre, por la escoba que portaban en la mano, que una limpieza ordinaria". A cualquiera que conozca a Wyoming le parecerá igualmente extraño que estuviera en la OJE, la sección infantil de Falange. O verlo vestido de comunión, la imagen que ilustra la portada y que asegura haber elegido "para convencer a los detractores". 

"Lo hubiera escrito aunque no me lo hubieran editado. Lo que uno dice, por los niños", cuenta. Porque esta zambullida en la infancia ha resultado una lucha contra la memoria. Con los recuerdos que se han esfumado... y con los que se han ido construyendo en su cabeza, los "falsos recuerdos", esas escenas que se rememoran con viveza por mucho que sea imposible que se haya asistido a ellas. Además de un deber con sus hijos —a los que, asegura, no les interesa nada de lo que hace—, es también una deuda con su padre. "Quería hacer un libro sobre sus vivencias, fue tomando notas... y al final nunca hicimos nada", lamenta. La nota más amarga del libro es el capítulo dedicado a su madre, que sufrió durante toda su vida una profunda depresión, entonces, como el resto de enfermedades mentales, muy mal tratada. 

La nostalgia de José Miguel, al que nunca nadie llamó así, es compleja. "Los que hemos nacido en el 55", defiende, "hemos vivido la época más maravillosa, porque lo peor nos sucedió siendo inconscientes". No falta en el libro una mirada ácida tanto hacia el status quo de su infancia —de los curas del colegio hasta la opresión a la que se sometía a las chicas una vez que les venía la regla— como hacia el actual. "Fue en aquella época cuando aprendí que los apolíticos son de derechas", lanza, "Ser apolítico significa despreocuparte de la realidad que te rodea, ser de lo que hay". Habla de que, entonces, "si el empleado era honrado y trabajador (...), se quedaba en el puesto a no ser que pasara algo raro". Los tiempos cambian. Y también recuerda su particular descubrimiento de lo que significaba el régimen. "Yo no sabía que vivía en una dictadura, creía que el mundo, simplemente, era así", recuerda. La primera vez que salió de España, se dio cuenta de que lo normal no lo era tanto. Encontró un espacio de libertad. "Ya no quise abandonarlo". 

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