Cultura
El plagio como una de las malas artes
La historia de Pedro Letai, presunto autor cuyos evidentes plagios han quedado sobradamente demostrados, ha ocupado en las últimas semanas bastante espacio en los medios. Por lo descarado de sus apropiaciones, y porque siendo él como es abogado de la Sociedad General de Autores, la cosa tiene su guasa. Es el último caso de una lista interminable: la historia de la literatura rebosa de plagiarios más o menos ilustres.
Plagiar es, dice la RAE, “copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”. Una definición bastante correcta jurídicamente. “El plagio es una reproducción sustancial, no autorizada lógicamente, de todo o parte de una obra, y siempre que no se pueda amparar en las excepciones de la Ley de Propiedad Intelectual al derecho de reproducción (habitualmente, la cita)”, precisa Javier Prenafeta, abogado y socio de 451.legal. El concepto ‘sustancial’ se interpreta por los tribunales en el sentido de que “no es necesaria la copia literal, sino que también sería plagio cuando se trata de encubrir con algunos cambios accesorios, pero el enfoque, la estructura y la forma de expresar la idea es la misma”.
Estamos, nos sitúa en Sobre el plagio la experta francesa Hélène Maurel-Indart, en una zona de intersección entre el préstamo servil y el préstamo creativo. Por eso, “todo nuestro esfuerzo ha tendido hacia la necesaria clarificación de una noción irremediablemente movediza, pero cuyos contornos existen con un grado de precisión tal que hay que tomar la lupa y examinar, en cada caso, el camino de la creación literaria que va del préstamo a la originalidad”.
La de plagiar es una tentación añeja, como recuerda Manuel Francisco Reina, escritor y autor de El plagio como una de las bellas artes (título inspirado por Thomas De Quincey que, a su vez, ha inspirado mi propio título), “ya Catulo copia descaradamente los poemas de Safo, aunque en la época, en la que aún se tenían presentes los textos de la autora de Lesbos, se consideraba un homenaje”. Con un ejemplo diferente, Maurel-Indart sostiene la misma tesis. En el siglo XVI, Montaigne podía citar a Séneca sin comillas, “sabía que se dirigía a una misma comunidad de lectores, formados en la misma cultura humanista y poseedores de las mismas referencias textuales. En esa época, hubiera quedado totalmente fuera de lugar denunciar un plagio”.
Los derechos de autor
Pero, todo cambia cuando se instala la conciencia de la autoría, “del yo creador tras las obras, que arraiga a partir de la Ilustración y, sobre todo con el Romanticismo, se comienzan a conformar las reivindicaciones primero, las asociaciones de autores y derechos de autor y las leyes ―dice Reina―. El siglo XX y el concepto de copyright ayudó a ajustar estas leyes y particularizarlas”.
Renato A. Landeira, licenciado en Derecho y doctor en Periodismo, que en el ámbito de la propiedad intelectual es autor de Diccionario Jurídico de los Medios de Comunicación y Del Yo analógico al Yo digital, explica que la primera definición formal de plagio con el significado que hoy en día soporta la encontramos en el Diccionario Castellano del Padre Esteban Terreros (1788), “por el cual debía entenderse al vocablo como ‘el hurto en materia literaria’, mientras que plagiar consistiría en ‘hurtar los pensamientos ajenos para publicarlos por propios, usar de las obras de otros acomodándose a sí mismo. Es hurtar y aunque no hay modo alguno noble de hurtar el plagiar es muy villano’. El Diccionario de la Lengua en su edición de 1803 reconoce al plagiario como ‘aquel que hurta los conceptos, sentencias, o versos de otro y los vende por suyos’”.
Judicialmente, la primera vez que el Tribunal Supremo definió al plagio fue en su sentencia de 28 de enero de 1995 respecto al pleito incoado por un arquitecto valenciano en relación al impago y copia de unos planos de unas viviendas de protección oficial. “Esta sentencia sentó el precedente que aún hoy en día maneja la jurisprudencia para definir al plagio, que tiene tres grados: el plagio doloso (plagio penal), el plagio culposo (plagio civil) y el plagio simple (fuera del orden jurídico), cuando no hay perjuicio para tercero, no hay voluntad engañosa, tiene una intencionalidad de lucimiento literario y no existe ánimo de lucro”.
La casuística reciente es abundante. Además del caso que inspira esta reflexión, a bote pronto pensamos en los episodios protagonizados por Alfredo Bryce Echenique, Jorge Bucay, Camilo José Cela, Lucía Etxebarría o Ana Rosa Quintana… Lo dejamos aquí: la lista es interminable y cada tradición literaria tiene su nómina de calcadores.
¿Por qué correr el riesgo de plagiar?
Hélène Maurel-Indart clasifica las motivaciones psicológicas en dos categorías diferentes: “por un lado, a los plagiarios conquistadores, animados por una suerte de vampirismo literario y, por el otro, a los plagiarios melancólicos, los grandes torturados de la literatura, que efectivamente son, para algunos, los más creativos, aun cuando estén marcados por la obsesión por el vacío”.
Cabe el error, por supuesto. “Estoy seguro de que, en un trabajo doctoral o similar, se maneja tanta información y referencias que es muy probable que párrafos útiles que se han transcrito para posteriormente citarlos se puedan quedar ahí tal cual ―admite Prenafeta―. Quizá también cuando los escritores se documentan para novelas puede pasar, y sin duda en el caso de periodistas tiene que ocurrir mucho más cuando se cuenta una noticia aparecida en otro medio”. Pero eso debería ser anecdótico. “Cualquiera que haya escrito una obra creo que sabe qué es de su cosecha y qué no. El comodín de la cita es habitual, pero la cita está limitada a fines docentes y de investigación, debe mencionarse al autor y a la obra, y, además, lo principal, es que debe haber un análisis o juicio crítico. Por tanto, cuando se cita correctamente, expresamente se valora o comenta algo que otra persona ha escrito, por lo que es evidente que somos conscientes de que ese texto no es nuestro. Todo lo demás, no son citas”.
La buena noticia es que ahora se pilla a los plagiarios más fácilmente. Fundamentalmente, dice Landeira, por dos motivos: primero, la concienciación social, sobre todo cuando los afectados son personajes públicos, especialmente políticos; segundo, la existencia de herramientas en internet de identificación de plagios. Que son, admite su colega Prenafeta, muy útiles para un primer análisis, pero “esto no es suficiente para apreciar plagio, sino que debe haber una revisión más profunda que detecte cuando hay paráfrasis u otros subterfugios”. En la misma línea, Manuel Francisco Reina, que en alguna ocasión se ha desempeñado como perito literario en casos de plagio: el utillaje informático permite cotejar textos y literalidades, si bien los plagios no son siempre tan explícitos.
Porque, sigue Prenafeta, el problema se plantea cuando hay reescritura y el razonamiento, análisis, exposición o discurso no son los mismos, “ya que entonces no podemos estar seguros de que haya habido una copia realmente. Hay que tener en cuenta que la normativa sobre propiedad intelectual no protege ideas, conceptos o teorías, sino únicamente su expresión. Es, por tanto, posible, que varias personas hayan desarrollado lo anterior de forma autónoma. El problema es cuando hay un aprovechamiento del trabajo de otros”.
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En ocasiones, ese aprovechamiento tiene tintes clasistas. Landeira recuerda que Shakespeare no tuvo reparos en reconocer con absoluta seriedad que robaba versos a los poetas pobres “como quien aparta a una muchacha virgen de las malas compañías”. En su opinión, el plagio no es tanto un problema para el plagiado como para el plagiario. “En no pocas ocasiones un escándalo de plagio que haya trascendido a los medios de comunicación social es la mejor publicidad que un autor desconocido pueda tener. Es evidente que, si se plagia, es porque el contenido es bueno. No conozco a nadie dispuesto a hacer pasar por suyo un mal trabajo. Hoy en día, ser plagiado es una gran oportunidad promocional. Veo más grave, al menos jurídicamente, el uso de escritores negros o el firmón, que es aquel profesional que acredita su autoría firmando el trabajo que su verdadero autor empleado no puede asumir por falta de título o profesión colegiada”.
Cuando se aborda este asunto, es casi un lugar común citar a Eugenio d'Ors: “lo que no es tradición es plagio”. Y a Pío Baroja: “todo lo que no es autobiografía es plagio”. Landeira recuerda que Jardiel Poncela dijo que el plagio era “delincuencia” y el plagiario, “un delincuente asqueroso”; y que Leopoldo Alas Clarín definió la práctica como “robo”. “Pero también hubo y hay muchos a los que el plagio les inspira cierta indulgencia. Lucía Etxebarría y Bryce Echenique dijeron de él que era un "homenaje"; Armas Marcelo, un "déjà vù"; Luis Racionero, "intertextualidad"; Umberto Eco, lo llamó "cita sin comillas". “Pero de todas ellas me quedo con una preciosa de Michel Foucault: "redescubrimiento".
Pregunto a Manuel Francisco Reina cuál es el caso histórico que más le ha llamado la atención. “El que me sigue conmoviendo más es el que sufrió nuestro pobre Cervantes con el Quijote de Avellaneda. Una apropiación descarada de la obra de toda una vida, que le quitó, no sólo su trabajo, su dinero, sino su salud, porque sufrió enormemente y con gran impotencia las mieles de quien le robaba su genialidad. Un caso de plagio sin precedentes, en el que, además, pudo haber manos y venganzas literarias como las del propio Lope de Vega. Lo más triste es que nuestro país tenga el honor de ser uno de los más transgresores de los derechos de autor, sólo por detrás de China. Todo sin que pase prácticamente nada, salvo que los afectados perdemos nuestro tiempo, nuestras energías, nuestro dinero y nuestra fe en una justicia que considera venial un delito que no sólo va contra las industrias culturales y sus agentes, sino contra las vidas de los que la ponemos sobre la mesa con nuestro trabajo”.