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Cultura

Rodrigo Rato, de la fiesta a la resaca

Juan Ceacero y Javier Lara en 'Sueños y visiones de Rodrigo Rato', dirigida por Raquel Alarcón.

En la sala Ambigú del Pavón Teatro Kamikaze, unos espectadores discuten antes de la función. No logran recordar si Rodrigo Rato, ex vicepresidente del Gobierno y exministro de Economía, expresidente de Caja Madrid y luego de Bankia, está o no en la cárcel. En estos días se desarrolla el juicio del caso Bankia por la salida a bolsa de la entidad, por el que la Fiscalía pide para él ocho años de cárcel por los delitos de estafa a inversores y falsedad contable. Al fin, alguien tira de Wikipedia: "¡Sí, sí que está!". Y tanto: el 25 de octubre de 2018 ingresó en la prisión de Soto del Real condenado por apropiación indebida en el caso de las tarjetas black de la entidad que dirigía. Pero todo aquello parece ahora tan, tan lejano... Se apagan las luces de sala, se encienden los focos, y comienza Sueños y visiones de Rodrigo Rato(hasta el 22 de septiembre en cartel, con casi todas las entradas agotadas), una obra que parece prologada por la realidad y en la que describen el auge y la caída de uno de los nombres grabados a fuego en la historia política reciente de España

La pieza no se iba a llamar así. Cuando sus autores, Pablo Remón y Roberto Martín Maiztegui, ganaron con ella el Premio SGAE de Teatro en 2017, se titulaba aún El milagro español. No se referían al de Guadalupe, ni tampoco a ese galón franquista en el que unos ganaron bastante más que otros, sino a ese otro periodo de gloria que comenzó a forjarse a finales de los noventa, acaparó titulares en medios de todas las líneas editoriales a principios de los dos mil y se estrelló con estrépito en la última crisis. Ese milagro económico que estalló en pleno vuelo y pilló a media España con los puros encendidos está para siempre asociado con el nombre de Rato, a los mandos de Economía entre el 2000 y el 2004, una marca en el revólver que le abrió luego las puertas del Fondo Monetario Internacional. No es extraño que, dentro de esa obra en marcha, Rodrigo Rato fuera ocupando cada vez más espacio. 

"Empezamos con un planteamiento puramente documental, como tanto que se está haciendo ahora, en la línea de Ruz-Bárcenas [sobre la comparecencia del extesorero del PP ante el juez], un teatro que me interesa mucho pero que no había practicado", dice Remón, uno de los nuevos autores más destacados de los últimos años, con obras como La abducción de Luis Guzmán, 40 años de paz o El tratamiento. "Lo que ocurrió fue que, investigando, y en el proceso de escritura, hubo un momento en que la obra nos iba pidiendo otra cosa". No se trataba solo de reflejar "la verdad de los hechos", sino de dar espacio a "una verdad distinta, la verdad del teatro, de la ficción". Así, se alterna lo que la obra denomina, con algo de guasa, "verdad-verdad" y lo que llaman "verdad-mentira". ¿Que Rato, antes de entrar en la cárcel, pide perdón a las "personas que se hayan podido sentir afectadas y decepcionadas"? Verdad-verdad. ¿Que el bisabuelo de Rato, Faustino Rodríguez-San Pedro, exalcalde de Madrid y exministro de Hacienda, se le aparece de madrugada para pedirle que acepte la presidencia del Gobierno? Verdad-mentira. Hasta donde sabemos.  

"Esto no es teatro documental", resume con firmeza Raquel Alarcón, directora de la obra. Eso no impide ni que se ofrezca una buena dosis de verdades documentales —extraidas de periódicos, de las memorias de Trillo o Aznar, de La falsa Bonanza, libro de Miguel Sebastián, o de Rodrigo Rato, el gran artífice, de Carmen Gurruchaga— ni que aparezcan por allí personajes que tuvieron y tienen su réplica de carne y hueso, como el propio Rato, José María Aznar o Manuel Fraga. Todos ellos están interpretados solo por dos actores, Javier Lara y Juan Ceacero; el primero da vida al ministro-banquero, el segundo, a los demás personajes secundarios, y ambos, al narrador. Y este fue, dice la directora, el personaje más difícil, al que han dedicado más trabajo. Es también el que sirve para marcar la división entre las dos realidades con las que se juega en escena —la de lo que ocurrió y la de lo que sirve para entender dramáticamente lo ocurrido— y para discernir entre ambas.

 

Pablo Remón, Raquel Alarcón y Roberto Martín Maiztegui, responsables de la obra Sueños y visiones de Rodrigo Rato. / PABLO RAMOS ESCOLA

Porque no siempre es fácil. Por ejemplo: ¿eso de que una llama que vivía en Moncloa con Felipe González, y que acabó en el zoológico...? Verdad-verdad. ¿Y lo de que Aznar apuntó el nombre de su sucesor en el famoso cuaderno azul mientras sobrevolaba el Atlántico, para dejar constancia de su decisión en el caso de que su avión, que sufría una avería, se estrellara? Verdad-verdad. ¿Y lo de que un diputado se quitara una sandalia en plena comparecencia de Rato en una comisión de investigación y le amenazara con ella —simbólicamente, para vincular su gesto con la guerra de Irak—, diciendo "nos vemos en el infierno" y "hasta pronto, gángster"? También verdad-verdad. ¿Y esa fábula en la que el artífice de un supuesto milagro económico convertido en crisis pasa de ser el eterno próximo candidato a presidente del Gobierno a compartir rancho en la cárcel con otros delincuentes? Verdad-verdad-verdad. 

"El personaje de Rato, que es apasionante y daría para más obras, es muchos personajes en uno", apunta Remón. "Tiene muchas contradicciones y ha estado en el centro del panorama político y económico en los últimos 20 años". Ahí radicaba su interés dramático. Ahí, y en algo que llaman los "puntos ciegos" de su trayectoria. Por qué rechazó en dos ocasiones la oferta de Aznar de convertirse en candidato a presidente del Gobierno, un destino que muchos veían como suyo. O qué piensa cuando, en la salida a bolsa de Bankia ahora a juicio, toca con alegría una campana que luego sonaría muchísimo más fúnebre. "Funciona un poco como un símbolo", observa Raquel Alarcón, "como una figura en la que se concentran muchos aspectos distintos de la época".

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Uno de los aspectos más peliagudos de la obra fue cómo evitar que la empatía necesaria para que cualquier personaje dramático funcione no se transformara en simpatía por el personaje político. "No queríamos juzgarle, pero tampoco que se convirtiera en una especie de perdón", cuenta la directora. Ella encuentra que dos mecanismos han sido fundamentales para ello: por una parte, la actuación de Lara, que ha buscado "profundidad"; por otra, el personaje del narrador y el humor y la ironía presentes en el texto —y cimentados por la puesta en escena—, que permitían establecer cierta distancia crítica con la narración. "No queríamos hacer una obra donde se juzgara", se explica Pablo Remón, "no por querer exculparle, sino porque no es esa la función del teatro. Si hacemos una obra, es para algo distinto de lo que se produce en los tribunales". La compañía pretende, de hecho, seguir en cartel en paralelo al juicio: como el Pavón no puede prorrogar la obra más allá del 22 por motivos de espacio, buscan ya otra sala en Madrid y, sobre todo, hacer una gira nacional. "Esto es algo de lo que se habla en la calle y queremos estar ahí", dice Alarcón. 

Pero que el espectador no se confíe, porque también hay dardos para él. Porque, dice el dramaturgo, "a veces el pasado más reciente es el que antes se olvida". Porque "aquel boom económico parecía que iba a durar para siempre" y "ahora hemos cambiado una burbuja por otra". Porque es "como si nosotros no hubiéramos estado allí". "Obviamente, cada uno estuvo con la responsabilidad que tuvo", matiza, "pero todos nos creímos en algún momento ese discurso de que podíamos tener una casa, especular, venderla por tanto... Eso fue potenciado por ciertos intereses, pero lo aceptamos". O lo que es lo mismo: Rodrigo Rato tenía su público, sus aplausos, sus fiestas. "Compramos la imagen de solvencia que se nos vendió, y que, ahora lo sabemos, se nos vendió ocultando datos. Pero ¿qué estábamos comprando todos nosotros?".

 

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