A la vejez, ‘gigolós’

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El título de la última novela de Rosa Montero (Madrid, 1951), La carne, son apenas dos palabras, pero tan contundentes y con un significado tan primario como las obsesiones que atormentan a su protagonista: la angustia del paso del tiempo y la necesidad de desear y sentirse deseado. Montero hace un alto en sus novelas sobre la androide Bruna Husky para volver al mundo real, pero, en este caso, a una realidad más próxima a su cotidianidad de lo que normalmente acostumbra. Es Madrid, un ambiente intelectual y una protagonista a las puertas de la tercera edad. Dice que este acercamiento es una consecuencia de la madurez, una cualidad que considera necesaria para distanciarse del material de la novela. Así, Montero dibuja a Soledad, una mujer que acaba de cumplir 60 años y se ha iniciado en el mercado de la prostitución masculina, contratando a un gigoló para asistir a la ópera e intentar que su examante se sienta celoso. Para Soledad, la carne es su cuerpo recordándole la inevitable vejez, con su decadencia, sus arrugas y la piel descolgada; y, a la vez, un polvorín de sensaciones que la mantiene tremendamente viva.

Cuenta Montero que la intención era que su Soledad (de apellido, Alegre) fuese un “personaje extremo”, que nunca hubiera sentido el amor verdadero ni nadie que la hubiese querido como realmente desea. Porque el sexo le importa -y mucho-, pero a ella nunca le ha faltado y, ahora, paga por él sin demasiados aspavientos. Otra cosa, claro, es el amor. “Una vez terminé el libro y hablé con más gente, me di cuenta de que no hace falta que sea un personaje tan extremo, ya que hay mucha gente, casada o con pareja (incluso con dos parejas), hombres o mujeres, que en el fondo de sí mismos piensan que nunca han sido queridos. Creo que es bastante esencial en los seres humanos ese anhelo por encontrar al que te quiere y te da un lugar en el mundo, porque ese cariño es el que te da ese lugar”, cuenta la autora de La carne (Alfaguara). 

Soledad se comporta de manera extrema y misántropa. Se queja incansablemente de su reducidísima vida social, aunque tampoco la cultiva (por eso, la compra), abusa del prejuicio y de la autocompasión. Y esta actitud la padece hasta la propia Rosa Montero, que hace un cameo como personaje dentro de la propia novela. “Soy completamente yo y, además, la crítica que hace Soledad de mi personaje es bastante atinada. Es muy exagerada, porque es una misógina terrible, llena de frustraciones, por lo que es una crítica con mala leche. Pero quitándole este plus, realmente soy bastante Peter Pan y te puedes preguntar a dónde voy con estas pintas”, justifica Montero los comentarios que Soledad hace sobre su ropa de “malas cadenas de tiendas para adolescentes”.

La escritora se ríe un poco de sí misma porque le gusta lo que define como ser “bastante Peter Pan”, con sus abalorios de colores y formas enrevesadas, sus tatuajes y su vitalidad. Cuando le preguntan sobre su personalidad, Rosa Montero siempre habla de dos cualidades que la definen a ella, y también su literatura: un lado racional, tremendamente racional (hace hincapié); y otro más fantasioso y creativo. Cuando cumplió 60 años, una edad que le daba un “vértigo tremendo”, se construyó para sí un mundo en el que dar rienda suelta a esa segunda faceta. Ese universo es el de la detective Bruna Husky, la androide del siglo XXII que protagoniza, de momento, sus novelas Lágrimas en la lluvia y El peso del corazón. “Es un mundo propio al que voy y vuelvo cuando me da la gana y es muy bonito tenerlo”.

“El concepto que se tiene de la realidad, en mi opinión, es una limitación, es una reducción y es empobrecedor. La realidad son también los sueños y los delirios. El nazismo fue un delirio y cambió completamente el siglo XX y esperemos que no cambie también el XXI. Para mí, interiormente, lo lógico y lo fantástico tienen una continuidad perfecta; pero hacia el exterior es complicado. Por eso, en mis libros intento mezclar esos dos mundos sin que al lector le chirríe”, explica.

Biografías reales o ficticias

“Veo a mi alrededor una especie de añoranza de las dictaduras”

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Entre los delirios carnales de Soledad, en la novela se van colando las biografías de diferentes y trágicos personajes históricos, ya que a la protagonista le han encargado una exposición sobre escritores malditos para la Biblioteca Nacional. Aparecen William Borroughs, Guy de Maupassant, María Lejárraga o Marga Gil Roësset. “Siempre me ha interesado la geografía interior de los seres humanos, en muchos de mis artículos hablo de personajes peculiares porque me llaman mucho la atención como lectora y persona”, apunta Montero, que también es autora de los libros de biografías Pasiones e Historias de mujeres. Ella, como personaje en La carne, aparece precisamente para hablar con Soledad sobre Josefina Aznárez, una escritora que nace de su imaginación y a la que la Rosa Montero de la novela le ha dedicado un perfil periodístico.

“Siempre me ha gustado trabajar en esa zona fronteriza, confusa y resbaladiza, entre la ficción y la realidad. En el siglo XIX, realidad y ficción estaban muy separadas, pero a estas alturas del siglo XXI, la literatura tiene esa zona de sombra. De manera que la he trabajado en montones de libros de diversas formas. En La loca de la casa, por ejemplo, el lector comienza a leer el libro y parece que es una autobiografía, aunque la mitad de los datos que doy son totalmente inventados. Luego, en La hija del caníbal, hay un momento en el que la narradora dice' 'y esto, ¿quién me dice que no es una novela escrita por Rosa Montero?', e inmediatamente dice 'no, porque yo no soy esa autora guineana, negra'... Es un libro que juega con ese equívoco”, comenta sobre su afición a deambular en esa zona intermedia.

Montero arrancó el proyecto con la intención de que su “pequeña vida” no interviniera en la historia, pero en La carne hay mucho de ella, pues en todas sus novelas, y esta es la décimoquinta, el paso del tiempo es casi un personaje. “Toda mi vida he escrito novelas existenciales”, corrobora, “es una narrativa especialmente centrada en el paso del tiempo y en lo que hace en la gente, y, por lo tanto, en la memoria, en la identidad y la muerte”. Desde su primera obra, Crónica del desamor (1979), la autora ya abordaba el tema; también en la mencionada La hija del caníbal, donde hablaba de la crisis de los los 40 y la dificultad de crecer y madurar. Ahora, le tocaba dedicarle una a su década, la de los sesenta. Esta es su pequeña obsesión. Como ha contado varias veces, ya de adolescente, se recordaba diciéndose a sí misma “mira Rosita, qué precioso cielo, tienes 12 años y no los tendrás más”.

El título de la última novela de Rosa Montero (Madrid, 1951), La carne, son apenas dos palabras, pero tan contundentes y con un significado tan primario como las obsesiones que atormentan a su protagonista: la angustia del paso del tiempo y la necesidad de desear y sentirse deseado. Montero hace un alto en sus novelas sobre la androide Bruna Husky para volver al mundo real, pero, en este caso, a una realidad más próxima a su cotidianidad de lo que normalmente acostumbra. Es Madrid, un ambiente intelectual y una protagonista a las puertas de la tercera edad. Dice que este acercamiento es una consecuencia de la madurez, una cualidad que considera necesaria para distanciarse del material de la novela. Así, Montero dibuja a Soledad, una mujer que acaba de cumplir 60 años y se ha iniciado en el mercado de la prostitución masculina, contratando a un gigoló para asistir a la ópera e intentar que su examante se sienta celoso. Para Soledad, la carne es su cuerpo recordándole la inevitable vejez, con su decadencia, sus arrugas y la piel descolgada; y, a la vez, un polvorín de sensaciones que la mantiene tremendamente viva.

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