“No existe tal cosa como un buen impuesto”, dicen que dijo el primer ministro británico Winston Churchill. A nadie le gusta pagar impuestos, ese mal necesario –también lo dijo Churchill– que no sólo es la fuente principal de ingresos de los Estados sino además materia habitual de violenta controversia política. Véase si no cómo, en un último intento desesperado por evitar la derrota que anticipaban todas las encuestas, Rishi Sunak recurría al miedo a los impuestos que los laboristas supuestamente iban a subir en cuanto entraran en Downing Street.
Tras aumentar en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y recortarse desde la década de los 80 con el ascenso al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher en EEUU y Reino Unido, las políticas de austeridad utilizadas como cura para la Gran Recesión pusieron de nuevo la política fiscal en el centro del debate político. A los recortes en el Estado del Bienestar desde 2008 les sucedió una lluvia europea de fondos públicos para sostener la economía tras el parón del covid. Y las llamadas de los organizaciones internacionales para tapar los agujeros que los paraísos fiscales perforan en las maltrechas arcas de los Estados y para aplicar tipos impositivos mínimos tanto a las multinacionales como a los milmillionarios.
Un estudio de dos investigadores de las universidades de Viena y Zurich, Björn Bremer y Reto Bürgisser, confirman que, en efecto, los impuestos no son muy populares: hasta un 65% de los europeos apoyan las bajadas fiscales. Al menos los españoles, alemanes, británicos e italianos. Una encuesta a 1.200 contribuyentes de esos cuatro países en 2018 arrojó una respuesta que no sorprende a nadie. Pero Bremer y Bürgisser fueron un poco más allá en sus preguntas. Primero, quisieron saber si estaban a favor de que les bajaran el impuesto sobre la renta, el tipo máximo a los que más ingresan y el IVA. Después indagaron si creían que el Gobierno debería reducir esos impuestos aunque esa medida implicara un recorte del gasto público o un aumento de la deuda pública.
La respuesta fue que el apoyo a una rebaja de impuestos, cuando se informa a los encuestados sobre las consecuencias y se les enfrenta a lo que los autores llaman “disyuntivas fiscales”, disminuye de forma significativa. Hasta 15 puntos porcentuales.
En el caso de los españoles, pasa del 65% inicial al 54% si la rebaja fiscal en el IRPF se traduce en un recorte del gasto público, al 45% si resulta en un aumento de la deuda pública y cae hasta el 40% si va a suponer un alza del IVA. Cuando se les plantea un recorte del IVA, el 70% inicial que se muestra a favor cae hasta el 45% si va a suponer menos gasto público y al 49% si aumenta la deuda del Estado.
Porque subir los impuestos es una medida antipática, pero el Estado del bienestar incluye beneficios también muy valorados por la ciudadanía. Incluso en Estados Unidos, recuerdan los autores, las encuestas señalan que los ciudadanos se muestran “orgullosos de cumplir con sus obligaciones fiscales, que perciben como un deber moral y una responsabilidad cívica”, y en Reino Unido respaldan aumentos de su factura fiscal de hasta un 7% para sostener el gasto gubernamental. En otro estudio, Bremer y Bürgisser subrayan que los ciudadanos quieren que los gobiernos “proporcionen una red de seguridad a las personas cuando enferman, envejecen o se quedan sin empleo”, también que las apoyen para conseguir una mejor educación y un puesto de trabajo si pierden el suyo. Esa “inversión social”, dicen, atrae a “una amplia coalición de votantes de clase media con un buen nivel educativo”, además de estar muy bien valorada.
Y, para hacer todo eso, son necesarios los impuestos.
Por debajo del 50% en todos los países
En los cuatro países analizados, el 63% apoya que se baje el IRPF, y aún más, el 67%, que se reduzca el IVA. Pero sólo un 20% quiere que se recorte el tipo máximo de la renta; el respaldo a que paguen menos impuestos los más ricos se ve como un cambio regresivo y es mínimo. Ahí no hay grandes diferencias entre unos países y otros. Sí son un poco más pronunciadas respecto al IRPF y al IVA. Los italianos son los que más apoyan los recortes fiscales: un 83% está a favor de que se baje el impuesto sobre la renta y un 80% el IVA. Los británicos, que tienen impuestos relativamente más bajos que el resto, son los menos entusiastas de las reducciones, sólo el 48% se muestra a favor de que se recorte el IRPF y el 58% de que se suavice el IVA. Si aumentara la deuda pública, sólo el 42% de los alemanes aceptaría una bajada del IRPF y únicamente el 40% la del IVA.
Es decir, cuando se les pregunta a todos ellos si les parecerían bien esas mermas de la factura fiscal aun cuando implicaran un recorte del gasto público, un aumento de la deuda del Estado o una subida de otros impuestos, el respaldo ciudadano cae por debajo del 50% en todos los países. En el caso del Reino Unido, apenas supera el 30% si la bajada del IRPF o del IVA se convierte en más deuda pública o tiene que compensarse con la subida de otro impuesto.
Predomina la ideología sobre el interés material
Bremer y Bürgisser también han analizado el papel que tienen el interés propio y la ideología en la escala de prioridades fiscales de los europeos. Y concluyen que la segunda predomina sobre el interés material, al menos entre los contribuyentes de izquierdas.
Aun así, destacan que los individuos con más ingresos son “ligeramente más partidarios” de las rebajas fiscales “regresivas” que los menos pudientes. Y los contribuyentes de derechas y los de ingresos más bajos –tanto de derechas como de izquierdas– son menos partidarios de rebajas en el IRPF si la contrapartida es una subida del IVA –un impuesto indirecto cuyo aumento se considera regresivo pues se aplica a todos los consumidores independientemente de su renta– o un aumento de la deuda pública. En Italia, Alemania y Reino Unido a los ciudadanos más pobres no les importa que les suban el IRPF si les bajan el IVA, pero en España no quieren ni oír hablar de más impuestos sobre la renta por mucho IVA que les perdonen.
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Cruzando ideología y renta personal, los autores han descubierto también que los encuestados de izquierda con altos ingresos son más partidarios de subir los impuestos –o al menos de no recortarlos– que los encuestados de izquierda más pobres.
A juicio de Bremer y Bürgisser, estas sorpresas se explican por cómo los ciudadanos perciben subjetivamente los efectos distributivos de los impuestos y en qué medida están alineados con sus efectos distributivos objetivos. “El apoyo a impuestos más bajos es condicional y no absoluto”, concluyen.
A su juicio, estudiar cómo interpretan los contribuyentes los efectos distributivos de los impuestos, así como las disyuntivas fiscales, servirán para conseguir los recursos necesarios con los que abordar el cambio climático y las desigualdades, el próximo –y costoso– reto.
“No existe tal cosa como un buen impuesto”, dicen que dijo el primer ministro británico Winston Churchill. A nadie le gusta pagar impuestos, ese mal necesario –también lo dijo Churchill– que no sólo es la fuente principal de ingresos de los Estados sino además materia habitual de violenta controversia política. Véase si no cómo, en un último intento desesperado por evitar la derrota que anticipaban todas las encuestas, Rishi Sunak recurría al miedo a los impuestos que los laboristas supuestamente iban a subir en cuanto entraran en Downing Street.