Samuel no había cumplido ni los cinco años cuando su madre le rogó aterrada que pidiera ayuda a la vecina. Los más de cien kilos que pesaba su agresor la mantenían premeditadamente inmovilizada sobre la cama y la única posibilidad de pedir auxilio la encontró en la complicidad del pequeño. No era la primera vez que su pareja le agredía, tampoco sería la última. Pero hoy Natalia es capaz de reunir la fuerza suficiente para conjugar el pasado sin que sus ojos se empañen de lágrimas. "Ser capaz de hablar de esto sin llorar es un gran paso", se felicita. Con la vista puesta en las navidades, la superviviente de violencia machista entrevé en esa victoria el mejor motivo para brindar junto a su hijo, hoy adolescente: "No estoy sola, estoy con mi hijo y por fin somos libres".
Natalia es madre soltera. La violencia ejercida por parte de quien fuera su pareja tiene la habilidad de haber conseguido desdibujar las fechas, pero recuerda bien que cuando todo empezó su hijo apenas rondaba los tres años. La violencia psicológica era una constante, las palizas eran puntuales. "La primera vez me rompió la nariz, denuncié y volví con él", rememora. Lo dice ya libre de vergüenza, pero no ha sido fácil entender que no tiene el deber de justificar esta vuelta al seno de la violencia. A partir de entonces se sucedieron los juicios, el arrepentimiento, la culpa. Hasta el momento de la ruptura definitiva.
Una suerte de bucle que conoce bien Claudia. El maltrato comenzó cuando estaba embarazada de su hijo, siempre de forma sibilina y con la suficiente sutileza para colmar de dudas a la propia víctima. "Yo no sabía lo que estaba sucediendo, no era consciente", reconoce hoy. Fue su médica de cabecera quien supo leer las señales y se esforzó en llevar a cabo un seguimiento pormenorizado de una paciente que todavía no se reconocía como víctima. "Me dijo que estaba pasando por algo y que muchas mujeres no nos damos cuenta". A partir de ese momento, la joven aprendió a reconocer el maltrato psicológico que pesaba sobre ella. "Estaba embarazada, era vulnerable y no tenía a nadie alrededor, vivía con una dependencia emocional impresionante".
Cuando su hijo llegó al mundo, la violencia pasó a ser más explícita. "Me quitaba al niño, se encerraba con él, lo dejaba llorando…todo para hacerme daño", asegura al otro lado del teléfono. "Darme cuenta fue devastador". Cuando el bebé cumplió un año y medio, decidió dejar la relación. Han pasado ocho años desde entonces. La denuncia por malos tratos resultó archivada por falta de pruebas, así que el pequeño alterna la convivencia con su madre y su padre.
"El maltrato psicológico no es visible ante la justicia". Habla ahora Andrea, quien encadenó dos relaciones violentas. La primera, con el padre de sus hijos. La segunda, en medio de una relación posterior a la que puso fin el verano pasado. "Yo no tenía un moratón en el ojo, pero tenía el alma rota", expone con un nudo en la garganta que se materializa a través de la línea telefónica. Sus hijos tienen hoy nueve y trece años. "No han querido indagar mucho", cuenta la superviviente, "ellos me veían zombie, pero no han querido pronunciarse", aunque sí han dado señales de entender lo que sucedía a su alrededor.
Así lo comprendió Andrea el día que el pequeño le preguntó "qué era el machismo". Fue su hermano mayor quien respondió: "Cuando el hombre se cree superior a la mujer". Y aquello le hizo atar cabos: "Mamá, es lo que hace él contigo". Para Andrea fue "como abrir los ojos: ya no es lo que siento yo, es que ellos lo perciben y les afecta", observa.
A las mismas conclusiones llegó Daniela. Sus hijas tienen hoy once y trece años: "Son conscientes de todo lo que ocurrió. Lloraron cuando a su padre se lo llevó la policía, pero eran conscientes de que era lo que tenía que pasar. Los hijos se dan cuenta de las cosas, incluso de aquellas que tú no percibes", comparte en conversación con este diario. Daniela sufrió malos tratos físicos y psicológicos por parte de quien fuera su marido, junto al que compartió quince años de su vida, doce de ellos casada. "Lo más grave llegó cuando decidí salir". Los insultos y el control dieron paso a los golpes: "Me intentó ahorcar, me mordió, me llamaba puta, me perseguía, una vez me enseñó una pistola para amenazarme", relata.
Según un informe del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), "la maternidad es un factor que hace más vulnerables a las mujeres maltratadas" y que además "guarda relación con el elevado porcentaje de casos sin denuncia". Otro estudio elaborado por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género destaca que las madres tardan más tiempo en dejar atrás la relación violenta: las que tienen un hijo se demoran ocho años y tres meses de media, las que tienen dos tardan una media de diez años y dos meses. Las mujeres sin hijos, en cambio, piden auxilio a los tres años y cinco meses.
Reconstruir las navidades
Las navidades son, para buena parte de las víctimas, la evidencia de un fracaso. La quiebra de sus expectativas y un recordatorio constante de que el modelo de familia al que aspiraban no era más que una ilusión. Atravesar la puerta para dejar atrás la violencia impone cambios radicales, sobre todo cuando de la mano caminan también hijos menores que a veces no terminan de comprender lo que ha sucedido.
Así que las víctimas tienen por delante la tarea de reconstruir su mundo y el de quienes todavía están empezando a descubrirlo. Muchas lo hacen en soledad, otras tratan de recuperar los lazos que se habían roto producto del aislamiento que provoca la violencia. "Cuando él estaba, era el centro: mis navidades eran él, me separaba de todo. Me alejé de mi familia, me aislé porque no quería que la gente supiera", comparte Natalia. "Ahora las navidades las vivimos libres de él, como queremos, solos".
No fue un paso sencillo: la madre reconoce un arduo trabajo interno para asumir que no existe una única forma válida de vivir las navidades. "Yo sufrí mucho, me faltaba algo. Lo he trabajado y hoy en día me siento feliz: quiero hacer de mi hijo un hombre libre que pueda vivir como le dé la gana. Que no se sienta triste cuando yo le falte, porque la Navidad es un momento más de la vida. Le quiero desarraigar de ese espíritu familiar que tiene la Navidad y que es tan duro". Samuel, en plena adolescencia, prefiere no preguntar. Y su madre lo respeta así: cuando él quiera pararse a hablar, formular las preguntas necesarias, ella estará ahí para dar respuesta. Mientras tanto, ha aprendido a tolerar sus tiempos.
Claudia presume de la sensibilidad de su niño. "Es muy fuerte y muy especial", dice con orgullo, "he conseguido con él una relación muy sincera". Su casa está preparada al milímetro para dar la bienvenida a las fiestas. Los premeditados detalles, la pulcra decoración, anuncian que hay un niño de nueve años esperando nervioso los días de celebración. "Somos él y yo en casa: en los cumpleaños, en las navidades, somos los dos", asiente la madre.
Las víctimas tratan de extirpar toda connotación negativa a la idea de soledad: solas con sus hijos, pero libres de violencia. "En esta ocasión estaremos nosotros tres solitos", pronuncia Andrea. Sus prioridades han cambiado desde la ruptura con su maltratador, así que en su lista de deseos para estas fiestas la terapia se encuentra en la cima. "He empezado a ir a una psicóloga porque no consigo…", dice con la voz entrecortada. En medio de un proceso de cicatrización propio, la gestión emocional de los pequeños no es sencilla. "Al pequeño le falta algo, se siente solo. Así que tengo que explicarle que esta persona no se ha portado bien. Aún así, estoy un poco perdida con él", reconoce la víctima, quien lamenta no poder permitirse económicamente cuidar la salud mental de los niños. La fragilidad de los recursos disponibles, la ausencia de herramientas y la escasez de medios materiales se configuran como condicionantes para seguir adelante.
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Daniela pasará por primera vez las navidades con su hermana, a quien su agresor le impedía ver. "Estaremos unidas e intentando llevarlo lo mejor posible". Reconoce no poderse haber desprendido del "sabor amargo de lo que pasó", el choque frontal con su "ideal de familia y cómo todo se desmoronó". "Mis hijas vieron a su padre ahorcándome, arrastrándome por la calle y llamándome puta. Son cosas que te quedan. Quieres pasar las navidades felices, pero siempre tienes esa tristeza". Y en esa tesitura, presume, muchas veces son las niñas quienes le prestan consuelo. "Hablándoles de esta entrevista, la pequeña me decía: ‘Mamá, tú lo que tienes que decir es que estamos las tres unidas".
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Algunos de los nombres utilizados en este reportaje son pseudónimos, para salvaguardar la intimidad y la seguridad de las víctimas entrevistadas.