Las bombas de racimo vuelven a los campos de batalla de Ucrania y Gaza ante la indiferencia internacional
Los drones kamikaze, también conocidos como drones suicidas o, más modestamente, “drones merodeadores”, están diseñados para sobrevolar un campo de batalla, localizar objetivos potenciales y lanzarse sobre ellos para destruirlos con explosivos.
Aunque varios ejércitos de todo el mundo los utilizan, hasta hace poco nadie presumía mucho de ello. “El uso de munición merodeadora no es aceptable desde un punto de vista ético”, declaraba el general François Lecointre, entonces jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas francesas, ante la Asamblea Nacional francesa en junio de 2021. Lo justificó de la siguiente manera: “Cuanto mayor es la distancia del objetivo a destruir, más importante es la cuestión ética.”
Cuatro años después, su uso en el campo de batalla es de una banalidad desorientadora. El ejército ucraniano compra miles de drones comerciales baratos en Internet y los modifica, a veces con impresoras 3D, para que puedan llevar cargas explosivas; el ejército ruso lanza cada día drones iraníes Shahed y sus 40 kilos de explosivos contra las principales ciudades ucranianas; los drones miniatura israelíes son capaces de ponerse en modo “emboscada” para atacar en Gaza o Cisjordania, según sus fabricantes.
En cuanto a Francia, ahora quiere “ponerse al día” en ese ámbito y va a dedicar 5.000 millones de euros al desarrollo de sus drones y robots de aquí a 2030. Los drones kamikaze “aportarán rendimiento, precisión y letalidad con una relación coste-eficacia favorable”, explica fríamente la ley de programación militar aprobada por el Parlamento francés en agosto de 2023, que fija las prioridades para los próximos años.
Parece que ha pasado mucho tiempo desde que los pilotos de aviones no tripulados americanos que habían participado en ataques en Irak o Afganistán declararan: “Lo que hicimos como operadores y pilotos de aviones no tripulados te deja un agujero en el alma. Formar parte del programa de drones es una especie de locura que se te pega a la piel y no se va”.
“Abrir las compuertas”
Esta nueva realidad no está causando un revuelo mundial ni un debate ético sostenido. Tampoco el uso de armas químicas por parte del ejército ruso en las trincheras ucranianas, el empleo de fósforo blanco por parte de las tropas israelíes en zonas civiles del sur del Líbano, el envío de bombas de racimo a Kiev por parte de Estados Unidos o el uso sin precedentes de inteligencia artificial en las operaciones llevadas a cabo por el ejército israelí en Gaza.
Desde hace tres años, las guerras de Ucrania y Gaza parecen haber cambiado el rumbo de los tipos de armas que se consideran moral y éticamente aceptables. “Estamos asistiendo a una especie de apertura de compuertas para varios sistemas de armas que se habían convertido en bastante tabú porque las convenciones internacionales los habían prohibido”, observa Laure de Roucy-Rochegonde, directora del Centro Geopolítico de Tecnologías del Instituto Francés de Relaciones Internacionales (Ifri), que acaba de publicar La Guerra en la era de la inteligencia artificial (edit. PUF, 2024).
“Entre ellas se encuentran las minas antipersona, las municiones de racimo y el fósforo blanco, que es una de las armas incendiarias contempladas en la Convención (CCAC, Ginebra, 1980 -ndr) sobre ciertas armas convencionales”, afirma la investigadora. "Todo esto se desmorona poco a poco.” Ya no está en el orden del día ese «mundo libre de minas» que reclamaban y esperaban los defensores del desarme a finales de la década de 2000.
Se nos consideraba intratables si utilizábamos armas consideradas moralmente inaceptables por la comunidad internacional
Sin embargo, a principios de siglo se dieron importantes pasos en esta dirección. Una campaña que duró casi treinta años, dirigida entre otras por la ONG Handicap International, condujo a la prohibición de dos tipos de armas conocidas por causar un gran número de víctimas civiles: las minas antipersona (diseñadas para activarse al paso de una o varias personas, permanecen enterradas y a menudo explotan años después del final del conflicto) y las bombas de racimo (que liberan multitud de pequeñas bombas, con precisión aleatoria, y que no siempre explotan inmediatamente). Las primeras fueron prohibidas en 1997 por la Convención de Ottawa (firmada por 133 Estados), las segundas en 2008 por la Convención de Oslo (firmada por 94 Estados).
En aquel momento, los defensores del desarme confiaban en que incluso los Estados que se habían negado a firmar esos dos tratados, como Estados Unidos, acabarían cambiando sus prácticas una vez entrados en vigor. “Incluso para los Estados más reacios a regularlo, existía una especie de tabú: se nos consideraba un tanto intratables si utilizábamos armas consideradas moralmente inaceptables por la mayoría de los Estados de la comunidad internacional”, recuerda Laure de Roucy-Rochegonde. Esa es una de las razones por las que Estados Unidos ha reducido considerablemente el uso y la producción de municiones de racimo.
El regreso de las bombas de racimo
El giro de los últimos años ha sido aún más espectacular. Desde 2023, los Estados Unidos de Joe Biden están entregando bombas de racimo a Ucrania para que Kiev se defienda de los ataques rusos. Estas bombas, al igual que las minas antipersona, han sido ampliamente utilizadas desde la invasión rusa de febrero de 2022, a ambos lados del frente. Se ha documentado la presencia de esas minas en once de las veintisiete regiones ucranianas.
El propio marco legal que prohíbe ese tipo de armas puede estar en peligro. El 25 de julio, Lituania anunció su retirada de la Convención de Oslo sobre municiones en racimo. “Las convenciones son importantes cuando todos los países las suscriben. El problema es que Rusia, en su agresión contra Ucrania, no se adhiere a ellas”, justifica el ministro lituano de Defensa, Laurynas Kasciunas.
Ese Estado báltico, cercano a la frontera rusa, ha expresado en repetidas ocasiones su temor a ser invadido por Moscú si Ucrania pierde la guerra. “Volveremos a la Convención si Rusia vuelve a ser un Estado normal y sensato”, afirma una fuente diplomática lituana.
Handicap International se muestra “consternada” por esa decisión, que califica de “bombazo para el derecho internacional humanitario” y un “gran revés para la lucha mundial” contra este tipo de armas. La ONG recuerda que “se supone que la Convención de Oslo [...] debe ser respetada por los Estados no sólo en tiempos de paz, sino también en tiempos de tensión y de guerra”.
Además de esas armas, que en su día quedaron relegadas a los anales de la historia y que ahora vuelven a utilizarse a gran escala, se han ido desarrollando rápidamente otras nuevas cuyo uso aún no está regulado (o prohibido) por una legislación específica a raíz de las guerras emprendidas por Rusia e Israel.
El matrimonio de los drones y la inteligencia artificial
Es el caso de la “munición merodeadora” y de todas las armas que incorporan cierto grado de autonomía gracias a la inteligencia artificial. Los drones capaces de definir un objetivo y bombardearlo sin intervención humana ya no pertenecen a la ficción. En sus folletos publicitarios, el fabricante israelí Israel Aerospace Industries (IAI) vende su dron kamikaze Mini-Harpy, de 40 kilos de peso y capaz de volar hasta a 370 kilómetros por hora, que puede utilizarse en versión “intervención humana” o en versión “totalmente autónoma”. Estonia, otro Estado báltico preocupado por posibles ataques rusos, habría encargado ya unos mil aparatos en mayo de 2023.
A mayor escala, Israel está utilizando programas informáticos que se basan en gran medida en la inteligencia artificial para definir “objetivos a eliminar”, especialmente en Gaza, con terribles consecuencias. Uno de esos programas, Lavender, asigna a cada gazatí una puntuación de seguridad de entre 1 y 100, en función de la probabilidad de que pertenezca a Hamás, y utiliza esta puntuación para ofrecer objetivos a los soldados israelíes. La mayoría de las veces, los soldados israelíes “validan” esos objetivos (deciden bombardearlos) en unos veinte segundos.
Se está intentando prohibir o controlar mejor ese tipo de equipos militares. En 2013, una coalición de unas cuarenta ONG lanzó una campaña internacional sobre el tema llamada Stop Killer Robots. Ese mismo año, las armas letales autónomas fueron objeto de las primeras reuniones internacionales en el seno de la CCAC (Convención de la ONU sobre ciertas armas convencionales), uno de los foros donde se debaten los proyectos de control de armas.
Pero esos esfuerzos tropezaron con obstáculos cada vez mayores. “Al principio, los debates eran principalmente prospectivos”, explica el politólogo Cyril Magnon-Pujo (Université Lumière Lyon 2), que investiga sobre la regulación de las armas autónomas y viaja regularmente a Ginebra (Suiza) para asistir a esas reuniones. “Luego, hacia 2019-2020, todo el mundo se dio cuenta de que ya no eran tan prospectivos: los retos militares eran concretos y estas armas se desarrollaban más rápido de lo previsto”, explica el investigador.
“Para los estados mayores de las potencias militares”, el objetivo pasó a ser entonces el de “limitar los daños y que los diplomáticos no se entrometan demasiado”. Luego vino la invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022, tras la cual “los rusos empezaron a bloquear cualquier avance” sobre una posible regulación, explica el investigador.
Rusia lo frena fácilmente porque la CCAC funciona por consenso. Sin el acuerdo de Moscú no puede ser aprobado ningún texto. “Rusia lo bloquea todo, y para los Estados que no están necesariamente a favor [del control de las armas letales autónomas] pero que no quieren ser vistos como los malos, no es muy difícil escudarse en ello”, añade Anne-Sophie Simpere, coordinadora en Francia de la campaña “Stop robots asesinos”. Entre los gobiernos más bien satisfechos de que las cosas no avancen se encuentra el de Estados Unidos, promotor desde hace tiempo de los drones armados, así como Australia e Israel.
Nuevas vías para la prohibición
¿Es vana toda esperanza para quienes, sin creer que existan “guerras buenas” o “armas buenas”, siguen pensando que los robots asesinos o las minas antipersona plantean un problema moral particular? Hay muchas razones para pensar que sí. “Muchos Estados ya no desean enmarcar la guerra en convenciones internacionales vinculantes y obligatorias”, como ocurría al final de la Guerra Fría, señala Cyril Magnon-Pujo.
En general, los grandes conflictos son casi siempre una oportunidad para desarrollar nuevas armas, que si no se utilizan, a menudo acaban por ser adaptadas para el bien, a pesar de que se consideraran moralmente problemáticas cuando se introdujeron por primera vez: aviones de combate y tanques en la Primera Guerra Mundial, la bomba atómica en la Segunda...
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Pero hay contraejemplos. Las armas químicas, muy utilizadas en los campos de batalla europeos durante la Primera Guerra Mundial, dejaron de emplearse durante la Segunda (salvo en los campos de concentración). Y aunque la guerra acelera el desarrollo de las armas, también es el momento en que el mundo entero las ve en acción con todos su horror potencial. Desde las minas antipersonas en la antigua Yugoslavia hasta el napalm en Vietnam, verlas en acción puede llevar a pedir su prohibición.
En cuanto a los Estados que presionan para impedir cualquier regulación, podrían ser eludidos usando la creatividad. Para evitar los bloqueos rusos sobre las armas autónomas, varios Estados, entre ellos Austria, han tenido una idea: “sacar” el tema del ámbito donde actualmente está bloqueado, la CCAC, y llevarlo a la Asamblea General de las Naciones Unidas, que no funciona por consenso sino por mayoría, y donde un país no puede bloquearlo todo. Esta propuesta de resolución austriaca podría examinarse a principios de noviembre.
Traducción de Miguel López