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Brasil paga caro los errores de Lula
La elección de Jair Bolsonaro como presidente del país más importante de América Latina no es una sorpresa, ya que así lo pronosticaban todos los sondeos. Sin embargo, hay dos escenas, vividas tras al anuncio de los resultados, que han contribuido a aumentar la angustia de millones de brasileños aturdidos. En la primera se ve cómo Jair Bolsonaro se dispone a dirigirse a la población como presidente electo. Pero, en lugar de tomar la palabra, se la da al pastor evangélico Magno Malta –también senador y uno de sus asesores más cercanos– para que dirija una plegaria, retransmitida en directo.
Jair Bolsonaro, su esposa y un grupo de personas de su entorno forman un semicírculo. Con los ojos cerrados, escucharon al pastor decir que “nunca se habrían podido arranchar los tentáculos de la izquierda sin la mano de Dios”, recurriendo al lema de la campaña Brasil por encima de todo, Dios por encima de todo. Cuando habló el excapitán del ejército añadió: “Ya no podíamos seguir coqueteando con el socialismo, el comunismo, el populismo y el extremismo de izquierda”. Para concluir: “Nuestra bandera, nuestro lema, fui a buscarlos a eso que muchos llaman la caja de herramientas para reparar al hombre y a la mujer, la sagrada BibliaBiblia”.
La segunda escena es igual de escalofriante. Sucede en Niterói, la ciudad situada frente a Río de Janeiro, al otro lado de la bahía de Guanabara. Un convoy de soldados del Ejército es aclamado en la calle por docenas de partidarios de Jair Bolsonaro. Soldados de pie, en los jeeps, levantan sus puños en señal de victoria y se tocan los bíceps, allí donde está cosida la bandera brasileña, símbolo del que se ha adueñado el candidato de la extrema derecha en campaña. Lo que se suponía que iba a ser un simple regreso al cuartel al final de la jornada electoral, termina pareciendo un desfile.
¿Cómo se ha llegado a este punto? ¿Qué no se vio, qué no se entendió, que llevó a casi 58 millones de brasileños a echarse en los brazos de un candidato abiertamente racista, misógino, homófobo, defensor de la tortura, de la dictadura y neoliberal?
El 1 de enero de 2011, Luiz Inácio Lula da Silva dejaba la presidencia brasileña con una popularidad del 80%, después de dos mandatos que hicieron posible que casi 40 millones de personas saliesen del umbral de la pobreza. Fue ayer, no hace una eternidad. Lula ahora languidece en una prisión, condenado (sin pruebas) por corrupción. Brasil está atrapado en su cuarto año de recesión, uno de los peores de su historia. El Partido de los Trabajadores (PT), después de 13 años en el poder, es odiado por una mayoría de la población.
La radicalización repentina del electorado –hace dos meses, pocas personas hubieran apostado por un resultado así– es, por supuesto, fruto de una situación muy particular y de errores en la estrategia electoral. El candidato que encabezaba las encuestas, Lula, no puede presentarse a la reelección, pero no fue hasta el 11 de septiembre cuando deja vía libre a su delfín, a tres semanas de la primera vuelta. El PT se niega a construir una verdadera alianza con el resto de fuerzas progresistas. Se rechaza a la derecha tradicional por su alianza con el muy impopular gobierno de Michel Temer, en el poder durante dos años tras la destitución de Dilma Rousseff.
Tampoco debemos olvidar la información filtrada a la prensa para perjudicar al PT en vísperas de la primera vuelta, obra de un juez, Sergio Moro, habituado a inmiscuirse en el juego político. El apuñalamiento de Jair Bolsonaro el 6 de septiembre lo convirtió en una víctima y le permitió escapar de todos los debates. Las redes sociales, con WhatsApp incluido, multiplican las campañas de desinformación. Todo ello en un clima de denuncia de la corrupción y la crisis económica, una mezcla explosiva que ya ha tenido precedentes en la historia nacional. Los brasileños eligieron a Jânio Quadros en 1960 y a Fernando Collor de Mello en 1989. Estos dos representantes del derecho antisistema prometieron poner orden en la casa. Ninguno de ellos logró completar su mandato.
Sin embargo, la coyuntura económica no lo es todo. Porque la verdadera cuestión es saber si la celebración de los años de Lula, tanto dentro como fuera de Brasil, no enmascaraba las corrientes de fondo que actuaban en la sociedad y, en particular, en la clase media. Lo ocurrido es fiel reflejo de lo que sucedió en Estados Unidos con la elección de Donald Trump hace dos años. De repente, comprendimos que los años de Obama, en opinión de una gran parte de la población y de los observadores, habían enmascarado la verdadera evolución de la sociedad estadounidense.
Por supuesto, las políticas sociales de Lula fueron un gran éxito en uno de los países más desiguales del mundo. El subsidio Bolsa Familia (subsidio familiar) ha ayudado a millones de hogares a salir de la hambruna; la electricidad y el agua llegaron por primera vez a zonas áridas y rurales; se ha fomentado la agricultura familiar; la introducción de la discriminación positiva permitió que cientos de miles de personas negras y pobres accediesen a la universidad; el incremento sistemático del salario mínimo y el acceso al crédito para los más pobres han cambiado el rostro del mercado de consumo. También en la escena internacional, Brasil parecía estar ganando reconocimiento internacional por primera vez, consolidándose como una potencia.
Ni reforma política, ni reforma fiscal
Pero la fascinación por Lula el mago, especialmente dentro de su partido, impidió que la izquierda tomara conciencia de que el país que estaba ayudando a construir era también aquel en el que los valores de mercado, de competencia exacerbada y de ascenso social basado únicamente en el mérito individual estaban en constante avance. La redistribución social se llevó a cabo para que la pequeña clase media pudiese ir a estos centros comerciales que se multiplican por todo el país, símbolos de la mercantilización de los espacios públicos. “Ahora todos los brasileños pueden ser ciudadanos porque tienen acceso a una tarjeta de crédito”, se congratulaba Guido Mantega, cuando era ministro de Finanzas en la época de Lula y luego de su delfina, Dilma Rousseff.
En el país de la telenovela, la izquierda renunció a trabajar la narrativa de la revolución que pretendía traer. Reivindicar los programas de lucha contra la pobreza; mantener el diálogo con los movimientos sociales; enfrentarse a oligarquías que han seguido fortaleciéndose: los compromisos del método Lula y una redistribución que ha sido posible gracias a un período excepcional de crecimiento han eximido al PT de debatir un verdadero proyecto alternativo. La construcción de una reforma del sistema político y de la política fiscal es sin duda un reto en un país donde es imposible obtener una mayoría real en el Congreso. Pero el PT nunca se molestó en explicarlo.
Atrapada por la idea de que el origen popular de Lula y su labia eran suficientes para hablar con los más pobres, la izquierda dejó de dialogar con los grupos sociales que afirmaba defender. La deriva conservadora de los votantes evangélicos es la mejor prueba de ello. El primer país católico del mundo experimentó una revolución que vio estallar el número de seguidores de la iglesia pentecostal, llegando a representar a día de hoy más de un tercio de la población.
La mayoría de ellos son personas pobres que viven hacinadas en cinturones de pobreza alrededor de las principales ciudades. Una combinación de ceguera a la escala del fenómeno y de desprecio por estas nuevas religiones ha llevado a los líderes del PT, y a otras formaciones progresistas, a darle la espalda a esta población, prefiriendo negociar su voto con los pastores. De este modo, Edir Macedo, que dirige la Iglesia Universal del Reino de Dios, hizo campaña a favor de Lula en 2002 y 2006, después de haberle hecho frente durante mucho tiempo. En 2010 vimos a Dilma Rousseff besando al senador Magno Malta (hoy, como hemos visto, asesor de Bolsonaro) y entregándole una Carta a las Iglesias Evangélicas, en la que se comprometía a no “proponer cambios en la legislación sobre el aborto y otras cuestiones familiares”, en referencia a los homosexuales.
Al hacerlo, el PT no ha dejado de legitimar a estos pastores y de aumentar su poder cuando debería haber estado trabajando para deconstruir su imagen, demostrando que, para la mayoría, utilizan la fe de otros para acumular riqueza, sin pagar impuestos, y así establecer verdaderos imperios mediáticos.
La cuestión de las relaciones con los medios de comunicación está obviamente en el centro de esta incapacidad para construir una narrativa. Una vez más, se debe al espejismo del encanto de Lula lo que impidió que sus gobiernos tomasen conciencia de la urgente necesidad de reformar un panorama mediático dominado por un puñado de familias e iglesias. En 2002, un día después de su elección, Lula fue recibido en Globo, la primera televisión del país, y aplaudido por los periodistas. Siempre ha creído que podía seducir a un sector que durante mucho tiempo se ha distinguido por su apoyo a las élites, y en particular a la dictadura. Desde 2005, un largo proceso de demonización del PT a través de la “gran prensa” llevaba a la mayoría de los brasileños a considerar esta formación una guarida bolchevique cuyo único objetivo es saquear el país y convertir a los niños en depravados sexuales.
Hoy en día, el PT tiene más dificultades para invertir esta imagen porque, por ejemplo, ha descuidado el trabajo de comunicación internacional. Mientras que los conservadores han sentado las bases para transmitir, en buen inglés, sus diversos proyectos y luchas, los progresistas no han hecho nada parecido.
La elección como presidente de un candidato que glorifica el régimen militar y la tortura no puede explicarse sin subrayar hasta qué punto pesa la ausencia de un discurso claro sobre la historia de la dictadura (1964-1985). Cuando finalmente se constituyó una comisión de la verdad, al comienzo del mandato de Dilma Rousseff, quedó privada de recursos, ambiciones y tiempo. Sus resultados se presentaron de manera casi clandestina. No podemos culpar al votante de tener amnesia.
El Partido de los Trabajadores ha cometido muchos errores. Creyó que podía gobernar un país tan desigual evitando los conflictos de clase. Sucumbió fácilmente en las reglas del juego político, abrazando lo peor de ellas: la corrupción. Quería ser hegemónico entre los progresistas, asfixiando la emergencia de otras voces progresistas. Sucumbió al culto del líder, pero su principal error es que nunca desafió realmente a la derecha y a los conservadores la hegemonía cultural para tratar de cambiar profundamente el país. Y ahora puede pagarlo muy caro y durante mucho tiempo.
Lamia Oualalou, especialista en América Latina, ha sido corresponsal en Brasil de Mediapart (socio editorial de infoLibre) de 2008 a 2016. Actualmente reside en México, donde trabaja para la ONG Icrict, que lucha contra los paraísos fiscales y por un mejor gravamen de las multinacionales.
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Traducción: Mariola Moreno
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