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Quién está detrás del envenamiento del opositor ruso Alexei Navalny
El sábado 22 de agosto, las autoridades rusas aceptaron finalmente el traslado a Alemania de Alexei Navalny, bloguero moscovita, adversario político número uno de Vladimir Putin y fundador de la ONG Fondation Anticorruption, que se encontraba en coma desde hacía cuatro días.
En el hospital de Omsk, en el centro del país, donde fue llevado después de sentirse mal durante el vuelo de Tomsk a Moscú, la situación amenazaba con ser trágica. Hombres de gris en el pasillo, obstáculos de todo tipo a la esposa de Navalny para ver o preguntar por el estado de salud de su marido, médicos bajo presión visiblemente apáticos y, mientras, el ballet diplomático se intensificaba en la capital en el entorno de Vladimir Putin, asaltado de llamadas de dirigentes europeos partidarios de una repatriación.
Aunque la llegada de Alexei Navalny, hospitalizado en un centro médico berlinés en un estado que sus allegados juzgan de “estable”, permita tal vez responder a las preguntas más urgentes sobre su salud, siguen siendo numerosas las interrogantes sobre la repentina enfermedad de una de las principales figuras de la oposición en Rusia. Las preciosas horas perdidas en Omsk contribuyen a reforzar la tesis del “envenenamiento voluntario” defendido por sus seguidores y que muchos observadores juzgan creíble. [El hospital berlinés de la Charité, donde se encuentra ingresado, confirmó el lunes que los resultados clínicos indicaban "intoxicación con una sustancia del grupo de los inhibidores de la colinesterasa"].
“No se trata de un encargo de asesinato que cualquier mortal puede hacer cuando quiera en el mercado negro, ni de una paliza de los servicios de seguridad, herramienta tradicional del mundo de los negocios”, advierte el instituto ruso R. Politik, dirigido por la investigadora Tatiana Stanovaya. “Se trate de un intento de asesinato o de una simple táctica de intimidación, los envenenamientos están casi siempre relacionados de una u otra forma con los servicios de seguridad”.
Alexei Navalny sufrió ya en el pasado ataques de este tipo: en 2017 fue rociado en los ojos con un producto antiséptico cuando salía de su despacho en Moscú. En 2019, durante una de sus muchas estancias cortas en la cárcel, de repente le salió un absceso en la parte superior del cuerpo. Oficialmente, fue hospitalizado por “grave reacción alérgica”, pero ya entonces sus allegados y él no excluyeron la posibilidad de un envenenamiento.
La periodista Julia Latynina, del diario Novaya Gazeta, ha elaborado también una edificante lista de envenenamientos sospechosos estos últimos años relacionados con el poder ruso. Periodistas, hombres de negocios, ex espías, adversarios políticos, Anna Politkovskaya cuando el atentado de Beslan (esta periodista, activista por los derechos humanos, acabaría asesinada en una calle de Moscú en 2006), los ex agentes Litvinenko y Skripal (el primero envenenado con polonio-210, una substancia radioactiva muy tóxica, el segundo expuesto a una dosis letal del agente químico Novichok), o también Vladimir Kara-Muza en dos ocasiones, opositor político exiliado.
Estas prácticas no se limitan a las fronteras del Estado ruso. La cara desfigurada del ex presidente ucraniano Viktor Yúshchenko, envenenado con dioxina, sirve de marca de la violencia política que continúa causando estragos en el Este de Europa. En la investigación judicial sobre el caso Yúshchenko fue examinada la pista de los servicios ucranianos y rusos.
La gran porosidad que une, como almas gemelas, el poder ruso y los servicios secretos quedó simbolizada con la llegada al poder en el año 2000 de Vladimir Putin, ex agente del KGB, y contribuye a crear confusión sobre un Kremlin comanditario. La investigadora Cécile Vaissié, en una entrevista con France Info, habla de una “cultura política” y Michel Elchaninoff, otro especialista en Rusia, recuerda en France Inter que “el envenenamiento político es una práctica antigua en Rusia, sobre todo en el siglo XX”, utilizada para hacer callar, intimidar o matar.
“La persona que haya ordenado el envenenamiento de Navalny tiene acceso a los medios y competencias de los servicios especiales. Esa es la parte más aterradora y más chocante de esta historia”, estiman en el instituto R. Politik. “Eso nos permite suponer que las capacidades de los servicios especiales y sus instrumentos de violencia y de coerción son externalizados por aquéllos que no poseen ningún estatus de legitimidad pero que actúan de manera informal como agentes del Estado”.
Enemigos en abundancia
#SabemosQuienesElCulpable, escribió el viernes pasado François Croquette, embajador francés para los Derechos Humanos, en su muro de Facebook. Además de una valiente toma de posición diplomática, la afirmación es un poco ligera. Alexei Navalny tiene un número incalculable de enemigos. Militante anti corrupción que se hizo famoso en su país por haber calificado al partido presidencial de “partido de ladrones y estafadores”, no gusta ni en el mundo político ni en el económico, dos mundos que se confunden con facilidad en la Rusia de Putin, quien mantiene relaciones al mismo tiempo de sumisión y de dominación con la oligarquía rusa.
Alexei Navalny, uno de los más temidos moscardones del poder ruso, estaba apartado de todo acceso al poder por los numerosos instrumentos que tiene a mano el presidente ruso (la Constitución, la justicia, la policía, por citar sólo algunos). Incluso tuvo que cerrar su fundación el pasado mes de julio, bajo amenaza de sanciones judiciales y administrativas. Pero su envenenamiento no tendría más efecto que el de transformarle ipso facto en mártiripso facto, lo que él ha dicho muchas veces, incluso de manera profética, durante su último desplazamiento a Siberia.
Oleg Kachim, periodista y escritor ruso, se imaginaba en su artículo del pasado viernes, tras el ataque a Navalny, a un Vladimir Putin furioso preguntando en su entorno: “¿Has sido tú, tú o tú?”. El periodista, en tono irónico, lanza después un mensaje de tranquilidad: el furor del jefe del Kremlin no va a impedir la impunidad. “Desde hace tiempo sabemos de todo crimen en el que el Estado sea sospechoso, su primera reacción es ocultar el rastro”.
Sergei Sokolov, su colega de Novaya Gazeta, está igualmente convencido. “Ya es posible escribir la historia de los envenenamientos de la Rusia moderna, del tamaño del Talmud”, escribe el periodista. “De una docena de casos, todos (salvo tres) están unidos por una circunstancia indispensable: los crímenes no son resueltos. Y eso no es todo: un envenenamiento casi nunca es motivo de la apertura de un procedimiento penal”.
Por otra parte, así hay que releer la secuencia del hospital de Omsk, ralentizada, los médicos rusos concluyendo finalmente la ausencia de veneno en la sangre de Navalny y un “posible problema metabólico que ha causado una fuerte hipoglucemia” para después autorizar su traslado a Alemania, una versión recogida y aumentada después por los medios oficiales o cercanos al poder ruso.
Nadia Tolokonnikova, activista emblemática de las Pussy Riots, ha declarado a la BBC que el caso Navalny le recordaba el de su ex compañero, Piotr Verzilov, víctima en 2018 de un ataque del mismo tipo que necesitó también una hospitalización en Berlín: “Lo que los médicos alemanes me dijeron después de comprobar que el veneno no se encontraba en la sangre de mi ex marido, es que el veneno desaparece en tres días. Los médicos rusos sólo le dejaron salir cuando estuvieron seguros de que ya no había restos de veneno”. En el caso de Verzilov, el envenenamiento fue finalmente confirmado por las autoridades alemanas, sin que se sepa que substancia fue utilizada.
El coste político para Vladimir Putin
Al poder ruso el envenenamiento, real o supuesto, de Alexei Navalny le viene fatal. En la vecina Bielorrusia, el autócrata Aleksandr Lukashenko está siendo zarandeado seriamente desde hace semanas por un movimiento cívico y social de envergadura, en un país que todos imaginaban doblegado y disciplinado.
La misma Rusia está agitada: la popularidad del presidente está en claro declive y la supervivencia del sistema Putin en las últimas décadas se debe a incesantes chapuzas constitucionales. La última se explica aquí. Recientemente, el envío a la cárcel del gobernador de Khabarovsk, en el Extremo Oriente, elegido frente al candidato del partido presidencial, provocó una gran manifestación y por todas partes las movilizaciones ecológicas enturbian la imagen de una sociedad de rodillas. El covid-19, finalmente, ha hecho abrir los ojos a muchos rusos sobre la debilidad estructural del Estado, sobre todo en el plan sanitario y social, pese a las baladronadas del personal político.
La cuestión que se plantea el diario británico The Telegraph, observada por el universitario australiano William Partlett, es doblemente interesante: “¿Qué es más aterrador: un Estado capaz de asesinar o un Estado que no puede controlar a los asesinos?”.
La cuestión diplomática
Sobre las conclusiones de los médicos alemanes ¿cuál será la reacción de los países socios de Rusia? El país ya ha sido sancionado económicamente por parte de la Unión Europea por la anexión de Crimera en 2014, tras la guerra en Ucrania, sanciones que han sido recientemente prorrogadas hasta enero de 2021.
Francia y Alemania propusieron rápidamente a los seguidores de Navalny acogerle y tratarle médicamente. Emmanuel Macron también dijo que estaba dispuesto a ofrecer “cualquier asistencia necesaria a Alexei Navalny y a su familia en el plano sanitario, el asilo, la protección”, y pidió “transparencia en este asunto”.
Finalmente fue elegido Berlín porque Alemania tiene el privilegio de haber mantenido siempre una estrecha relación con Rusia, ligada por sólidos intereses financieros pero al mismo tiempo conservando una capacidad crítica que hace de ella un refugio para los disidentes. La canciller alemana ha dicho sentirse “conmocionada” por el estado de salud de Alexei Navalny.
Donald Trump, por su parte, ha estado muy callado en un momento en el que las relaciones entre los dos países, Rusia y Estados Unidos, oscilan desde hace un mes entre las rabietas y los reproches. En agosto de 2018, Washington impuso una serie de represalias económicas por el envenenamiento con Novichok del ex agente doble Sergei Skripal y su hija en Inglaterra, sanciones que fueron renovadas un año más tarde.
¿Es Navalny realmente un nacionalista racista?
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Traducción: Miguel López.
Texto original en francés: