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El laborismo de Starmer limita sus ya de por sí limitadas ambiciones

El carruaje que lleva al rey Carlos III pasa junto a una manifestación antimonárquica durante la apertura del Parlamento en Londres este miércoles.

Fabien Escalona (Mediapart)

En una pomposa y anticuada ceremonia, el rey Carlos III pronunció el miércoles un discurso ante la Cámara de los Lores en el que no dijo nada sobre sus opiniones personales. Pero, como es tradición, informó a la nación del programa legislativo adoptado por el nuevo gobierno laborista de Keir Starmer tras las elecciones generales del 4 de julio.

El programa anunciado está en la línea de la victoriosa campaña laborista, con sus puntos fuertes, pero también sus límites y sus impasses. Estos últimos quedan ilustrados por la "estabilidad" prometida en materia de política económica, hasta el punto de someter cualquier proyecto de gasto o de tasa importante a un organismo independiente encargado de garantizar la "responsabilidad fiscal".

Es una forma de diferenciarse de la desastrosa experiencia de Liz Truss en 2022, pero es también aceptar una gobernanza limitada, típicamente neoliberal.

Se espera que la acción gubernamental gire en torno a unas cuarenta leyes que deberían lograr una "renovación nacional" y producir cambios rápidamente perceptibles en la vida cotidiana, por ejemplo en sanidad, transporte y energía. Y como Starmer y su equipo quieren evitar grandes conflictos sociales para alcanzar estos objetivos, el discurso del rey subraya que "asegurar el crecimiento será una misión fundamental".

A pesar de que durante cuatro décadas la socialdemocracia británica ha sufrido por ajustar el alcance de su acción a tasas de crecimiento y productividad estructuralmente decrecientes, el laborismo de 2024 no quiere salirse de este marco. Como este crecimiento prometido no puede ser impulsado por el superávit de gasto público que él mismo se ha prohibido, el gobierno llega a apostar por una dudosa "asociación entre empresas y trabajadores".

Se confirman así las declaraciones de la futura ministra de Finanzas, Rachel Reeves, en mayo, cuando se congratuló de que su partido fuera "reconocido como el socio natural de las empresas".

"En previsión de un crecimiento más fuerte, el Gobierno pretende actuar sin empeorar las cuentas públicas, sin revisar la fiscalidad y sin aplicar políticas de austeridad. A estas alturas, eso no cuadra", afirma Eric Shaw, investigador emérito de la Universidad de Stirling. "Pero la forma en que el Gobierno juegue con los impuestos, el endeudamiento y el gasto nos dirá rápidamente cuál es su posición ideológica".

Los laboristas no han conseguido movilizar a las masas electorales

La duda que se cierne sobre lo que va a conseguir el gobierno de Keir Starmer es una continuación de la paradoja de estas elecciones, que los analistas británicos han intentado plasmar a través de diversas fórmulas, como las de una "mayoría sin mandato" o un "maremoto apático". En comparación con la última vez que los laboristas ganaron las elecciones, que se remonta a 1997 tras dieciocho años de thatcherismo, el ambiente es de una ansiosa expectación.

Emmanuelle Avril, profesora de civilización británica contemporánea en la Universidad Sorbona-Nouvelle, lo confirma:"Habiendo vivido ambas elecciones en primera persona, la diferencia de entusiasmo es muy clara. Hablamos de una 'mayoría castillo de arena', que puede desmoronarse por falta de apoyos. Dentro del propio partido hay ciertas reservas porque son conscientes de que se han ganado o recuperado muchas circunscripciones gracias a una cierta volatilidad, que podría tener un efecto boomerang".

Algunas cifras ilustran la frágil base sobre la que se asienta la victoria laborista. Ganaron el 64% de los escaños, pero con sólo el 34% de los votos. Son apenas 1,7 puntos más que en 2019, que supuso una dura derrota ante Boris Johnson, y son incluso 6,2 puntos menos que en 2017, que supuso una prometedora derrota ante Theresa May. Los laboristas recibieron 9,5 millones de votos, 600.000 menos que hace cinco años y una cifra que había sido superada por todas las demás fuerzas ganadoras desde 2010.

La alternancia "starmerista" ha sido aún menos movilizadora que la del "blairismo"

Para entender cómo es eso posible, hay que tener en cuenta dos factores importantes. En primer lugar, la participación electoral alcanzó un mínimo histórico en estas elecciones. En porcentaje de inscritos, es casi 12 puntos inferior a la de 1997, y casi 10 puntos inferior a la de 2017, cuando el laborismo estaba liderado por Jeremy Corbyn. Pero la participación ya había bajado durante el último cambio provocado por la "tercera vía" de Tony Blair. En su momento, las interpretaciones vincularon este fenómeno a la fuerte continuidad esperada en las políticas económicas. La alternancia "starmerista" ha sido pues aún menos movilizadora que la del "blairismo". En consecuencia, está basada menos  en el apoyo de la clase trabajadora, más abstencionista que la media.

En segundo lugar, el sistema de votación británico produce mayorías absolutas en escaños de una manera impresionante. Con las mismas reglas en Francia, la Agrupación Nacional podría haber tenido 291 diputados el 30 de junio. El candidato más votado gana el escaño, independientemente de su porcentaje, lo que significa que el resto de los votos son desechados. Así pues, la desproporción entre los votos emitidos y los escaños atribuidos puede ser muy elevada, como ha ocurrido este año.

El fenómeno subyacente a esta desproporción es la fragmentación del electorado. Aunque el sistema electoral ha permitido a los partidos conservador y laborista gobernar en solitario durante largos periodos, los dos partidos históricos de gobierno experimentan, como en el resto de Europa, una desafección popular duradera y creciente a medio plazo.

Si bien el resultado combinado de laboristas y conservadores superó el 90% durante los veinticinco años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, desde los años setenta se ha mantenido constantemente por debajo del 80%, cayendo incluso por debajo del 70% a partir de 2005.

Su peso colectivo se recuperó temporalmente durante las elecciones de 2017 y 2019, sobre todo porque los liberal-demócratas fueron castigados por coaligarse con los conservadores entre 2010 y 2015, y porque el partido pro-Brexit de Nigel Farage ha quedado obsoleto tras haber irrumpido con una puntuación de dos dígitos.

Sin embargo, los dos partidos gobernantes han vuelto a caer en 2024 a mínimos históricos. Los liberal-demócratas apenas han progresado debido al regreso de una derecha radical anti-inmigración, a un avance sin precedentes de los ecologistas (6,8%) y a los buenos resultados de los partidos pequeños y de los candidatos independientes de izquierda, en particular los propalestinos. De hecho, más que antes, esto empieza a traducirse en escaños.

Una estrategia de cambio (demasiado) prudente

Los más favorables a Starmer destacarán el éxito de su estrategia. Sobre el terreno, los esfuerzos de campaña se concentraron en lo que, incluso en Francia, se ha dado en llamar los "swing circos" (circos pendulares). Se sacrificaron claramente votos en escaños seguros, para ganarlos mejor allí donde podían marcar la diferencia.

El perfil nacional declarado del partido, un partido moderado sin pretensiones de dar un giro de 180 grados, pudo tranquilizar a un electorado más centrista, al tiempo que "liberaba" a la gente de derechas que quería repartir sus votos entre otros partidos distintos del conservador.

Aunque la oferta laborista está concebida para no asustar, presenta sin embargo diferencias reales con el campo conservador. Simbólicamente, la composición sociológica del gobierno Starmer es una de ellas: la inmensa mayoría de sus miembros estudió en el sistema público, mientras que sus predecesores procedían de instituciones que garantizaban la reproducción de las clases privilegiadas. De hecho, el discurso del rey anunció concretamente el fin de las desgravaciones fiscales a los centros de enseñanza privados.

La lectura del programa laborista también confirmó la puesta en marcha de un importante programa en favor de los derechos de los trabajadores, corrigiendo muchos de los retrocesos de los conservadores.  "En el contexto británico", añade Emmanuelle Avril, "algunas de las propuestas parecen radicales, como la creación de un regulador público de la energía o la vuelta de los ferrocarriles al control del Estado. Pero están en línea con el programa de Corbyn y responden a las expectativas de la mayoría de la sociedad."

Pero hay otras medidas que parecen más tímidas. En cuanto a la democratización de las instituciones británicas, el discurso de Carlos III sólo mencionó el fin del principio de herencia en la Cámara de los Lores, mientras que hace dos años se hablaba de abolir esa institución no electa.

Y aunque el escandaloso plan de trasladar a Ruanda a los solicitantes de asilo ha quedado relegado al olvido, el mensaje de los laboristas sobre la inmigración es muy restrictivo, prometiendo reforzar los controles fronterizos y, en la misma frase, hacer las calles "más seguras".

No es nada tranquilizadora la presencia de muchos ejecutivos de la era 'blairista' en el desarrollo de la campaña

Y sobre todo, hay medidas que no aparecen en el programa ni en el discurso, y que muchos diputados  y militantes lamentan. Por ejemplo, cuando se trata de la lucha contra la "pobreza infantil", se invocan razones presupuestarias para impedir la supresión de una medida muy controvertida que obstaculiza esa lucha, a saber, la ausencia de ayudas públicas para la crianza de un niño cuando ya hay dos en el hogar.

En el fondo, el argumento de las "arcas vacías" ha socavado cualquier programa que incluya inversiones necesarias para descarbonizar la economía, o para revisar unos servicios públicos ahora exhaustos. Es más, los estudios de varios institutos sugieren que si el laborismo se atuviera a su disciplina fiscal y presupuestaria, como se repitió el miércoles, tendría que hacer recortes en el gasto social.

"El equipo B del capital está listo", ironizaba recientemente Grace Blakeley en la revista socialista Tribune. Otro colaborador de la revista subrayaba también hasta qué punto los laboristas han contado con el apoyo financiero de las grandes fortunas del país, lo que hace dudar de su capacidad para chocar frontalmente con sus preferencias. No es nada tranquilizadora la presencia de muchos ejecutivos de la era blairista en el desarrollo de la campaña, como tampoco lo es la limpieza sufrida por la izquierda en el equilibrio de poder interno del partido.

Sin embargo, "hay mucho dinero, pero simplemente no está en manos del gobierno", dice el activista George Monbiot en The Guardian, citando como dato llamativo el aumento del 1.000% de la riqueza de los multimillonarios británicos desde 1990. Como los funcionarios laboristas que sirvieron durante la era Corbyn y ahora están marginados, cree que se puede hacer mucho para mejorar la justicia fiscal, romper la acumulación de riqueza y financiar opciones políticas con fondos públicos, en lugar de mendigar la inversión privada, cuyo criterio es lógicamente la rentabilidad y no el interés general.

Según Emmanuelle Avril, "el equipo de Starmer parece prever dos legislaturas: la primera se dedicaría a corregir los males más flagrantes del legado conservador, para allanar el camino a una segunda legislatura más transformadora." Dada la situación de la derecha, esta hipótesis es plausible. Desde 1979, cada uno de los dos grandes partidos ha sido dominante durante unos quince años, antes de ceder el paso al otro.

Pero nada garantiza que la historia se repita, y el relativo apoyo popular del nuevo Gobierno es una espada de Damocles que pende sobre el destino de los laboristas.

Jeremy Corbyn vence a los laboristas y mantiene su escaño desde hace más de cuatro décadas

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Traducción de Miguel López

 

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