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Golpe de Estado, sedición, ocupación... cómo denominar al hundimiento de la democracia de EEUU

La Guardia Nacional, tras el asalto al Capitolio este miércoles.

Fabien Escalona (Mediapart)

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Hasta el final, el mandato de Donald Trump se ha basado en la estupefacción. El miércoles 6 de enero, en las pantallas de todo el mundo, el espectáculo se desarrolló en un Capitolio invadido por varios cientos de manifestantes simpatizantes del presidente saliente. Al forzar la entrada a la sede del poder legislativo de Estados Unidos, una horda abigarrada de supremacistas blancos, conspiradores, masculinistas, neonazis y otros miembros de tribus de extrema derecha interrumpieron durante unas horas el proceso de ratificación de Joe Biden, ganador de las elecciones presidenciales del pasado noviembre.

La elección de las palabras para caracterizar este extraordinario acontecimiento no era obvia en ese momento y lógicamente ha sido objeto de controvertida. Por otra parte, el debate aún no está cerrado y las posiciones se van ajustando a medida que se aclara la información, tanto sobre los hechos como sobre los actores involucrados. No se trata de una mera disputa semántica. De hecho, la discusión versa sobre la naturaleza y la gravedad del peligro que actualmente pesa sobre la democracia estadounidense y potencialmente sobre otras democracias consolidadas.

¿Hemos sido testigos de una intentona golpista? En caliente, como otros, el politólogo Paul Musgrave no dudó en usar el término. Autor de un análisis publicado en Foreign Policy, cree que Estados Unidos ha sido testigo de “un esfuerzo enérgico por hacerse con el poder en contra del marco legal”, causado por el propio presidente. Instando a ser conscientes de la dimensión histórica de la transgresión, señala que “los mecanismos de gobierno constitucional han sido suspendidos”.

En su momento y posteriormente, otros estudiosos se han mostrado más comedidos. Desde Estados Unidos, Jim Globy respondía a Musgrave que no había habido ningún intento efectivo de tomar el control de las instituciones y que el propio Trump, aunque alentaba a las bases, no había tomado ninguna iniciativa concreta en este sentido. Desde el lado francés, el historiador Nicolas Offenstadt quiso recordar que un golpe de Estado supone “el establecimiento, aunque sea precario, de un poder sustitutivo ilegal”. En un artículo del año 2000, el jurista y filósofo Vittorio Frosini consideraba también que un golpe de Estado era un intento clandestino de expulsar a la clase política a través de una “contra-clase política, que se convierte así, a su vez, en una clase dominante y empuja a la anterior a una situación de ilegalidad e impotencia”.

Ciertamente, las cosas no han llegado tan lejos. En cuanto a las intenciones en sí mismas, siguen siendo cuestionables. “Por lo que sabemos en este punto, sólo está clara la intención de tomar el edificio”, apunta cautelosa Marie-Cécile Naves, directora de investigación de Iris. “Lo que los activistas querían hacer dentro está mucho menos claro. Por mi parte, no creo que Trump pensara realmente que se mantendría en el poder fomentando este tipo de acción. Por otro lado, ciertamente quería imágenes, para exhibir la fuerza política que lo apoya y con la que habrá que contar de cara al futuro”.

Sin aferrarse necesariamente al golpe de Estado a toda costa, a varios investigadores les resulta difícil descartarlo de plano. Sobre todo, no quieren que los hechos del 6 de enero se minimicen. Y se apoyan en varios factores.

Ser conscientes del alcance de la transgresión

En primer lugar, en el escenario de operaciones está presente el jefe en nombre del cual se realiza la invasión del Capitolio. El historiador André Loez responde en Twitter a Nicolas Offenstadt y dice que “el gobierno ilegal dispuesto a tomar el relevo estaba efectivamente presente, el presidente saliente que desencadenó la protesta”. Contactado por Mediapart (socio editorial de infoLibre), señala que “esta es una de las diferencias con los disturbios del 6 de febrero de 1934 en Francia [cuando las ligas de extrema derecha intentaron entrar en la Asamblea Nacional].

“Creo que no debemos considerar lo ocurrido un hecho aislado”, continúa. “Hace meses que Trump intenta evitar que se contabilicen todos las papeletas, hasta el punto de pedir que le localicen a los responsables del estado de Georgia. Y miles de personas, incluidos máximos dirigentes del Partido Republicano, le han ayudado en ese sentido. Esto se parece a un proceso de golpe de estado, es decir, a una toma o retención del poder fuera de los canales democráticos establecidos. Como mínimo, es un asalto sin precedentes a un gran régimen democrático”.

Con el paso de los días, también se ha dado más importancia a la naturaleza premeditada y coordinada de la acción. Y aunque el verdadero objetivo de la toma del Capitolio sigue sin estar claro, no se puede descartar la posibilidad de un giro imprevisible. El filósofo Jean-Yves Pranchère nos invita a considerar un escenario en el que la situación se habría vuelto mucho más confusa, debido al pánico de los propios actores.

“Si Mike Pence [el vicepresidente] no hubiera cumplido con su papel y los congresistas republicanos hubieran mantenido el desorden, tal vez deberíamos haber pospuesto la certificación de los resultados. No digo que hubiéramos entrado en una dictadura, pero la alternancia democrática habría funcionado mal, con una extensión de la incertidumbre”. Para el profesor de la Universidad Libre de Bruselas, hubo una especie de “ensayo general de lo que podría haber sido un golpe de estado. Si la gente estaba tentada a intentarlo de nuevo, era una especie de prueba de lo lejos que se puede llegar y, en este caso, fue bastante lejos, más de lo que se creía posible”.

Reconociendo el lado amateur y de las bases de la incursión armada, el activista Richard Seymour, en un texto traducido en Contretemps, quiere recordar que fue posible por la inadaptación del aparato policial inadaptacióny la pasividad inicial de las fuerzas desplegadas. Con resultados más ajustados, una base trumpista menos desalentada y mayores multitudes, ¿habría dado lugar al mismo resultado? Seymour, al hablar de “golpe desesperado”, lo describe como “una fase [fascista] experimental y especulativo, en la que se forma una coalición de fuerzas populares minoritarias con elementos del ejecutivo y del ala represiva del Estado”.

Por último, no hay que dejarse cegar por el aparente folclore de los activistas proTrump y las alucinantes imágenes de su deambular por los pasillos del Capitolio. “Este folclore forma parte de una intención muy política, que consiste en la afirmación de un movimiento de extrema derecha muy blanco y muy masculino”, recuerda Marie-Cécile Naves. Según ella, el carácter clownesco de Trump no es baladí, en la medida en que contribuye a ridiculizar la democracia y a socavar su legitimidad.

Existen precedentes históricos que nos incitan a no relativizar la peligrosidad de las empresas políticas con el pretexto de su excentricidad. En su época, el antifascista italiano Camillo Berneri descifró el “dinamismo teatral” de Mussolini. “Subestimamos el grado de presencia de esta dimensión en los inicios del fascismo”, confirma Jean-Yves Pranchère, según el cual el “registro grotesco” forma parte del fenómeno autoritario. “El liderazgo de Trump, deliberadamente ubuesco, consiste en una afirmación de exceso de poder a través de la transgresión. Incluye una dimensión virilista que me parece muy importante y que se encuentra en el estilo de ciertos ocupantes del Capitolio, como en el caso de este hombre que lleva cuernos”. “

La ideología de los actores, la preparación de su acción, la incertidumbre que infundió en el proceso electoral normal... Estos argumentos nos invitan a tomarnos en serio la gravedad y la transgresión que actuó en el asalto del Capitolio. Aunque está de acuerdo con ellos, sin embargo el investigador Naunihal Singh, conocido especialista en golpes de estado, se niega a aplicar la etiqueta a los hechos del 6 de enero. Para calificar como tal, un intento de tomar el poder debe, en su opinión, hacerse mediante la intervención ilegal de las fuerzas de seguridad o de una fracción de ellas.

“Es sedición, pero no un golpe de estado”, apuntaba a The Washington Post, aceptando el uso del término por parte de Biden. El mismo investigador cree que lo que pasó también puede calificarse de una “insurrección”, un levantamiento violento contra el Gobierno. Esta es también la palabra preferida por Marie-Cécile Naves. “Por lo que sabemos, el término puede utilizarse para referirse a una reunión que tenía claramente un propósito de violencia política, pero es lo suficientemente amplio como para dejar margen para la interpretación”.

El historiador Romain Huret, que reconoce de buen grado la gravedad de los hechos, considera sin embargo que la palabra sigue siendo demasiado fuerte para una acción dispersa en pocas horas. “El mejor término, en mi opinión, es ‘ocupación’. Se trata de un repertorio de acción que antes se asociaba más bien con la izquierda, pero que ahora ha sido asumido por la extrema derecha. El objetivo de los activistas era ocupar simbólicamente el corazón de un poder que consideraban equivocado, porque traicionaría los ideales de la República de los Padres Fundadores”.

Al tiempo que subraya el carácter inédito de “la impugnación de un resultado electoral, hasta el mismo día de la proclamación de los resultados”, el director de estudios de la EHESS ve en ello “una continuidad en la escalada de este movimiento, que se ilustró notablemente durante la manifestación de Charlottesville en 2017, y que se acerca cada vez más a los lugares de poder”.

Un hecho inédito para una democracia consolidada

Cualquiera que sea el término elegido, los hechos señalan que se ha cruzado un umbral cualitativo en la degradación de la democracia de EE.UU. Esta degradación ya se había registrado en varios barómetros internacionales durante los años de Trump y había alimentado varias obras que apuntaban con inquietud la posibilidad de un giro hacia el autoritarismo.

Entre estas últimas, se ha hablado mucho de la obra La Mort des démocraties [La muerte de las democracias]. A pesar del impactante título, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt se centran en cómo los regímenes democráticos pueden perder su sustancia subrepticiamente a través de la “erosión de las normas de comportamiento” en lugar de a través de la ruptura total del orden constitucional. En el mismo sentido, el politólogo Adam Przeworski considera en su última obra, Crises of Democracy, que “el fantasma que nos acecha hoy en día es una subversión de la democracia a hurtadillas” por parte de los dirigentes que utilizan las leyes para neutralizar los contrapoderes y hacer que la competencia electoral sea desigual.

Esta vez, sin embargo, el desafío no se ha lanzado de manera encubierta. Fue un desafío abierto, incluso a través de la violencia, a esa norma básica y mínima de toda democracia representativa: cuando los que están en el poder pierden las elecciones, se van y dejan paso pacíficamente a los que las han ganado. Bien es cierto que las elecciones impugnadas son legión en todo el mundo, admite Pippa Norris en la revista Foreign Affairs (habla de que se cuestionan uno de cada cinco procesos electorales). Sin embargo, añade, la contestación de un resultado electoral en un país del Atlántico Norte no debe traducirse en una turba insurgente irrumpiendo en la sede que alberga un poder.

De hecho, este tipo de episodio marcó más bien los comienzos de las democracias occidentales, antes de que se consolidaran. Entre los paralelismos históricos, André Loez menciona la invasión de la Asamblea el 15 de mayo de 1848 en Francia, pero para subrayar inmediatamente que el país estaba entonces en pleno aprendizaje del sufragio universal, donde, este año en los Estados Unidos, se trataba de que el 45º presidente cediera el paso al 46º2.

En términos generales, sostiene Jean-Yves Pranchère, los clásicos episodios revolucionarios de la vieja Europa han dado lugar a invasiones populares destinadas a corregir “un déficit de instituciones y de representación”. Por el contrario, en el Capitolio, la multitud “desafió un mecanismo que funcionaba, sobre una base falsa y engañosa, contra las personas que llevaban a cabo su mandato de acuerdo con la voluntad popular”. Los manifestantes no vinieron a recordar a los representantes su deber, sino a impedirles que lo cumplieran.

Más cerca de nosotros en el tiempo, los asaltos a lugares de poder conciernen a regímenes no occidentales con una tradición democrática menos establecida, de ahí el choque simbólico de las imágenes del miércoles pasado.

Se piensa, por supuesto, en los países vecinos de América Latina, donde los golpes de Estado han sido numerosos y, además, han involucrado regularmente a Estados Unidos, que está ansioso por romper con cualquier gobierno próximo al socialismo. Pero fue el Ejército, más que una turba insurgente, el que pareció ser el actor principal, siendo el caso más espectacular el bombardeo del Palacio de la Moneda por la fuerza aérea de Pinochet en Chile en 1973. Más recientemente, a finales de 2019, ha surgido una pauta más compleja (pero también más controvertida) de levantamiento popular y de retirada de las fuerzas del orden en el caso de Bolivia.

Para encontrar más repertorios de acción similares en la era contemporánea, hay que mirar más bien a Europa del Este y al espacio postsoviético. Durante las llamadas revoluciones “de color”, las intrusiones violentas en los centros de poder han sido recurrentes. En 2003, en Georgia, los partidarios de Mijail Saakashvili irrumpieron en el Parlamento. En 2009, los manifestantes hicieron lo mismo en Moldova para derrocar al Presidente Vladimir Voronin. En 2014, en Ucrania, los manifestantes escoltados por las tropas de autodefensa entraron en el palacio presidencial y en la residencia personal de Viktor Yanukovich. En Kirguistán, que a menudo se presenta como la única democracia virtualmente valiente del Asia central, la ocupación en forma de tríptico de la calle, del palacio presidencial y de los medios de comunicación oficiales ha tenido lugar en varias ocasiones (en 2005, 2006 y 2010), y se está produciendo otra crisis.

Si bien estos episodios son más recientes, han ocurrido en el contexto de democracias nacientes, de la reciente construcción de naciones y de Estados menos prósperos en la periferia de potencias más grandes. Y, una vez más, al menos en algunos casos, la intrusión fue en respuesta a una confiscación de la soberanía popular, más que en negación de la misma. Lo mismo puede decirse, en un contexto totalmente diferente, de la ocupación del Parlamento de Hong Kong por activistas prodemocracia el 1 de julio de 2019, tras varias semanas de manifestaciones masivas contra el Gobierno chino.

Por analogía, los disturbios del 6 de febrero de 1934 siguen siendo los más interesantes y esclarecedores. Más allá de las muchas diferencias, el episodio apunta, de hecho, a un período durante el cual los regímenes democráticos tuvieron que enfrentarse a veteranos mal desmovilizados y a sociedades golpeadas por la brutalidad de la guerra. Este contexto fue esencial para las acciones de los fascistas de extrema derecha de la época. Sin embargo, Romain Huret advierte de que “con demasiada frecuencia se pasa por alto que Estados Unidos es un país en guerra desde el 11 de septiembre de 2001, con 500.000 soldados comprometidos en suelo extranjero. Ningún país del mundo ha enviado tantos soldados al extranjero en veinte años. El resultado es una circulación de violencia y prácticas bélicas, que alimenta una amenaza interna. Muchos soldados desfasados y dañados están encontrando una segunda vida en el reaccionario movimiento paramilitar”.

Aunque la violencia de la extrema derecha no está ausente en la vieja Europa, hay una importante especificidad aquí, que desempeña un papel en la degradación de la cultura cívica y la constitución de una base social antes de la invasión del Capitolio. Si a esto se añade el profundo sesgo conservador ya presente en las instituciones de los Estados Unidos y el seguidismo del Partido Republicano a Trump, que ahora le hace parecerse a los partidos radicales de derecha más duros de Europa, es fácil ver cómo el régimen puede ser puesto a prueba por acontecimientos tan chocantes como el experimentado el miércoles pasado.

Richard Seymour insiste con razón en el hecho de que el asalto del Capitolio fue la ilustración, todavía furtiva, de una coagulación potencialmente mucho más peligrosa de fuerzas y afectos. “El fascismo nunca se desarrolla en primer lugar porque la clase capitalista se moviliza detrás de él. Crece porque atrae alrededor de su núcleo a quienes Clara Zetkin describe como ‘los desamparados políticos, los desarraigados sociales, los indigentes y los desilusionados’”. Romain Huret advierte: ‘Si no se hace nada para tener en cuenta el malestar social y psicológico que ha adquirido una parte cada vez mayor de la población, es probable que esos episodios se repitan”.

Traducción: Mariola Moreno

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