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Los Haqqani, de ser los mejores amigos de la CIA a enemigos públicos número uno de EEUU

Jean-Pierre Perrin (Mediapart)

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Los habitantes de Waziristan, que tienen buena memoria, habían apodado al difunto jefe de los talibanes afganos, el mullah Mohammad Omar, “el nuevo fakir de Ipi”. Pero en Europa ya nadie se acuerda del fakir que le precedió, Mirza Ali Khan, que fue portada de los diarios parisinos en los años 30 por haber encabezado el formidable levantamiento jamás conocido en los confines del Imperio de las Indias, una región que los británicos llaman The Frontier. Una yihad que continuó después de la independencia del Pakistán –como buen islamista, el fakir se opuso a ella– y duraría hasta 1950. Ali Khan falleció diez años más tarde por una crisis de asma.

El fakir de Ipi debía su apodo a su pueblo natal, Ipi, en el Wazaristán del Norte, la más turbulenta de las siete regiones pakistaníes, y también a su capacidad para realizar “milagros”. Durante varias décadas él fue la pesadilla del ejército colonial británico, obligado a movilizar permanentemente hasta 40.000 soldados con apoyo de la aviación y bombardeos a las ciudades insumisas, llevando a cabo una política de tierra quemada para deshacerse de ellos.

Durante la Segunda Guerra mundial, los generales alemanes pensaron tejer una alianza con el fakir con el fin de atenazar a la India británica, ya enfrentada al empuje japonés por el Este. El nombre de la operación era Tragafuegos. Las zonas tribales, creadas por el colonizador para usarlas como tapón entre la India británica y Afganistán, donde el Imperio Ruso quería instalarse, eran entonces la reserva de guerrilleros más grande del mundo. Las estadísticas británicas, publicadas en abril de 1940, registraban 440.000 hombres en armas en la región, frente a los 140.000 soldados del Ejército británico en la India, de los que 120.000 eran indios.

El fakir de Ipi recibió armamento, plata y oro por parte de Alemania e Italia. Le enviaron incluso un equipo de la Abwehr [inteligencia militar alemana] en julio de 1941, pero cayó por el camino en Afganistán en una emboscada organizada por el Indian Intelligence Service. Y Hitler, que se interesaba por los pastunes por sus orígenes indo-europeos, despreciaba profundamente a los hindúes, cuya independencia no era su prioridad. Por eso no apoyó la operación Tragafuegos, que fracasó rápidamente.

Yalaludin Haqqani y sus hijos, en particular Sirajudin, que le había sucedido, han sido vistos también como los descendientes del fakir de Ipi, cuya tumba está cerca de su cuartel general de Miranshah, la capital de Waziristán del Norte. Un rumor, seguramente falso, pretende que el héroe pastún de la lucha anti británica era el abuelo de Yalaludin Haqqani.

Como obliga la tradición pastún, las zonas tribales han acogido a los fugitivos a lo largo de su historia (leer aquí la parte anterior de esta serie), lo que pudo comprobarse en el momento del hundimiento de los talibanes y sus aliados de Al Qaeda durante el invierno de 2001, tras la ofensiva americana en respuesta al 11S. Se estima que unos 30.000 combatientes cruzaron entonces la línea Durand (frontera afgano-paquistaní, trazada en 1893 por el oficial Mortimer Durand para separar las Indias británicas de Afganistán).

“Prácticamente todas las tribus apoyaron a miembros de Al Qaeda, activa o pasivamente, porque gozaban del estatuto de invitados. A ojos de los pastunes, ponerse a favor de los débiles refuerza el prestigio del individuo”, explicaba entonces la investigadora, ya fallecida, Mariam Abou Zahab.

Según Ahmed Rashid, gran especialista paquistaní sobre los insurgentes islamistas, Yalaludin Haqqani involucró incluso a las tribus locales para que acogieran y protegieran a los talibanes y a los miembros de Al Qaeda fugitivos. “Los jóvenes de las tribus Wazir y Mehsud, que habían servido de guías para ayudar a huir de Tora Tora a los miembros de Al Qaeda, se enriquecieron poniendo precio a sus servicios logísticos. En unos años, esos guías se convertirían en los comandantes de los nuevos grupos armados que pronto ses les llamaría los “talibanes paquistaníes”, escribe Rashid en El regreso de los talibanes (Edic. Delavilla, 2009).

La policía paquistaní detiene a unos cuantos fugitivos, pero muchos de ellos son liberados rápidamente por las presiones de parlamentarios islamistas y religiosos paquistaníes.

Quetta, la capital del Baluchistán paquistaní, pasa pronto a ser la nueva capital de los talibanes y de Al Qaeda, con la complicidad del ejército. El periodista Ahmed Rashid describe en esa misma obra una ciudad completamente transformada tras su llegada: “En Pastunabad, la gran periferia en expansión de Quetta, la Jamiat Ulema-e-Islam (asamblea de los clérigos islámicos, un partido muy influyente en Pakistán) dio casi carta blanca a los talibanes afganos. Miles de hombres con pelo largo, turbante negro y ojos contorneados de khol comenzaron a patrullar por las calles. Comprando propiedades a los residentes locales o echándoles a la fuerza, terminaron siendo dueños de casas, tiendas, puestos y casas de té. Fueron construidas nuevas madrasas (escuelas teológicas) para acoger a la nueva generación de militantes y prohibieron la televisión, la fotografía y los cometas, como en Kandahar a principios de los años 90. Los habitantes de los alrededores, incluso policías y periodistas, temían entrar en esa zona periférica”.

Osama Bin Laden prefería seguir escondido en Waziristán, donde ya había residido en los años 80 y estudiado algún tiempo en la madrasa de Yalaludin Haqqani, en la localidad de Dande Parpakhel. Más tarde se ocultaría en la ciudad-guarnición de Abbottabad, cerca de la academia militar más importante del país. En una ciudad tomada por el espía más agudo, el estado mayor paquistaní dificilmente podía ignorar su presencia. Allí fue donde le abatió un comando americano el 2 de mayo de 2011.

Por su parte, Haqqani se esconde en Miranshah, tal vez agotado por una guerra tan larga o por la leucemia que padece. No obstante, juega en varios tableros al mismo tiempo. Según el periodista Steve Coll, antes del ataque americano tras el 11S, aceptó entrar en conversaciones con sus antiguos amigos de la CIA en Islamabad.

El nuevo presidente afgano, Hamid Karzai, no quiere perderle y le ofrece un puesto de ministro. Haqqani no es totalmente insensible a esos avances, especialmente porque Karzai va a Kandahar, en el corazón del país pastún, a proponer una paz entre la gente decente y los talibanes que no tengan las manos manchadas de sangre, los que él llamaba “buenos talibanes”. Los americanos son hostiles a este tipo de iniciativas.

Después del traumático11-S, los americanos anuncian que su respuesta será brutal y sin matices. Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, tras el ataque al Pentágono, lo reconocía sin ambages dirigiéndose así a sus colaboradores: “No reparéis en gastos, arrasad todo, tenga que ver o no (con el 11-S)”. El barrido se efectúa inmediatamente y supone el fin de la relación entre la CIA y la familia Haqqani, que hasta no hace mucho eran buenos amigos.

Bombardeo inesperado

En enero de 2002, un convoy de 65 pickups circula a buena velocidad hacia Kabul, transportando a un centenar de jefes de tribus, clanes y notables del Este afgano, acompañados por sus lugartenientes. Todos se dirigen a la capital a ponerse a disposición de Hamid Karzai. Quien les ha convencido de hacer ese viaje es Yalaludin Haqqani. El convoy es brutalmente fulminado por un bombardeo americano totalmente inesperado, resultando muertos alrededor de cincuenta jefes pastunes. ¿Error de la CIA? ¿Una mala jugada?

Según el antropólogo y especialista del mundo pastún, Georges Lefeuvre, el responsable del ataque fue un señor de la guerra llamado Pacha Khan Zadran, uno de los numerosos primos de Haqqani. “Estaba descontento con Karzai, que no había mantenido la promesa de darle el puesto de gobernador de la provincia del Paktiyá como él pretendía. Se vengó haciendo creer a la CIA, para quien también trabajaba, que el convoy iba a atacar Kabul”, explica Lefeuvre.

Poco después, otro ataque americano apunta a Sirajudin Haqqani, el hijo de Yalaludin, matando a su mujer y dos de sus hijos. A partir de ahí ya no es posible una marcha atrás. El jefe pastún decide llevar a cabo la guerra santa hasta el final. Serán incontables los atentados que cometerán sus redes, sobre todo en Kabul. Se multiplica la práctica de atentados suicidas, hasta entonces desconocidos en Afganistán, introducidos por los yihadistas árabes. Los primeros ocurrieron en 2003. Tres años después ya iban por 167, la mayor parte cometidos en regiones bajo su influencia.

El 18 de agosto de 2008, Haqqani lanza a unos quince insurgentes con chalecos explosivos contra el campo Salerno, la gran base americana próxima a Khost. La CIA replica con drones que lanzan tres misiles el 8 de septiembre contra su madrasa, cerca de Miranshah, matando a 21 personas, en su mayoría miembros de su familia y niños. A finales de diciembre de 2009, Haqqani puede saborear su venganza: gracias a un kamikaze jordano infiltrado en la base avanzada de la CIA en Chapman, donde los expertos de la agencia eligen precisamente los blancos de sus ataques con drones, mueren seis de los mejores oficiales americanos. “La CIA ha sido puesta a prueba como nunca antes de los atentados del 11-S”, declaró Barack Obama.

Interminable radicalización de los Haqqani

Los americanos ya no manejan al clan Haqqani. Se pone precio a la cabeza del padre por 25 millones de dólares y la de su hijo por 10 millones. Sin resultados. Los ataques sin embargo continúan, sin éxito. Tanto el padre como el hijo parecen estar prevenidos antes de que ocurran, aunque un hermano de Sirajudin muere en uno de ellos. Es verdad que uno y otro siguen siendo más que nunca las bazas de Pakistán en el juego afgano y para controlar Waziristán. Y cuando el ISI (servicios secretos paquistaníes) quieren hacer llegar un mensaje a Nueva Delhi, sigue siendo Haqqani quien hace el trabajo sucio.

Así, se cree que su red ha sido responsable del atentado del 1 de julio de 2008 contra la embajada de la India en Kabul (58 muertos y 141 heridos), del cual los americanos dedujeron que había habido contactos telefónicos entre los terroristas de Haqqani y el ISI [servicios secretos paquistaníes].

Milt Bearden, ex jefe de la antena de la CIA en Pakistán, hará más tarde este comentario en la web Khyber.org: “Haqqani ha pasado del estatuto de mejor amigo de América hasta la retirada soviética al de su peor enemigo (…). Ahora encabeza la lista de los hombres más buscados (…)”.

Uno tras otro, los ataques de la red Haqqani van ganando en eficacia: en septiembre de 2011 llegan a matar al ex presidente afgano Burhanudin Rabbani, que había dirigido el país entre 1992 y 1996. Un asesinato de alcance simbólico porque él presidía entonces el Alto Consejo para la Paz, encargado de las negociaciones con los talibanes.

La historia de Yalaludin Haqqani es la de una radicalización interminable que afecta a toda su familia, su clan, su tribu y las que tienen relación con ella. Si hijo Sirajudin, que le sucede oficialmente tras su fallecimiento por enfermedad anunciada el septiembre de 2018, promete ser aún más duro. Ya le llaman Khalifa, el califa.

Sirajouddine Haqqani durante una entrevista para Al Jazeera.

“Cuando dirigía la red, Yalaludin Haqqani siempre tuvo la precaución de mantenerse relativamente apartado de las redes islamistas transnacionales como Al Qaeda”, explica Élie Tenenbaum, responsable del laboratorio de investigación sobre la defensa del Instituto Francés de Relaciones Internacionales, IFRI, y coautor de La guerra de veinte años (ed. Robert Laffont). “Era más cercano a los talibanes, considerados como combatientes locales que defienden sus tierras. Él (su hijo) está más influenciado por Osama Bin Laden y por uno de sus más fieles lugartenientes, Abu Laith al-Libi”.

Este último parece que ha sido el mentor de Sirajudin. Hasta su muerte por ataque de dron, en 2018, al-Libi dirigía el “Mando supremo” de la red a lo largo de la frontera afgano-paquistaní y se ocupaba de los campos de entrenamiento de ambos lados. Él podría haberle inspirado el gran ataque a la base militar de Bagram, al norte de Kabul, en febrero de 2007, durante la visita del vicepresidente americano Dick Cheney.

“Reforzado por el apoyo de Al Qaeda, la red recobró una nueva dimensión, más internacional”, prosigue Élie Tenenbaum. “Sirajudin estaba convencido de que si su padre no había conseguido el puesto –y, de ahí, el reconocimiento– que le habría correspondido en el Afganistán de los talibanes, es sobre todo porque no disponía de los vínculos financieros y políticos con las redes internacionales, poderosos vectores de influencia de los yihadistas afganos. Por lo tanto, apostó por Al Qaeda para crecer. De hecho, la red Haqqani es hoy probablemente uno de los movimientos islamistas más eficaces en el plano militar”.

Actor local durante mucho tiempo, la red Haqqani se ha transformado para mostrar en la actualidad una ambición más global. “Ahora que es un actor transnacional, puede disponer de capacidades que se extienden más allá de la frontera afgano-paquistaní. Ese era uno de los mayores temores del antiterrorismo americano”, indica este investigador.

El paso de Mohammed Merah por Miranshah

Desde 2007, Al Qaeda posee al menos una base en Waziristán del Norte. La investigación sobre el atentado cometido el 7 de julio de 2005 en el Metro de Londres, que mató a 56 personas e hirió a 700, indica que el jefe de la célula terrorista, Mohammad Sidiq Khan, había seguido “un entrenamiento adecuado” en las zonas tribales. Mismo caso que los doce paquistaníes y los dos indios detenidos en enero de 2018 en Barcelona: preparaban una ola de atentados suicidas en ciudades europeas.

También fue en Miranshah donde el francés Mohammed Merah, junto con otros voluntarios llegados desde Asia Central, se inició en el manejo de las armas antes de los asesinatos de Toulouse y Montauban, en marzo de 2012. Su formación sólo duró dos días pero, por la desconfianza de sus anfitriones pastunes, el tolosano, apodado Youssef al-Faransi (el francés), fue sometido durante diez días a diversas pruebas para comprobar que no era un infiltrado occidental.

“Una historia insurreccional demasiado larga ha servido de terreno fértil para una miríada de grupos terroristas indígenas y exógenos, interconectados desde los dos lados de la frontera afgano-paquistaní; se han dispersado por todas partes, a veces muy lejos de su base de origen, pero no han dejado de radicalizarse”, analiza el antropólogo Georges Lefeuvre.

El yihadismo global de estos últimos años ya no es el creado por Bin Laden y Al-Zawahiri. Ahora es más complejo, más híbrido, una mezcla de conflictos locales y problemas internacionales y por consiguiente más sofisticado. Como subraya un informe reciente del Soufan Center, un instituto de investigación independiente especializado en problemas de seguridad global, “ha evolucionado de monstruo de una sola cabeza a una hidra”.

“El objetivo original de Bin Laden era establecer un movimiento de vanguardia que dirigiría la lucha contra los regímenes apóstatas a través del mundo árabe y provocaría revueltas locales e insurrecciones”, dice el informe. “Desde entonces, los éxitos conseguidos por el movimiento yihadista global parecen haber sobrepasado las mayores ambiciones de Bin Laden con la proliferación de grupos franquiciados en numerosos países y la movilización de miles de combatientes en todo el mundo, incluidos los países occidentales. La aparición del Estado Islámico en particular, ha logrado transformar el movimiento yihadista en un movimiento de protesta popular, atrayendo a gente que apenas había tenido relaciones con el islamismo extremista o militante. Continuando con los esfuerzos de Al Qaeda, el Estado Islámico ha transformado el yihadismo en una ideología radical de rebelión”.

Un nuevo terror en Pakistán

La familia Haqqani no se libra de esta radicalización sobre la que el ISI parece cerrar los ojos. Porque, más que nunca, los servicios secretos paquistaníes necesitan mantener una relación muy estrecha con el clan. No sólo jugar una baza en Afganistán después de la retirada americana, sobre todo porque la partida se anuncia complicada, sino también para mantener contactos con los talibanes paquistaníes de las zonas tribales que los Haqqani conocen tan bien. Pero también está ahí el peligro.

En diciembre de 2007, 40 jefes de milicias wahabitas radicales crearon una organización paraguas: el Tehrik-e-Taliban (TTP) o Movimiento de los Talibanes Paquistaníes, con el sanguinario y cruel Betullah Mehsud como “amir” (jefe). Incorporado a Al Qaeda, el TTP tiene por finalidad atacar todo lo que represente el Estado -policía, ejército, tribunales, administraciones...

Se ha instaurado pues un terror mucho más temible que el de los talibanes afganos. Incluso antes de la constitución del movimiento, ya eran incontables los atentados y asesinatos que cometían los insurgentes, no sólo en las zonas tribales sino sobre el conjunto del territorio paquistaní. Se les imputa en especial el asesinato de Benazir Bhutto en diciembre de 2007, con el apoyo probable del ejército paquistaní, e incluso en el exterior, como lo muestra el atentado abortado de Times Square, en Nueva York, en mayo de 2010.

En Waziristán del Sur y del Norte, al menos sesenta personalidades tribales y religiosas han sido asesinadas solamente en el año 2005. Sus cuerpos fueron luego mutilados, decapitados o colgados de farolas y sus bolsillos rellenados con billetes para dar a entender que eran espías al servicio de los americanos. Los DVD con sus suplicios llegaron incluso a venderse en los bazares.

Tras muchos años de retraso, de humillación y de derrotas, el ejército paquistaní finalmente reacciona por la masacre, el 16 de diciembre de 2014, de 134 hijos de militares y sus profesores en una escuela de Peshawar. Le costará no obstante al menos cinco ofensivas importantes para hacerse con las zonas tribales. Una parte del TTP atravesó la línea Durand para refugiarse en Afganistán donde formó la organización Wilayat-e-Khorasan, que se convertiría en la rama afgana del Estado Islámico y que ha cometido estos últimos meses los atentados más atroces de Kabul.

Uno de los personajes clave de la cuarta temporada (2014) de la serie de culto americana Homeland –su nombre ha sido modificado–, Sirajudin Haqqani, se ha permitido el lujo de publicar, a finales de febrero de 2020, una tribuna en primera página de The New York Times, diciendo que él quería la paz. Bajo sus condiciones...

En la actualidad, Sirajudin Haqqani está más que nunca en el meollo de los eventos afganos. Gracias a sus apoyos en el aparato militar paquistaní, se ha convertido, tras la muerte del mullah Omar, en uno de los tres miembros del triunvirato que dirige a los talibanes afganos, a cargo de las operaciones militares y con unas fuerzas propias estimadas en 5.000 guerrilleros. También es el hombre clave del ISI en su organización. El “califa” es el “contacto” de unos y otros con Al Qaeda, de quien siempre fue cercano.

Traducción: Miguel López

Texto original en francés:

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