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Los atentados de París

La juventud rota de los hermanos Kouachi en un internado francés

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Llega con el álbum de fotos debajo del brazo, recuerdo de una vida pasada, a mediados de los 90, en el centro educativo Les Monédières, gestionado por la Fundación Claude-Pompidou y situado en la pequeña localidad de Treignac (centro de Francia). Cédric (nombre supuesto) pasó su adolescencia en esta casa de acogida destinada a jóvenes de entre 6 y 18 años –que son enviados por los servicios sociales de atención a la infancia o por un juez de menores– y a menores extranjeros sin familia. Huérfano de padre, maltratado por su madre, Cédric, es un joven parisino que acababa de cumplir 11 años cuando llegó en 1994 al centro, que dejó en el año 2000. Igual que Chérif y Said Kouachi quienes, durante esos años, fueron sus “mejores colegas”.

Cuando el miércoles 7 de enero, horas después de la matanza cometida en la sede del semanario Charlie Hebdo, Cédric vio los retratos en la pantalla de su smartphone, se le heló la sangre. “Estaban igual. Fue un shock tremendo, estuve sin salir de casa dos días siguiendo al minuto todas las informaciones que se iban dando”, explica, todavía estupefacto y triste. “Me persigue una imagen, Said y Chérif entrando en esos locales y disparando el kaláchnikov, dispuestos a morir ellos también. ¡Me resulta impensable que llegasen a eso! ¡Me imaginaba un futuro diferente para ellos!”.

Si Cédric ha querido hablar, primero con el periódico Le Matiny después con Mediapart, es para “desmentir todas las mierdas que se ha escrito” sobre los Kouachi, exdelincuentes de poca monta que fumaban chocolate y cuya trayectoria como terribles terroristas pudo estar prevista. Cédric, que trataba con ellos a diario, quiere recordar un episodio de unas vidas ya rotas, cuando los dos hermanos, también huérfanos, eran unos adolescentes llenos de vida.

Cédric trabó amistad con ellos. “Ellos también acababan de llegar. La fundación Pompidou no era precisamente lo mejor... ¿cómo lo describiría? Era muy violento. Nos pegábamos mucho entre nosotros. Algunos educadores nos tenían miedo. Estábamos todos mezclados: huérfanos, gente realmente peligrosa que había hecho cosas muy, muy duras, demandantes de asilo completamente perdidos”. Como aquel adolescente de Sierra Leona con el que compartía habitación y que se despertaba cada noche gritando y llamando a sus padres. “He oído que Patrick Fournier, el director de los educadores del centro, va diciendo por ahí que todo iba como la seda. ¡No era precisamente así! (leer el artículo, en francés).

En la fundación, los hermanos Kouachi se las arreglaban bastante bien. “Se hacían respetar mucho. Supieron imponerse”, explica Cédric. En la casa de acogida también vivían el hermano pequeño y la hermana mayor. Unos hermanos muy unidos. Chérif sabía usar sus puños a la perfección, pero lo que destacaba especialmente era su personalidad de bromista alegre. Le gustaba Djamel Debbouze y el fútbol. “Era muy divertido, vacilón, iba de guaperas. Bailaba súperbien y a los 15 años, jugaba al balón con la misma facilidad con la que se respira. Habría podido hacer carrera...”. Chérif comenzó en esa época a asistir a una escuela deportiva, en Saint-Junien, donde permaneció internado y regresaba a Treignac, a la casa de acogida, cada 15 días. Todo se fue al garete por un pequeño robo.

Said, por su parte, era mucho más tranquilo. “Muy cívico y respetuoso”, ni bebía ni fumaba, “siempre dispuesto a dar una patada en el culo a aquellos que hacían estupideces”, explica Cédric, que consideraba de algún modo a Said como un hermano mayor. Los dos estudiaron para sacarse un título de hostelería en la escuela de la propia fundación Pompidou. Mientras que Cédric quiso especializarse en el servicio de sala, Said optó por la cocina, tal y como se constata en unas fotos en las que se le puede ver con gorro, chaquetilla y delantal blancos, durante un concurso.

Los dos amigos, que se llevaban dos años, compartían habitación, hacían sus primeros pinitos en el rap, se saltaban juntos el muro para ir a dar una vuelta por Treignac, cuyos habitantes echaban entonces pestes de los “jóvenes del hogar”. Les gustaba el fútbol, la música, las chicas que ocupaban la 4ª y última planta de la casa de acogida y salir. Las peleas eran una constante, sobre todo con los kosovares, que “acaban de salir de una guerra civil”, recuerda Cédric. En la casa había droga: hierba, chocolate, cocaína.

El mayor de los Kouachi ni la probaba. Explicaba a sus compañeros de habitación que la religión le ayudaba a mantenerse fuerte. Rezaba regularmente y leía el Corán. “Era un musulmán moderado. No tenía nada contras las otras religiones y nunca trató de arrastrarme”, rememora Cédric, furioso ante la posibilidad de que dejase que “le lavaran el cerebro los despojos humanos que se aprovechan de la debilidad de los adolescentes perdidos”.

Cédric se muestra también muy enfadado con “este sistema, esta Francia que lanza a la calle, de un día para otro, a jóvenes que han crecido en un entorno extremadamente violento”. “Si a la salida de la casa se hubiese ocupado de los Kouachi, quizás no habría pasado esto”, opina. “A muchos otros amigos las cosas les han ido mal. Tenía dos amigos tóxicos. Uno está muerto, al otro le dispararon”, continua.

Cuando alcanzan la mayoría de edad, los jóvenes del internado de la fundación Pompidou de Treignac son abandonados a su suerte. Said desapareció de los radares antes del año 2000. El día que cumplió 18 años, Cédric recibió “un billete para París y adiós muy buenas, ¡apáñatelas!”, resume. Durante una semana, se alojó en un hotel. Acudió a una asistenta social y, después, nada. Fue el principio de año y medio errático, tiempo en el que durmió en la calle, cerca de la estación de Montparnasse.

En 2001 vio por última vez a su amigo Said Kouachi. “Estaba en París, vivía en el XIX y se las arreglaba mucho mejor que yo porque tenía empleo como camarero. Estuvismo juntos durante todo el día. Hablamos de la infancia. Estaba perfectamente”, explica. No tuvo más noticia. El mismo año, Cédric se fue de Francia a un país europeo donde tuvo la suerte de encontrar un trabajo en un restaurante y de ser prácticamente adoptado por “una familia de corazón” que le fue sacando poco a poco del infierno en el que vivía.

En varias ocasiones, llegó a teclear en internet el apellido de los Kouachi. En 2008, se enteró de que un tal Chérif Kouachi había sido condenado por su vinculación con la célula yihadista conocida como Buttes-Chaumont. Entonces creyó que debía tratarse de alguien con el mismo nombre y, demasiado absorto en su nueva vida como estaba, no intentó saber más.

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Traducción: Mariola Moreno

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