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Relevo en Israel: Netanyahu quería ser admirado y temido, Bennett solo aspira a ser amado
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Desde la tarde del domingo 13 de junio, Benyamin Netanyahu ya no es primer ministro de Israel. Hasta el último momento, intentó retrasarlo. Calificando al futuro gobierno de “izquierdista” y “peligroso”, advirtiendo de la transformación de Israel en otra Corea del Norte u otro Irán. Amenazando con un nuevo holocausto.
Antes de la votación de la investidura del Parlamento, intentó conseguir la deserción de los diputados partidarios de sus adversarios. En vano. El domingo, la Knesset votó, por 60 votos a favor, 59 en contra y una abstención, la investidura del gobierno de Naftali Bennett, poniendo fin a 15 años de poder de Netanyahu, de los cuales 12 ininterrumpidos.
Si el primer ministro saliente hubiera sido un estadista decente y un político respetable, los observadores habrían destacado sin duda, en el momento que acababa su mandato, que había estado en el poder más tiempo que David Ben Gurion, el principal artífice del Estado de Israel y su primer jefe de gobierno.
Pero el clima reinante en el que deja el cargo, el rencor amargo, que no es capaz de contener, y sus comentarios provocadores e irresponsables son los de un aventurero político y jefe de clan, adicto al poder y ávido de los honores y privilegios que éste conlleva. Un hombre cuya desaparición no puede perjudicar a su país.
¿Cómo no alegrarse de la caída de un jefe de Gobierno, procesado por corrupción, fraude y abuso de confianza, que atribuye su infortunio judicial al “Estado profundo”, a las élites, a la izquierda, a los magistrados y a la prensa? ¿Cómo no alegrarse, siete meses después de la derrota de Donald Trump, de asistir a la marcha de su “amigo Bibi”, primo del presidente estadounidense en megalomanía y egocentrismo, así como en negación masiva de la realidad?
Lamentablemente, aquí es donde terminan las similitudes entre la situación de los israelíes y de los palestinos.
Porque si en Estados Unidos Joe Biden llegó al poder decidido a romper con las líneas maestras de la política de Trump y a rectificar al menos algunos de sus peores errores, Naftali Bennett, el nuevo primer ministro israelí, no anuncia ninguna ruptura histórica ni encarna nada realmente nuevo. Ni en materia económica y social, ni en política, ni especialmente en lo que se refiere a las respuestas a la “cuestión palestina”.
Sólo deberían cambiar, al menos a primera vista, las personalidades de los principales actores del Ejecutivo, la visión de ciertas cuestiones sociales y los aspectos más chocantes de la gobernanza impuesta por Netanyahu.
Al “democratador” –un dictador elegido democráticamente– en palabras de Haaretz, podría sucederlo un jefe de gobierno menos ideológico y más pragmático. Más respetuoso con las formas de la democracia parlamentaria. Menos influido por los regímenes “antiliberales” de Europa del Este.
Pero nada indica que la política de statu quo y de “gestión de conflictos” practicada por Netanyahu con respecto a los palestinos vaya a dar paso a una política de “resolución de conflictos”. Y menos aún una vuelta al “proceso de paz”. Por una sencilla razón, el flamante primer ministro no está en absoluto dispuesto y no hay consenso en este ámbito entre las ocho formaciones que constituyen la nueva mayoría parlamentaria.
Varias de ellas, entre las principales, tienen a ese respecto concepciones muy similares a las de Netanyahu sin Netanyahu: hostiles a la creación de un Estado palestino, decididos a continuar –incluso a desarrollar– la colonización de los territorios ocupados y partidarios de la anexión de una gran parte de Cisjordania.
A decir verdad, cuando sus líderes comenzaron a negociar, sólo tenían un denominador común: “Echar a Netanyahu”.
¿Qué partidos rodean a Yesh Atid (“Hay un futuro”), la formación centrista laica del expresentador de televisión Yair Lapid, artífice de la “mayoría para el cambio” ahora en el poder? Su simple enumeración da una idea de la heterogeneidad de la nueva coalición. Y sin duda uno de los principales problemas a los que tendrá que enfrentarse el sucesor de Benyamin Netanyahu.
El partido Yesh Atid, elegido por tradición parlamentaria para que proponga al primer ministro, o al menos para que sea el núcleo de la futura mayoría por haber conseguido el mayor número de diputados (17) dentro del bloque anti-Netanyahu, ha alcanzado acuerdos con siete formaciones que van desde la izquierda sionista (Meretz y el Partido Laborista) hasta los disidentes del Likud (Nueva Esperanza) y los nacionalistas conservadores de la inmigración rusa (Israel, nuestra casa), pasando por los partidarios centristas del general Benny Gantz, actual ministro de Defensa (azul y blanco), la islamista Lista Árabe Unida de Mansour Abbas, que representa a los palestinos en Israel, y la derecha nacionalista y religiosa del partido Yamina.
La Yamina, colono y anexionista, ahora con seis diputados tras la deserción de uno de sus parlamentarios, está dirigida por un político de 49 años, Naftali Bennett, cuyos padres estadounidenses emigraron a Israel en 1967, cinco años antes de su nacimiento. Antiguo comandante de las fuerzas especiales, Bennett entró en política en 2006 como miembro del partido Likud, tras hacer fortuna vendiendo su software de seguridad informática de nueva creación. Inicialmente muy cercano a Netanyahu, pero decepcionado por no conseguir las carteras ministeriales que buscaba, se distanció de él hasta el punto de fundar su propio partido, Yamina, en 2018 y hacer campaña en las elecciones de marzo contra el líder del Likud.
Viste la kipá de punto de los colonos y, durante un tiempo, fue líder del Consejo de Yesha, la organización representativa de los asentamientos; pretende defender un sionismo religioso basado en el control de la tierra y ya en 2012 propuso la anexión del 60% de los territorios ocupados. Para los palestinos, un auténtico espantapájaros por aspirar a un “Gran Israel”, por su nacionalismo étnico y su declarado gusto por los métodos expeditivos.
En julio de 2013, durante un debate gubernamental sobre el destino de los presos palestinos, sugirió matarlos. A un oficial presente que se sorprendió por esta elección, le contestó: “He matado a muchos árabes y no he tenido ningún problema”.
Para otros líderes de la derecha israelí, su fama no es mucho mejor. Considerado como un hombre que “habla mucho y hace poco”, se le considera versátil, como prueba su pertenencia a cinco partidos diferentes en 15 años y su relación cambiante con Netanyahu.
Pero también es un hombre cambiante, como indican su rápida transición al Consejo de Yehsa y su traslado del asentamiento de Beit Aryeh a la ciudad de Ra'anana, un rico suburbio de Tel Aviv, donde vive actualmente. Los militares señalan la brevedad de su servicio en las fuerzas especiales y el sangriento bombardeo de 1996 del campamento de la ONU en Qana, en el sur del Líbano, al que su unidad estaba entonces vinculada. Y quienes están familiarizados con las start-ups apuntan a que su papel en la suya era más financiero y comercial que tecnológico.
La investigación de Anshel Pfeffer, de Haaretz, lo describe como un “nacionalista judío no dogmático; un hombre religioso, pero no un devoto; un partidario del gran Israel, pero no un colono”. “Netanyahu quería ser admirado y temido, Bennett quiere ser amado”, constata Pfeffer.
Una coalición variopinta
En las negociaciones postelectorales en el bloque anti-Netanyahu, fue este hombre –y no Yair Lapid, el líder de Hay un Futuro– el finalmente elegido como aspirante a primer ministro. Por una sencilla razón, sin los diputados de Yamina, era imposible alcanzar la exigua mayoría de 61 de los 120 elegidos para obtener la candidatura a la Knesset. La única opción de Lapid habría sido admitir en la coalición a la Lista Unificada (que no debe confundirse con la islamista Lista Árabe Unida) y a sus seis diputados.
Pero la Lista Unificada, que aglutina a varias formaciones de la minoría palestina de Israel, entre ellas el Partido Comunista Judío-Árabe, no estaba dispuesta a participar en una coalición tan dispar y con socios que ofrecen tan pocas garantías. Ella misma estaba sumida en graves tensiones internas. Y las formaciones de derechas, que ya habían tenido que resignarse a aceptar la alianza de los islamistas de Mansour Abbas, muy cortejados por Netanyahu, no estaban dispuestas a ir más allá de esta concesión.
Es la primera vez en la historia de Israel que un Gobierno incluye miembros de un partido árabe cuya presencia es vital para obtener una coalición mayoritaria. Esto, por cierto, dice mucho de la fragilidad y vulnerabilidad de esta coalición.
Por ello, Lapid tuvo que alcanzar con Bennett un acuerdo de alternancia de poder, que ya es casi habitual en la política israelí; el fundador de Yamina ejercerá durante dos años como primer ministro, mientras que el líder de Hay un Futuro será, al mismo tiempo, ministro de Exteriores. Y las funciones se intercambiarán el 27 de agosto de 2023.
Los dos líderes también tendrán derecho de veto recíproco en algunas decisiones importantes. Bennett aceptó que Avigdor Lieberman, líder del partido Israel Nuestro Hogar, con el que se lleva bastante mal, se convirtiera en ministro de Economía y que el “disidente del Likud” Gideon Sa'ar, fundador de Nueva Esperanza, que lo odia, recibiera la cartera de Justicia. Incluso llegó a decir que Mansour Abbas, al que denunció ayer como “partidario de los terroristas”, era un “hombre honesto y un líder valiente” y que estaba “dispuesto a formar un gobierno con él, por Israel”.
Para consolidar el castillo de naipes que es esta coalición, Bennett y Lapid alcanzaron un acuerdo con Ayman Odeh, líder de la Lista Unificada, que no tiene más significado político que el de facilitar la salida de Netanyahu; sin exigir la participación de su lista en el gobierno, Odeh se comprometió a votar por el nuevo primer ministro.
Dadas las diferencias y contradicciones que minan la nueva coalición, la extrema delgadez de la mayoría y, por último, las disposiciones vengativas de Netanyahu y su clan, que se declaran decididos a derribar al nuevo Gobierno desde las filas de la oposición, es probable que el tiempo de rodaje del gobierno de Bennett, compuesto por 21 ministros, entre ellos nueve mujeres, sea muy corto. Más aún cuando todos los detonadores de la explosión de violencia del pasado mes de mayo siguen en su sitio.
Es verdad que en Gaza, el alto el fuego se mantiene. Pero la catastrófica situación humanitaria provocada por los ataques israelíes, que ha agravado cotidianeidad desde hace mucho tiempo insoportable, podría degenerar de un día para otro en una revuelta si siguen sin llegar los materiales necesarios para la reconstrucción y la ayuda de emergencia, especialmente alimentos, energía y ayuda médica.
En Jerusalén Este, donde los supremacistas judíos, que ahora son miembros de la Knesset –gracias a Netanyahu–, no han renunciado a sus desfiles provocadores y donde los palestinos de Sheikh Jarrah siguen amenazados de expulsión, cualquier movimiento en falso o error policial puede convertirse en una tragedia. Es decir, puede reavivar los fuegos mal apagados de la ira que aún amenazan en Cisjordania, así como en las “ciudades mixtas” de Israel.
Una de las primeras pruebas de las intenciones del nuevo primer ministro será su actitud ante el asentamiento salvaje de Evyatar. Construido hace unas semanas en las tierras de tres aldeas palestinas al sur de Nablus, este nuevo puesto avanzado, que cuenta con unos 30 bungalows y alberga a 200 colonos, se construyó en represalia por el asesinato de un estudiante israelí en una yeshiva (escuela talmúdica), a principios de mayo, a pocos kilómetros de allí.
Un diputado laborista ya ha pedido al ministro de Defensa, Benny Gantz, que ordene la evacuación inmediata de Evyatar para evitar “añadir tensión a la que ya existe en la Cisjordania ocupada”. La respuesta de Naftali Bennett proporcionará información útil sobre el funcionamiento del nuevo gobierno, la solidez de los acuerdos de la coalición y el modo en que Bennett pretende afrontar los retos sociales y de seguridad que se avecinan.
¿Dará la razón a quienes no se hacen ilusiones de que algo sea mejor que Netanyahu? ¿O a los que consideran que hay mucho que temer de las novedosas afirmaciones de Bennett? El “gobierno del cambio” será juzgado no por el cumplimiento de sus compromisos, sino por sus decisiones y acciones, a falta de acuerdo en una visión política o una estrategia ideológica común.
Sus elecciones indicarán rápidamente dónde estará su centro de gravedad político, entre la izquierda y la derecha. Entre el deseo de permanecer en el poder y la voluntad de actuar. Entre continuar el camino trazado por Netanyahu y abrir otro camino.
De sus 15 años en el poder, ¿qué legado deja hoy el líder del Likud?
¿Prosperidad económica? Relativa y muy injustamente distribuida, fue construida en gran parte por sus predecesores. Los años de calma (¿para los israelíes?)... se basan en la cooperación en materia de seguridad con la Autoridad Palestina, que ha sido rechazada como interlocutor en las negociaciones. Y en cuatro operaciones militares, en 12 años, contra la Franja de Gaza.
¿Los “acuerdos de paz” alcanzados con cuatro regímenes árabes que no estaban en guerra con Israel? Son fruto del desarrollo regional, en el que el papel de Netanyahu ha sido más que mínimo, y de las operaciones de comunicación diplomática dirigidas por Trump.
Por otro lado, deja a sus sucesores un país más polarizado que nunca, la imagen de un líder que denigraba a la Justicia, a la Policía y a la prensa de su país, dispuesto a todo para escapar de los tribunales que lo juzgaran por corrupción.
Lo que hay que reconocerle a día de hoy no es un lugar en la historia, sino la constancia a la hora de aplicar y defender una ideología heredada de su padre y basada en unos simples postulados: los árabes son los enemigos históricos del pueblo judío, por lo que no se puede hablar de que los palestinos tengan un Estado; el socialismo, el comunismo y la izquierda son los enemigos del sionismo; el pueblo judío debe ser dirigido por un hombre fuerte.
En virtud de esta visión ideológica, Netanyahu ha logrado –con unos pocos aliados en el extranjero– imponer la idea de que la materialización de las aspiraciones nacionales palestinas es irrelevante para la seguridad de Israel y sus relaciones con el resto del mundo. Mejor –o peor– explotó hábilmente el ciego egoísmo de Occidente y la cobarde opulencia de los dictadores y monarcas árabes para difundir la idea de que el mundo era indiferente al destino de los palestinos. E incluso para dar la impresión de que estaban fuera de la historia.
Demostró así que, para Israel, el precio de la ocupación y la colonización se había hecho soportable. Y que su estrategia de statu quo, impuesta por el hormigón del muro de separación y las bombas de los F-16, era la respuesta definitiva a la cuestión palestina.
¿Pretende Naftali Bennett, que compartió estas convicciones durante mucho tiempo –y que puede seguir compartiéndolas–, que el cambio en Israel se limite a un cambio de actores o que se extienda también a la visión que sus compatriotas tienen de sí mismos y del mundo?
Los próximos días deberían dar una primera idea de la respuesta.
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Traducción: Mariola Moreno
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