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Los pueblos del sur del Líbano temen convertirse en un objetivo para Israel por acoger a desplazados

Ataques aéreos israelíes en Khiam, en el sur del Líbano.

Nissim Gasteli (Mediapart)

Baakline (Líbano) —

En esta callejuela de Baakline, un pueblo encaramado en las montañas del Chouf, al sur de Beirut, sólo se oye el canto de los pájaros y el ruido del viento en los árboles. Al final de la calle, en una casita de piedra se refugió la familia Tfayli tras huir de su pueblo cerca de Nabatieh el 23 de septiembre, expulsada de su hogar de madrugada por los bombardeos israelíes.

“Había ataques delante y detrás de nosotros. Por todas partes”, recuerda Layal Tfayli, abogada de 26 años, sentada en un poyete en la calle el miércoles 16 de septiembre. La familia se puso en marcha sin saber adónde iba, asustada. “Unos amigos nuestros salieron del pueblo al mismo tiempo que nosotros, pero dos días después nos enteramos de que nunca llegaron porque murieron tras un ataque contra su coche”.

Según las autoridades libanesas, han tenido que abandonar sus hogares cerca de 1,2 millones de personas. El éxodo de los Tfayli les llevó primero a las afueras de la capital, que también fue bombardeada por la aviación israelí, y después al Chouf, una región montañosa en el corazón de la comunidad drusa libanesa, donde encontraron refugio casi el 20% de los desplazados, según la Organización Internacional para las Migraciones. “La gente ha sido muy acogedora y amable”, dice una sonriente Layal. “Cuando voy por la calle y se enteran de que soy del sur, me preguntan si necesito algo, si todo va bien. Son entrañables”.

Gracias a un amigo pudo encontrar esta modesta vivienda a un precio decente, en un momento en que los precios del mercado se disparaban debido a caseros sin escrúpulos. En sus dos habitaciones sin amueblar, sin incluir la cocina y el baño, viven en condiciones precarias doce personas. En el suelo hay tendidos colchones de espuma y la única cocina es un hornillo con bombona de gas. En una pequeña terraza, el hermano de Layal, Mahmoud, de 41 años, observa con ternura cómo su hija Aya, de 6 años, y su sobrina Lojine, de 5, juegan con un osito rojo, el único peluche superviviente.

La escuela convertida en dormitorio

Hace tres días, la familia se enteró de que un misil israelí había destruido parte de su casa, construida por el difunto padre, fallecido hace dos años, llevándose así un trozo de la memoria familiar. Se suponía que Baakline era un refugio temporal, pero la perspectiva de un regreso se ha vuelto aún más remota. “Fuimos desplazados por la guerra, pero seguiremos siendo desplazados después”, dice la señora Tfayli, mientras el estruendo de los bombardeos israelíes en el sur del país resuena como un duro recordatorio de esa realidad.

Más al interior del pueblo, la escuela primaria se ha transformado en un enorme dormitorio para alojar a los desplazados que no pueden permitirse alquilar una vivienda. Los niños jugando en el patio harían casi normal la escena. Pero en cada una de las aulas se ha grapado una hoja de papel con el número de ocupantes. Se ha traído una lavadora para los desplazados, con un calendario pegado que marca los días de uso para cada familia. Para cocinar, hay una placa de cocina y una bombona de gas. En el patio, los adultos matan el tiempo como pueden. De vez en cuando vienen voluntarios a distribuir ayuda.

“Ni el gobierno, ni las grandes ONG, ni los partidos locales están aquí para apoyar a la población”, refunfuña Anwar Zeineddine, de 36 años, gerente de la tienda solidaria Dekenet Al Nes, la “tienda del pueblo”, que distribuye regularmente alimentos a las escuelas de la región. “Llenamos los vacíos que dejan las autoridades. Lo hacemos en todas las crisis del Líbano.”

La tienda, situada en un pequeño callejón a la entrada de Baalkine, que se creó para responder a las necesidades de una población empobrecida por la grave crisis económica y financiera que sufren desde 2019, ofrece productos a granel, de producción local, a precios inferiores a los del mercado. “La gente viene y paga por cantidad, y si no puede, nos da lo que puede”, explica Chérine Hamadeh, de 38 años, una de las co-fundadoras, mientras se abre paso entre cubos de legumbres, frutos secos y enormes depósitos con dos mil litros de aceite neutro.

Desde la llegada de los refugiados del sur, la dirección ha dedicado otro espacio para instalar una cocina solidaria que, gracias a las donaciones de materias primas de la población local y al dinero enviado por la diáspora, ya ha proporcionado más de 4.000 comidas en las últimas dos semanas. Pero, advierte Chérine Hamadeh, “estas iniciativas no podrán durar mucho tiempo, porque los esfuerzos personales chocan con el cansancio y las donaciones acabarán por disminuir. No sabemos cuánto tiempo aguantaremos”.

Muchos de los desplazados se han refugiado en el Chouf, creyendo que estarían a salvo de los bombardeos. Pero en la noche del viernes 27 de septiembre, un ataque israelí contra el pueblo de Baadaran, a siete kilómetros al sudeste, mató a nueve personas e hirió al menos a otras diez. Dos semanas después del incidente, la zona aún muestra las secuelas del ataque. En lo alto de una colina fueron completamente pulverizadas dos casas por dos misiles sucesivos, y una tercera quedó parcialmente destruida. Con esa devastación cuesta creer que alguna vez hubo vida ahí. En los escombros se mezclan aros de hormigón y trozos de tejados. Numerosos edificios de los alrededores han quedado dañados por los escombros y los coches han reventado. La violencia de los impactos no dejó ninguna posibilidad a los residentes.

Preocupación por la presencia de miembros de Hezbolá

En el pórtico de la entrada al pueblo cuelgan los retratos de tres hombres de unos ochenta años, con la inscripción: “Mártires de la traición sionista”. Eran del pueblo y fueron asesinados junto con seis desplazados del sur, entre civiles, mujeres y niños, el más pequeño de los cuales sólo tenía 2 años. Israel tenía como objetivo a un “miembro de Hezbolá”, según un agente municipal que prefiere no dar su nombre, aunque la información no puede confirmarse formalmente. “Tras el ataque, nos dimos cuenta de que quizá debíamos haber desconfiado. Tuvimos miedo los dos primeros días”, dice el funcionario. “Abajo había una escuela que acogía a refugiados del Sur, y ellos también se asustaron y se fueron. La gente es bienvenida, pero estamos intentando averiguar quién viene a instalarse aquí y si tiene algún vínculo con el Partido de Dios”.

La presencia de miembros de Hezbolá –tanto mandos militares como simples miembros del partido o de sus instituciones civiles– preocupa a la población desde que el líder druso Walid Joumblatt, que fue ministro y dirigente de la principal fuerza política de las montañas del Chouf, el Partido Socialista Progresista (PSP), en los últimos meses se reposicionara estratégicamente a favor de Hezbolá tras años de tensiones entre ambas organizaciones.

“Hay razones históricas para ello: los drusos libaneses nunca aceptarán desvincularse de la lucha por Palestina, de lo contrario serían vistos como antiárabes y anti-islam”, dice Nizar Ghanem, director de investigación del Alternative Policy Institute de Beirut, que describe a Joumblatt como alguien “conocido por cambiar regularmente de posición” para “defender a la comunidad drusa”. En varias ocasiones, Joumblatt se ha posicionado a favor de las operaciones militares de Hezbolá contra Israel, una postura que se ha visto reforzada desde el asesinato del secretario general de Hezbolá, Hassan Nasrallah, el 27 de septiembre de 2024.

La postura “ambivalente” del líder druso, reconocido como interlocutor de confianza por muchas cancillerías y recibido tanto por el ministro de Asuntos Exteriores ruso como por el enviado especial de Joe Biden para Oriente Próximo, “podría ofrecer a Hezbolá una salida diplomática”, quiere creer Nizar Ghanem.

Joumblatt ha pedido a sus seguidores que abran sus puertas a los desplazados. También se ha abierto en la ciudad de Baakline, en coordinación con las autoridades políticas locales, un comedor gestionado por una organización benéfica afiliada a la rama política de Hezbolá para alimentar a los desplazados. La familia Tfayli intentó apuntarse, pero está reservado para las personas alojadas en las escuelas.

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Más que ayuda, Layal Tfayli desearía respuestas a sus incertidumbres. “Lo que queremos saber es cuándo podremos volver a casa, reanudar nuestras vidas y nuestros trabajos, cuándo la vida volverá a la normalidad”, pregunta, agotada e irritada por la “incompetencia del Estado” y unos dirigentes políticos “que no tienen ningún plan”.

 

Traducción de Miguel López

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