Ucrania, una ‘crisis de los misiles’ 60 años después en un mundo que ya nada tiene que ver con la Guerra Fría
Hace casi 60 años, en octubre de 1962, Nikita Khrushchev puso a prueba los nervios de John Kennedy. Estábamos ante la crisis de los misiles de Cuba. Se desplegaron misiles nucleares soviéticos en suelo castrista, amenazando directamente a los Estados Unidos de América. Las tensiones llegaron a un punto álgido antes de que un acuerdo entre las dos grandes potencias pusiera fin a la amenaza de una explosión inminente.
Era la época de la Guerra Fría, en un mundo bipolar. Todo estaba ajustado como un reloj. Charles de Gaulle se puso del lado norteamericano, con lo que eso significaba. La bombita francesa, en este caso, un temible peligro del débil para el fuerte. Cuando el embajador de la URSS pensó que podía amenazarle, en el Palacio del Elíseo, con un posible ataque atómico soviético, el presidente francés le respondió con una frase endiabladamente disuasoria: “Bueno, señor embajador, moriremos juntos”.
Seis décadas más tarde, vivimos un tira y afloja sobre Ucrania en un mundo que se ha vuelto multipolar y marcado por la proliferación nuclear. Las reglas del juego se han quedado obsoletas, nada parece estar escrito de antemano y las posibles reacciones, tanto inesperadas como en cadena, parecen poder llevar a Europa de vuelta a 1914.
Desenmarañemos el ovillo geopolítico. Rusia, que es la sombra de la URSS desde 1991, ha sido marginada, humillada y desafiada. No sólo ha perdido el control de su glacis, sino que éste se ha vuelto en su contra. En contra de las garantías dadas por Washington, todas las antiguas democracias populares de Europa Central y Oriental (Bulgaria, Rumanía, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Polonia –sin olvidar la antaño furiosamente socialista Albania, ni Croacia y Eslovenia, dos Estados surgidos de la Yugoslavia de Tito–) forman ahora parte de la OTAN. Y eso no es todo; para cerrar el círculo, las tres repúblicas bálticas, que antes formaban parte de la URSS, también pertenecen a la OTAN.
Pero, es más, otras cinco antiguas repúblicas socialistas soviéticas –Armenia, Azerbaiyán, Georgia, Moldavia y Ucrania– tienen el estatus de países asociados que Moscú considera un trampolín para la adhesión.
Ucrania es Rusia para el presidente Putin, como lo es para la mayoría de sus conciudadanos bajo el efecto de una novela nacional intransigente: el bautismo colectivo de los habitantes de Kiev bajo la égida del príncipe Vladimir, en 988, está en el origen de un nuevo Estado: la Rusia de Kiev o la Rus'. En cuanto a la lengua ucraniana, sólo es una variedad de ruso. El ensayo de Vladimir Putin de julio de 2021 Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos se limita a teorizar sobre el derecho de Moscú a anexionarse Kiev. El statu quo actual echaría sal en las heridas postsoviéticas un día sí y otro, también...
Para que un francés pueda entender el apego ruso a Ucrania, habría que comparar esta antigua posesión –o parte integrante– con Reims, Alsacia-Mosela y Argelia juntas: ¡nitroglicerina memorial y geopolítica!
A esto hay que añadir la intolerable democracia de corte occidental que se va imponiendo año tras año a orillas del Dniéper y que el Kremlin considera un envenenamiento yanqui. Así las cosas, Vladimir Putin ha decidido estrechar el cerco sobre los cercadores. Lo consiguió con Georgia en 2008 –controla el 20% de su territorio tras una guerra relámpago que le salió mal en Tiflis–; en 2014, Crimea se anexionó sin luchar con Occidente. Vladimir Putin apunta ahora a Kiev, amenazando a toda Ucrania en una simple y justa devolución, desde su punto de vista.
El jefe del Kremlin, que cumple 70 años en octubre, sabe que su tiempo se agota. Dirige un país cuyos cimientos –sociales, económicos, demográficos, ecológicos– son inestables. Pekín pronto lo habrá eclipsado como principal y único socio de Washington: no quedará entonces sitio para Moscú en el gran juego sino-estadounidense que se está fraguando. Por lo que Putin necesita una estrategia de tensión y confrontación con Occidente para mantener su influencia.
De ahí el peligro del teatro de sombras que se está representando ante nuestros ojos, con su cuota de provocaciones, ultimátums y bravatas. China, con Taiwán en mente, está induciendo al crimen a una Rusia acorralada bajo su apariencia imperial. Y todo ello ante unos Estados Unidos que probablemente no esté tan indeciso y desubicado como parece creer Biden.
Europa dividida
La lamentable evacuación de Afganistán, que el actual ocupante de la Casa Blanca quería conseguir a toda costa en agosto de 2021, ha sido, sin embargo, una señal de debilidad que se suma a la confusión general. Europa se muestra dividida, como su epicentro: Alemania. ¿Quién dirige la política exterior de Berlín? ¿Es la ministra de Asuntos Exteriores de los Verdes, Annalena Baerbock o el canciller Olaf Scholz, del SPD, un partido que, en cualquier caso, está dividido sobre si el gasoducto Nord Stream 2 (que une Rusia con Alemania a través del Báltico, evitando así a Ucrania) debe incluirse en las sanciones contra Moscú?
La UE dispara a todo lo que se mueve. Entre Hungría, con su pronunciado tropismo con Putin, y Polonia, siempre en primera línea en el frente ruso, entre los Estados que quieren que prime la diplomacia o el comercio y los que sueñan con una Europa-potencia, el mínimo común denominador es el equilibrio necesario.
Por el momento, París se encuentra en una mala posición, ya que sigue situándose entre caprichosos gaullistas , en opinión de sus socios, la mayoría de los cuales están más apegados a la OTAN que a una “Europa europea”. Por lo que Francia, que se supone que refleja esa diversidad cacofónica durante su Presidencia de la Unión, deja la palma de la inflexibilidad retórica a Boris Johnson. Este está convencido de que una buena gesticulación marcial podría salvarle de la destitución que le atenaza... al tiempo que se asegura el reconocimiento de Polonia y de los Países Bálticos, algo nada desdeñable en tiempos de negociaciones post-Brexit.
Al margen de esta Europa, sometida a fuerzas centrífugas como consecuencia de la crisis ucraniana, hay que añadir a la eterna Turquía. Ankara encuentra a Rusia en su camino, como en los tiempos del Imperio Otomano. La crisis actual ofrece al presidente Recep Tayyip Erdoğan la oportunidad de llevar a cabo su revolución y volver al redil occidental, si no como en 1853-1856 en la época de la guerra de Crimea, al menos como hace 25 años, cuando Turquía se comportaba como un buen alumno de la OTAN.
Ante tantas cartas listas para ser barajadas, Estados Unidos parece jugar en todos los frentes: fuerza motriz, fuerza de arbitraje, fuerza de frenado. Joe Biden va de un extremo a otro. Sí llamó asesino a Vladimir Putin en marzo de 2021, o mejor dicho, respondió “sí” a la pregunta de un periodista: “¿Cree que es un asesino?”.
La posibilidad de una división
Quizá sea más instructivo el error de la semana pasada del inquilino de la Casa Blanca. El 19 de enero, durante una rueda de prensa, mencionó una posible “incursión menor” rusa en Ucrania, pareciendo perdonarla por adelantado. Semejante metedura de pata conduce a una vía clásica en caso de bloqueo: la división (los ejemplos abundan, desde la península de Corea hasta Chipre pasando por Yemen).
Una guerra, incluso si el actual enfrentamiento pudiera conducir a ella, sería demasiado costosa para Moscú. La neutralización de Ucrania (como la de Austria o Finlandia durante la Guerra Fría) sería una decepción, ya que no valdría la pena para Rusia, que seguiría viéndose privada de su corazón espiritual, Kiev.
Pere hete aquí que, por una de esas cosas de la vida, la Historia volvería a recuperar su cauce. Occidente, en torno a Lviv –Lwów en polaco y Lemberg en alemán–, crisol del nacionalismo ucraniano, podía afirmar su vocación europea al desprenderse de la dominación rusa. Esta se ejercería sobre la parte oriental del país, abandonada a su suerte durante el tiempo de un relevo cobarde o de una toma de conciencia estratégica, según algunos. En cuanto a Odesa, podría volver a ser una ciudad libre, como lo fue cuando se fundó bajo la influencia de la Ilustración. A la hora de trocear, todo es posible: la imaginación compite con los llamados derechos históricos...
Volveríamos entonces al peligroso concepto del equilibrio de poder en Europa, ya que es probable que se produzca un vuelco y que provoque un conflicto: ceder suficiente territorio a Rusia para contentarla, sin permitirle expandirse hasta el punto de amenazar directamente a Polonia y, por tanto, a todo el Viejo Continente.
Ante una geopolítica tan regresiva, es posible que algún día se oigan voces neo-churchilianas: teníais la posibilidad de elegir entre desmembrar Ucrania y salvar la tierra; elegisteis desmembrar Ucrania y conseguiréis el hundimiento del planeta.
Traducción: Mariola Moreno
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